Yo creo que muchos recordamos ese canto tradicional que dice: «El Señor es mi luz y mi salvación, el Señor es la defensa de mi vida, si el Señor es mi luz, a quién temeré, quién me hará temblar...» Pues es el salmo responsorial de hoy viernes, el salmo 26 (27 en la Biblia). El mundo en el que vivimos, es un mundo de ciegos en el que hace falta la luz, pero no toda esa que se desborda ante nuestros ojos en estos días de Adviento y Navidad en fulgurantes colores que crepitan por doquier, sino la luz interior que solo trae Aquel a quien esperamos. Muchos hombres y mujeres de hoy, van ciegos por la vida, sumergidos en la oscuridad de sus nebulosos corazones, viviendo al margen de Dios. Ciertamente que todos somos barro si vivimos desde nosotros mismos, pero podemos ser hombres y mujeres con vida y con luz, cuando vivimos estos días en la espera del Señor. El salmista reconoce hoy que la luz solo puede venir del que se acerca a nosotros como a los dos ciegos del Evangelio (Mt 9,27-31) para calmar sus ansias de ver.
Sin la luz del Señor, no nos conocemos, no sabemos quiénes somos, no tenemos identidad ni podemos ver quiénes son los otros. Sin su luz es imposible salir de las tinieblas a la luz maravillosa que llena de esperanzas la vida. Sin su luz es imposible contemplar su divino rostro. En Cristo Jesús, a quien esperamos esta Navidad y quien vendrá por segunda vez a juzgar nuestras vidas según nuestras obras, podemos ver ese divino rostro que en la antigua alianza nadie podía contemplar y permanecer con vida. Inspirados por el salmista, podemos pensar en estos días de Adviento en los que buscamos la luz: «¿Qué otra cosa puedo hacer el resto de mis días, si no es buscar ese rostro y desear esa presencia? ¡Ven Señor Jesús, ven y abre nuestros ojos, llénalos de luz para que podamos ver tu divino rostro! Hace poco leí en un libro el testimonio de una señora invidente llamada Dolores que decía: «Soy invidente. A los 12 años mis padres me internaron en la obra de «Santa Lucía». Allí recibí todo lo que ahora soy. Tengo fe, humor y alegría. Siempre estoy cantando o tarareando alguna que otra canción y a punto de reírme y ofrecer una sonrisa. A veces me pregunto: «qué hubiera sido de mí sin la ayuda de la fe y sin la alegría que siento en mi interior, ante la infinidad de dificultades de todo orden que he debido soportar y superar, siendo invidente desde tan joven?». ¡Esta mujer ve con mucha más claridad que mucha gente de nuestro tiempo!
Si queremos disfrutar de la luz que nos trae la salvación, necesitamos abrir los ojos y vivir en la atmósfera de este salmo de confianza, que comienza con el primer párrafo en el que el escritor sagrado deja ver que ha perdido todo temor. Solo cuando se tiene la luz deja de haber temor alguno que nos invada o moleste y es cuando se puede ver con claridad y tener el coraje de arriesgarse, sufrir y vencer, como Dolores y muchos más que, como el salmista, con la luz del Señor, encuentran el equilibrio entre los altibajos de la vida real. El salmista «abre los ojos de su corazón agradecido» y conversa consigo mismo acerca de sus privilegios (vv. 1-6); conversa con el Señor acerca de sus problemas (vv. 7-12) y conversa nuevamente consigo mismo acerca de la perseverancia (vv. 13-14). En Adviento vamos de camino y vivimos a la espera. El salmista nos dice: «Ármate de valor y fortaleza y en el Señor confía». Seamos tan valientes como lo fue María, pidámosle a Ella que sostenga con la claridad de su «sí» nuestro vacilante y a veces ciego corazón, en una anhelante y paciente espera de la llegada del Señor que viene a abrir nuestros ojos, conforme a nuestra fe, como a los dos cieguitos del Evangelio de hoy. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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