miércoles, 12 de diciembre de 2018

«Nuestra Señora de Guadalupe»... Un pequeño pensamiento para hoy


Desde el siglo XVI hasta ahora, 26 papas de la Iglesia han tenido un gesto hacia nuestra Señora de Guadalupe, «La dulce Morenita del Tepeyac». Entre el 9 y el 12 de diciembre de 1531, diez años después de la conquista del imperio Azteca por los españoles, la Virgen de Guadalupe se apareció en cuatro ocasiones al indio Juan Diego, en el Cerro del Tepeyac, al norte de la capital mexicana, para solicitarle que en ese lugar se le erigiera un templo y, desde 1644, los papas han tenido gestos de veneración a la Virgen de Guadalupe comenzando con el papa Urbano VIII, quien concedió la indulgencia plenaria a los que visitaran el Santuario durante la fiesta del 12 de diciembre. En 1754 Benedicto XIV proclamó la fiesta del día 12 de diciembre como patrona de México. El 24 de agosto de 1910, San Pío X la declaró «celestial Patrona de la América Latina». Pío XI la hizo patrona de todas las Américas y la declaró también como patrona de Filipinas. Pío XII la llamó «Emperatriz de las Américas». Juan XXIII dijo que ella era «la misionera celeste del Nuevo Mundo y la Madre de las Américas». Pablo VI, en 1970, envió un mensaje televisivo, vía satélite, como homenaje a la Virgen y en ocasión del 75 aniversario de la Coronación Pontificia. En 1999, san Juan Pablo II declaró el 12 de diciembre «Fiesta para todo el continente de las Américas». Benedicto XVI la invocó en los jardines vaticanos como Madre de los hombres y mujeres del pueblo mexicano y de América Latina y para el Papa Francisco la devoción por la Guadalupana es algo «inexplicable» que «viene de Dios», pues «hasta los ateos mexicanos —expresa el Papa— dicen que son guadalupanos». 

Con razón la liturgia de este día recurre al salmo 66 para expresar, basándose en las palabras del salmista, el amor universal a la Madre de Dios. Los salmos, en la liturgia de la Iglesia, son al mismo tiempo memoria y celebración. Son cánticos y poemas que señalan los puntos fuertes de una acción salvífica. De alguna manera podemos decir que son una recapitulación del inmenso amor que Dios, en su infinita misericordia tiene a la humanidad. Este salmo 66 (67 en la Biblia) es uno de los que más se abre al horizonte de todos los pueblos. Yahvé «el verdadero Dios por quien se vive» no es un dios local de Israel, sino el Dios de todos lo pueblos. Al desear que todos los pueblos conozcan y alaben a Yahvé, el salmista anhela compartir con toda la humanidad los tesoros del Creador. ¿Y qué tesoro más grande que su Madre puede haber? Este salmo es entonces el salmo de la bendición del amor de Dios que la Iglesia toma en este día guadalupano para agradecer el regalo de las apariciones de su Madre en América y el regalo de su imagen en donde ha quedado perennemente el sello de su amor: «La tierra ha dado su fruto» (Sal 66,7). En esta imagen del salmo los Padres de la Iglesia han sabido reconocer a la Virgen María y a Cristo, su Hijo. Ellos nos dicen que «la tierra es santa María, la cual viene de nuestra tierra, de nuestro linaje, de este barro, de este fango, de Adán. Esta tierra ha dado su fruto: primero produjo una flor, luego esa flor se convirtió en fruto, para que pudiéramos comerlo, para que comiéramos su carne: «el Hijo, de la Madre; el fruto, de la tierra» (S. Jerónimo, Breviarum in Psalm. 66: PL 26,1010-1011). También nosotros hoy, exultando por el fruto de esta tierra, decimos: «Que te alaben, Señor, todos los pueblos» (Sal 66,4. 6). Proclamamos el don de la redención alcanzada por Cristo, y en Cristo, reconocemos su poder y majestad divina. 

Hoy nos sentimos bendecidos por el Señor ante la imagen de su Madre vestida de Guadalupana y como Isabel y con ella exclamamos: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!» (Lc 1,39-48). Millones acuden su la Insigne Basílica y cada día del año parece ser de fiesta en este bendito lugar en el que he pasado hasta esta madrugada largas y deliciosas horas. Desde ayer, como ríos, ha corrido la gratitud de millones de fieles que peregrinan para alabar al Señor que nos ha dejado a su Madre viviendo en este cerrito del Tepeyac. En su Basílica y más allá de sus muros, no solo en este día, sino siempre, desde aquel venturoso 12 de diciembre de 1531, ella reúne a todos los pueblos de América y a gente de muchas otras partes del mundo para celebrar en la mesa del Señor, en donde todos sus hijos podemos compartir y disfrutar, la unidad de toda la humanidad en la diversidad de sus pueblos, lenguas y culturas. Ella nos conducirá siempre a su divino Hijo, el cual se revela como fundamento de la dignidad de todos los seres humanos, como un amor más fuerte que las potencias del mal y la muerte, siendo también fuente de gozo, confianza filial, consuelo y esperanza. A Él esperamos en esta Navidad recordando su primera venida y hacia su encuentro nos dirigimos cuando vuelva a venir. ¡Bendecida fiesta guadalupana! 

Padre Alfredo.

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