sábado, 8 de diciembre de 2018

«La Inmaculada Concepción»... Un pequeño pensamiento para hoy


La fiesta de la Inmaculada Concepción, irrumpe el Adviento que estamos celebrando como para que todos nos llenemos de alegría y esperanza por las maravillas que hace el Señor. Hoy no sólo es la fiesta de una mujer, María de Nazaret, concebida por sus padres ya sin mancha alguna de pecado porque iba a ser la madre del Mesías. Es la fiesta de todos los que nos sentimos de alguna manera representados por ella. La Virgen, en este momento inicial en que Dios la llenó de gracia, es el inicio de la Iglesia, o sea, el comienzo absoluto de la comunidad de los creyentes en Cristo y los salvados por su nacimiento, cuya fecha ya se acerca y por la promesa que nos hizo por su Pascua, de volver a retornar glorioso para llevarnos a contemplarle cara a cara cuando se clausuren los siglos y comience la eternidad. La Virgen María, en el momento de su elección radical y en el de su «sí» a Dios, fue —como diremos en el prefacio de hoy— «comienzo e imagen de la Iglesia». Cuando ella aceptó el anuncio del ángel, de parte de Dios, se puede decir que empezó la Iglesia: la humanidad, representada en ella, empezó a decir «sí» a la salvación que Dios le ofrecía con la llegada del Mesías. ¡Qué maravilla! Tenemos en María una buena Maestra para este Adviento y para la próxima Navidad. 

Como cada día de este ciclo litúrgico 2018-2019, quiero ir al salmo responsorial, que hoy es el 97 (98 en la Biblia) y contemplar desde el corazón del salmista el gozo de esta fiesta mariana. El salmo 97, está metido en un conjunto de salmos —del 96 al 99— que alaban la grandeza de Dios y su obra creadora: «Cantemos al Señor, un canto nuevo, pues ha hecho maravillas» dice el salmista. La Iglesia recurre a este salmo en la fiesta de la Inmaculada porque, ¿a poco no es una maravilla la elección que el Señor ha hecho de María como Madre del Salvador? ¿a poco no es una maravilla que la haya preservado de pecado teniéndola toda pura para ser el recipiente del Mesías libertador? Ante nosotros tenemos la soberanía y santidad de Dios en este salmo que nos dice que «la tierra entera ha contemplado la victoria de nuestro Dios» y hoy reconocemos que la ha contemplado en el regalo maravilloso que nos ha hecho a través de María Inmaculada al habernos dado a Jesús. Gracias a la respuesta de María a la voluntad del Padre, por una parte, Jesús comenzó su reinado y su triunfo y por otra esperamos, con Ella, la venida definitiva de su Hijo al final de los tiempos, cuando lo aclamaremos como Rey Juez triunfador ante la conclusión definitiva de su obra salvífica, y en esto nos asemejamos a ese pueblo de Israel al que Dios ha demostrado «su amor y su lealtad». 

En María Inmaculada, llena de gracia, plenamente santa, comienza la victoria. Ella fue preparada por el Señor de manera única y extraordinaria, haciéndola Inmaculada. Tanto le importa a Dios preparar nuestros corazones para recibir las manifestaciones de su presencia y todas las gracias que Él desea darnos, que vemos lo que hizo con la Santísima Virgen María. Ella fue concebida inmaculada, sin mancha de pecado, sin tendencias pecaminosas, sin deseos desordenados, su corazón totalmente puro, espera, ansía y añora solo a Dios. Toda esa acción milagrosa del Espíritu Santo en ella tuvo un propósito: prepararla para llevar en su seno al Salvador del mundo. Eso es lo que requiere ser la Madre del Salvador. Todos los acontecimientos de la vida de María Santísima, desde el anuncio del ángel que hoy nos narra la liturgia (Lc 1,26-38) hasta la perseverancia en oración con los Apóstoles antes de su muerte y de ser llevada al cielo, pueden comprenderse a la luz de un corazón puro, limpio, inmaculado, que le hace palpar el sentido de las cosas y el signo de la presencia de Dios incluso en donde, humanamente, podía parecer que no había ningún sentido o que Dios se había ocultado de alguna manera. Incluso antes de que el arcángel la visitara en Nazaret, la podemos contemplar toda pura, sin mancha alguna esperando la venida del Redentor. Si las Escrituras nos dicen que Simeón «esperaba la consolación de Israel» y que José de Arimatea «esperaba el reino de Dios», podemos imaginarnos como María, la Inmaculada, esperaba tan ardientemente al Mesías del que los salmos hablaban maravillas. Lo esperaba con tanta fuerza y anhelo que mereció ser la escogida para tenerle en su seno, siendo así la más «bendita entre las mujeres». Hoy quiero invitarles a dirigirnos a Ella celebrando las maravillas que el Señor ha hecho gracias a la pureza de su corazón y quiero hacerlo con ustedes recurriendo a unas palabras de San Juan Pablo II: «Ruega por nosotros, Madre de la Iglesia. Virgen del Adviento, esperanza nuestra, de Jesús la aurora, del cielo la puerta. Madre de los hombres, de la mar estrella, llévanos a Cristo, danos sus promesas. Eres, Virgen Madre, la de gracia llena, del Señor la esclava, del mundo la Reina. Alza nuestros ojos, hacia tu belleza. Amén» ¡Feliz y bendecida fiesta de la Inmaculada! 

Padre Alfredo.

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