Hace unos días el padre Abundio Camacho «el bueno» cumplió 82 años de edad. Lo celebró con una Misa a la que nos invitó a Monseñor Pedro Agustín y a mí, que somos sus compañeros en el ministerio en esta parroquia de Nuestra Señora de Fátima y a un nutrido grupo de amigos a festejar con él y agradecer el don de la vida. ¡Me dejó admirado con la reflexión que nos hizo y se la pedí para compartirla con ustedes en este blog como un ejemplo de amor y gratitud al Señor de la vida. Disfruten leyendo y meditando estas sabias palabras inspiradas por el Señor:
"Están viendo el rostro de un hombre en su vejez. Fíjense en sus ojos: ¿imploran?, ¿desconfían?, ¿acusan? Limítense a dar fe de ochenta y dos años de vida. ¿Qué son al cabo ochenta y dos años? La quiebra de un estrechamiento de metabolismos; su estatura ha comenzado a disminuir; nada hay de singular en ello, al gradual estrechamiento de los discos intervertebrales. En estos momentos mi sentimiento es el cansancio de haber vivido ya tantos años y tener que vivir veinticuatro horas más. Soy un «fue» y un «será» y un es «cansado». Reúno los tiempos idos, me alimento de ellos. Mis recuerdos son susceptibles de ser enriquecidos indefinidamente; de convertirse en recuerdos de unos recuerdos.
Me abandonan las fuerzas; necesito imperiosa y constantemente a los demás. Ochenta y dos años me han convencido de que es mucha la dureza de juicios humanos. Ustedes tienen derecho a opinar, a elegir el adjetivo, constantemente escogemos: le dicen a uno mezquino, en lugar de ahorrador; le dicen a uno obstinado, cuando se podría decir tenaz: estéril en lugar de casto; derrochador, en lugar de magnánimo. No importa. Lo que importa es que, aún en la más avanzada edad, un hombre puede considerarse todavía útil, dado su largo conocimiento de la vida. Da consejos; pero, ¿quién está dispuesto a escucharlos? ¡Si los jóvenes supieran... si los viejos pudiéramos!
Ochenta y dos años han sido más que suficientes para gozar de ciertos privilegios: moverse con lentitud, reposar unas horas en la butaca preferida, escoger un programa de T.V., un guiso especial. Creo que estos derechos adquiridos, merecen cierto «respetillo» para el que, tal vez, pronto será derrotado. No me quejo de ingratitud, de incomprensión o de abandono. Me pregunto delante de Dios y de ustedes qué saldo arroja hoy un corazón vacilante, que sabor de dudas o de frágiles esperanzas. La vejez no es sólo un estado de agostamiento físico determinado por la genética. Es también la imposibilidad de renunciar a mi época, a una bebida, a un horario o una compañía. Pertenezco —lo digo con mucha alegría, impregnada de orgullo cronológico— al pasado. He llegado a creer que en mí se consuma toda una serie de procedimientos que ya no son válidos en el mundo presente.
Todos aspiramos a una vida larga. Quien diga lo contrario tendría que retractarse más tarde. les cuento la anécdota de un sentenciado a la pena capital. Le dijo el juez: «Mire, han concurrido en su caso muchos atenuantes; por esta razón le concedo a usted que elija entre las varias formas de afrontar la pena capital. ¿Cómo quiere usted morir?» Contestó el reo: «Señor juez: lo más viejo que se pueda». Raramente se llega a renunciar a la idea de que uno sigue siendo joven. Una forma de no envejecer consiste en aceptar de corazón, sin ningún resentimiento, el peso y pesadumbre de los años, sabiendo, por ejemplo, retirarse en el momento oportuno, sabiendo ceder el lugar, el mando y la función; sabiendo ser para las nuevas generaciones y promociones, en lugar de estorbo, una ayuda, un aliento, no un rival.
Ser viejo, en el peor sentido de la palabras, es el modo en que es viejo un vino no añejo, sino avinagrado. Hablando de edificios, de damascos o de consolas diríamos viejos, no antiguos. Viejo es lo que es ruinoso, lo que tiene desconchados. Antiguo es el que tiene pátina, solera o majestad. Me considero antiguo, un «clásico», un «vintage» apreciado, e valor estimativo inapreciable, en la sala de un coleccionista. En el ocaso de la vida, la vejez posee sus valores propios que nuestro mundo desestima o los ignora. La sabiduría del buen sentido que es, incluso, reconocimiento documentado de la propia ignorancia, olvido sabio de lo que un día se aprendió, la fidelidad y la aceptación, la convicción de que más vale perdonar que tener razón, la serenidad que no es indiferencia, la benignidad que no es falta de coraje, cierta oposición que no es sistemática, sino oposición razonada; no se inspira en resentimiento, sino en la experiencia, no es mordaz; cierta oposición a las nuevas generaciones, que no es hostilidad sino orgullo cronológico, una forma tal vez penosa, pero muy útil, de cooperación. La vejez, que no es vejez, sino una vida renovada durante más tiempos. «Yo no he envejecido; solo he conocido varias juventudes sucesivas» (Lacordaire). Hay una porción de cosas que el tiempo nos las vuelve muy apreciada; una joya, una biblioteca, una madera, ¡la amistad!
