sábado, 29 de diciembre de 2018

«La profecía de Simeón»... Un pequeño pensamiento para hoy


Los textos de los dos primeros capítulos del evangelio de san Lucas, llamados «evangelios de la infancia», están, en gran parte, confeccionados por comentarios recogidos del autor y montados sobre afirmaciones proféticas del Antiguo Testamento, pues la fe ha visto en los primeros hechos de la vida de Cristo entre nosotros, el cumplimiento de las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento. Se ha cumplido lo que anunciaban los profetas, los oráculos, los salmistas: el Mesías ha venido a salvarnos, a redimirnos, a traernos vida nueva. La Iglesia nos invita a que «cantemos la grandeza del Señor» con el salmista (Sal 95 —96 en la Biblia) porque Cristo es la presencia salvadora de Dios en medio de su pueblo y para ser llevado a todas las naciones: «... que le cante al Señor toda la tierra... su grandeza anunciemos a los pueblos; de nación en nación, sus maravillas». Los antiguos signos de esta presencia ya iniciada hace tiempo en Israel, son nuevos y definitivos: María santísima es la nueva arca de la alianza, a su paso es reconocida la llegada del Señor a toda la tierra, «...hay gran esplendor en su presencia y lleno de poder está su templo».

En el texto evangélico que leemos hoy (Lc 2,22-35) , atestigua esto Simeón —y lo atestiguará de igual manera Ana— en el día de la presentación del Niño Jesús al templo en el día de la purificación de María. Simeón —y Ana de la misma manera por supuesto— personifica la espera de Israel cumplida plenamente en esta llegada del Señor al templo. Un ofrecimiento que inaugura una nueva liturgia, un nuevo culto verdaderamente agradable al Padre: el de la obediencia, el de la fidelidad a toda prueba. En el marco oficial del templo, en donde se entonaban salmos como el que hoy tenemos, y en el rito legal de la presentación, Jesús, desde su condición de niño recién nacido, expresa su ofrecimiento al Padre, la ofrenda de su persona y de su vida que inaugura su sacrificio: ¡Jesús nació para morir por nosotros! Cristo es ofrecido como Hijo fiel al Padre que en todo cumplirá su voluntad ofrecido por María, Madre y Corredentora. Así, a la vez que el texto evangélico de hoy atestigua el cumplimiento de la esperanza de Israel, anuncia ya el cumplimiento de la misión redentora de Cristo según acostumbra a hacer san Lucas en estos primeros capítulos: Cristo aparece como luz de las naciones, salvador de todos los pueblos; pero también como un pequeño niño que será «signo que provocará contradicción, para que queden al descubierto los pensamientos de todos los corazones» (Lc 2,34). María recibirá junto a José estas palabras junto a la premonición de que «una espada de dolor» le atravesará el alma. Un espada que sin duda es la pasión y muerte de Cristo. 

Celebrar la Navidad con Cristo es contemplar todo esto como un regalo llegado de lo alto. ¿Aceptamos esa espada que pone el dedo en la llaga del amor? ¿No se queda esta época solo en lucecitas de colores que crispan, en comidas que causan muchas veces indigestión o en vistosos regalos que hay que ir a cambiar por algo que guste? ¿Aceptamos y vivimos la Navidad desde esta perspectiva que hiere al corazón —como al de María— que ama a Cristo? Porque bien sabemos que, «sin dolor, —como dicen por ahí— no hay amor». Habrá dolor sin amor —y ciertamente lo hay— pero no hay amor sin dolor; no puede haberlo en esta etapa de la vida que nos toca vivir aquí en la tierra. Vivir la Navidad es implantar el amor que el pequeño Niño nos ha traído en el propio corazón, reduciendo progresivamente el egoísmo, arrinconándolo hasta aniquilarlo —como Simeón y Ana— cuando acabemos de dar la vida con amor. El mismo Cristo, que hoy es presentado en el templo, dirá mucho más adelante: «A mí nadie me quita la vida, yo la doy porque quiero» (Jn 10,18). Y, en esto del amor al estilo del Niño de Belén, es cuestión de estar empezando siempre. ¡Bendecido sábado junto a María, José y el Niño! 

Padre Alfredo.

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