martes, 11 de diciembre de 2018

«Cantemos al Señor un canto nuevo»... Un pequeño pensamiento para hoy


Cuando nos faltan las palabras para expresar lo que sentimos y vivimos, viene en nuestra ayuda la Palabra de Dios. Anoche recibí casi de inmediato de que el hecho aconteció, la noticia de la muerte de Almita. Una mujer maravillosa que el Señor puso en mi camino y en el de mis hermanos Misioneros de Cristo desde hace muchos, muchos años allá en Villa Universidad y a quien nuestro Señor visitó de una manera intempestiva hace tres años con una enfermedad que desde ese entonces la mantuvo en coma. Todavía recuerdo aquella visita que le hice en aquellos días al hospital de La Raza sin pensar que luego viviría yo tan cerca con la oportunidad de recordarla cada vez que paso en el Metrobús por ahí. La última vez que la vi fue en su casa, allá en Monterrey, en donde al hablarle sentí un apretón de manos que me resumió el gran cariño y respeto que nos unió por años a su familia y a mi vocación misionera. Almita fue una misionera desde el hogar que entendió y vivió plenamente el «ser pan partido para los demás», una mujer que fue a la raíz de las bienaventuranzas y de la vivencia del Evangelio y que ahora, en el marco del Adviento y entre las fiestas de la Inmaculada y Guadalupe, ha sido invitada a dejar este mundo para ir al encuentro del Padre misericordioso a quien tanto amó y cuya bondad concretó en una vida sencilla, callada y llena de acción escondida tras una discreta y encantadora sonrisa. 

Y digo que cuando las palabras faltan llega la Palabra de Dios porque las primeras líneas del salmo 95, este que la liturgia de hoy nos pone como responsorial, me topo con el primer verso que dice: «Cantemos al Señor un canto nuevo, que le cante al Señor toda la tierra; cantemos al Señor y bendigámoslo, proclamemos su amor día tras día»... ¿Y que hizo Almita de su vida? Eso, sí, cantar cada día al Señor un canto nuevo, cantar al Señor y bendecirlo con un corazón que latió en esta tierra siempre al unísono del corazón misericordioso del Señor y con la inocencia del corazón de su Madre Santísima. Anoche, en medio del dolor que es natural y que nos embarga siempre por la separación, Chuy su esposo me decía al teléfono: «Estamos contentos padre Alfredo y estamos agradecidos con el Señor». Sí, yo también estoy contento y agradecido reviviendo desde anoche muchos momentos en los que se cruzaron la alegría y el dolor, el contento y la pena, la esperanza y el sinsabor, la zozobra y la confianza... «Alégrense los cielos y la tierra —proclama hoy el salmista— retumbe el mar y el mundo submarino. Salten de gozo el campo y cuanto encierra, manifiesten los bosques regocijo», porque el Padre celestial, que «no quiere que se pierda ni uno solo de estos pequeños» (Mt 18,12-14) nos habla a través de vidas como la de Almita y seguramente a través de muchas vidas más de quien, como ella, caminaron siempre en el redil del Señor. 

Creo y espero que Almita está llamada a vivir en la presencia de Dios, y estoy seguro que va interceder por este padrecito que conoció desde seminarista, un poco más flacucho que ahora y a quien acompañó en los primeros pasos como párroco de mi querida comunidad de «Nuestra Señora del Rosario en San Nicolás». Se que a pesar de estar en cama estos tres años, su presencia se hacía notar en su misma ausencia física y que la parroquia a la que tanto quiso y sirvió la acompañará en el último adiós a este mundo. Estoy cierto que los Misioneros de Cristo para la Iglesia Universal guardaremos su recuerdo en un lugar muy especial de la historia de nuestro instituto... Muchos, de aquí y de allá, nos quedaremos un poco huérfanos de esta gran mujer, la vamos a recordar mucho, vamos a rezar por ella y junto a ella. Que el Señor le conceda la vida eterna a quien tanto amó y que este Adviento ya lo viva en la sola espera de la resurrección del último día, esperando esa segunda venida del Señor que nos volverá a reunir, porque el cristiano se sabe siempre peregrino, caminante sin fin hasta encontrarse definitivamente con Dios para vivir siempre y eternamente unido a Él. La hora de nuestra muerte marca definitivamente nuestro destino. Hoy me toca ir a la Basílica como cada martes, pero esta vez será una visita especial: Las Vísperas, la Noche Guadalupana, la Misa de medianoche... pienso ahora en el continuo oleaje de avemarías que inundaron el corazón de Almita, y pienso también que hoy la Morenita estará a su lado. Al ver la dulce mirada de María, que esta noche lucirá radiante, encomendaré el alma de Almita, pero también pediré por Chuy su esposo y por sus hijos Chuy (Empa), Erika, Juan Pablo, Joel y los suyos... es que con Almita y gracias a ella y a tantos años... se han hecho mi familia también. ¡Bendecido martes! 

Padre Alfredo.

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