La Biblia estima que llegar a viejo, es una de las mayores bendiciones del cielo. «Esfuérzate con tiempo para llegar a ser viejo, si deseas ser viejo durante mucho tiempo» (Cicerón). Nada importa, bien lo sabemos, vida larga o breve. «La verdadera ancianidad es una vida inmaculada» (Sab 4,9). Nada importa tampoco el paso del tiempo para quien cree en la eternidad. ¡Queda tanto porvenir en la otra vida... la fe promete tanto futuro, que los años transcurridos, por muchos que sean, sólo ofrecen una medida infinitesimal de contraste. Tampoco importa nada que el hombre exterior se corrompa, si el hombre interior se renueva.
Mi edad avanzada me ha enseñado a preterir la quimera del «hubiera sido otro» más de acuerdo con el Abundio Camacho Miranda que debí haber sido. ¿Quién hubiera deseado ser? Ningún otro. Sólo Abundio Camacho Miranda, sacerdote por una dignación de Dios. La edad me ha dejado claro que «saber» es fácil. Te llenas la cabeza de información, el alma de frases hechas, los nervios de reflejos condicionados y con esos esquemas vas recibiendo y acomodando las experiencias. Vivir es lo difícil. Me pasé la vida estudiando, pensando, aprendiendo; esto es y sigue siendo fácil. Todo lo que amas es fácil, porque lo eliges. pero no eliges vivir... por eso es difícil, es la sorpresa de la ocurrencia, eso que te salta y te asalta, que te abraza, que te araña. Difícil. Y mucho más, aprender a vivir. para eso vivimos, para aprender a vivir captando, alerta, cada instante, cual plenitud de eternidad aquí y ahora.
Decía un sabio budista que nosotros, los occidentales, nunca vivimos. Alguien sorprendido y lastimado preguntó: «¿Por qué se expresa así?» «Es que corren constantemente —contestó el maestro—; aun cuando aparentemente descansan, la cabeza corre, siempre está en el momento siguiente, en el próximo éxito, en la conquista de mañana, en la ganancia del fin de mes, en el viaje de vacaciones. De modo que nunca viven lo que viven. Cuando están en la playa y se dejan acariciar por el sol, la brisa marina y el límpido cielo, en realidad, la cabeza está en otro lado, en alguna oficina, en alguna compra y venta, en alguna transacción o en quién ganará la competencia». «Y usted maestro, ¿cómo vive?», pregunta confundido alguien de los presentes. El maestro contesta: «Yo, cuando como como; y ahí me concentro porque soy yo y eso es ser yo. Cuando bailo, soy el baile, nada más que ese baile. Y cuando juego, juego y lo hago con plenitud y no como medida para pasar el tiempo y no aburrirme». El que vive lo que hace, nunca se aburre, porque alcanza la plenitud en todos los momentos del suceder existencial.
Me considero un constante mimado de la gracia de Dios. Me regocijo en los últimos fulgores esplendentes de mi ocaso. El atardecer de la vida trae consigo su lámpara; trato de conservar, por mis «tardes» la frescura de mis «mañanas». Me entrego en sus manos y me acojo a su amparo. Señor, hermano Sol, cuando te plazca, coloca mi tarde donde tú concluyas. Sé que la vida es un incesante juego de ajedrez y un constante jaque de la muerte; ésta, solo el mate. Mientras dura el juego, me dispongo a que en mí se cumpla la voluntad de Dios. Acato el designio que tenga para mí. A él me dirijo para confiarle el último acto de mi libertad".
No me canso de leer y releer estas líneas escritas por el padre Abundio que me invitan a amar la vida y creo que vale la pena que no solo yo, sino todos, cualesquiera que sea nuestra condición de edad y de salud, las leamos y las hagamos oración.
¡Gracias padre Abundio «el bueno» por tu testimonio, tu alegría y tu juventud acumulada en ese gran corazón!
Padre Alfredo.
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