El Adviento es un momento para reconocer nuestra pequeñez y suavizar las asperezas del orgullo y de la vanidad haciendo espacio para que venga Jesús a nuestras vidas. A lo largo del camino del Adviento, la luz que disipa la oscuridad nos va revelando poco a poco que Dios es Padre y que su paciente misericordia y fidelidad es más fuerte que las tinieblas y que la corrupción que invaden este mundo. Dios no conoce los arrebatos de las prisas del hombre y la impaciencia que parece llenar su corazón; Dios está siempre ahí, como Padre bueno y cariñoso que nos ama, esperando que hagamos un alto en el vertiginoso devenir de nuestros días. «Bueno es el Señor para con todos», cantamos hoy en el salmo responsorial tomado del salmo 144 (145 en la Biblia). Por eso, como digo, el Adviento es un tiempo para reconciliarnos con nuestra pequeñez, porque solo desde esta condición es como podemos captar la bondad del Padre que nos envía a su Hijo para salvarnos. Me parece que la mentalidad reinante nos lleva a no estar contentos con nuestra pequeñez y porque por ahí va la línea que sigue hoy el salmista para alabar a Dios reconociendo sus proezas, su esplendor y la gloria de su reino.
Los hebreos llaman a todo el Salterio —conjunto de los salmos— «Tehilím», que quiere decir «Alabanzas», este salmo es el único que lleva en el título esta palabra, pues el escritor sagrado lo titula: «Alabanza de David» y con él se inicia la última serie de salmos en la Biblia —que va del 145 al 150— cuyo tema central es la alabanza al Señor. El salmista, desde su pequeñez, hace una oda magnífica a la omnipotencia, pero sobre todo a la bondad sin límites del Señor; por eso algunos rabinos, al hablar a nuestros hermanos judíos de la recitación de este salmo en sus alabanzas dicen: «El que recite tres veces al día la “Alabanza a David”, puede estar seguro de que es hijo del mundo por venir”, por eso para el cristiano, es un salmo muy propicio para rezar en el tiempo de Adviento. Contemplar a Jesús, que viene a meterse en nuestra historia, viviendo su pequeña vida singular, tejida con los hilos de las circunstancias casuales con que se teje toda historia, hace nacer la esperanza de este tiempo que la liturgia nos marca para prepararnos a celebrar la Navidad y para alentarnos a anhelar la segunda venida de Cristo. Porque es precisamente el tiempo para ver la bondad del Señor y no exigirle para sí nada especial, sino el vivir una vida completamente ordinaria y común como cualquiera, esperando su venida, lo que le da a toda la existencia, a la de cada uno, un valor inmenso.
Desde esa pequeñez del salmista puedo ver al pueblo de deportados, despreciados, explotados, perdidos en la gran Babilonia pagana y del mundo actual. La pequeñez de María, una chiquilla de una aldea casi desconocida, portadora del Misterio de Dios. La pequeñez de los «Anawin», los pobres de Yahvé, gente humilde y sencilla entre la que se encontraba Juan el Bautista, que esperaba ver la bondad del Señor en la llegada del Mesías al que le toca anunciar. La pequeñez de los que somos creyentes y caminamos en este Adviento contemplando la bondad del Señor. El papel del Bautista (Mt 11,11-15) en la obra redentora de Dios vuelve a cobrar viva realidad en cada Adviento, «pues la fuerza de Juan va delante de nosotros cuando nos disponemos a creer en Cristo» (San Ambrosio , Comentario a Lc 1,17); y cuando nos disponemos, llenos de fe, a celebrar en la liturgia la venida de Cristo y, como Juan, nos hacemos heraldos de la bondad del Señor. En el mensaje de Adviento de la Iglesia no reinan ya las tinieblas que reinaron durante tantos miles de años de irredención, sino que arde jubilosa la luz de una salvación que viene de la bondad de Dios en la gloria de su Reino. La bondad de Dios se hace visible en Cristo. Así, en el Adviento esperamos y a la vez anunciamos lo que ya poseemos: la bondad de Dios, que se manifiesta en medio de las potencias del mal que están activas hasta el final de los tiempos. Juan Bautista, desde su pequeñez, al igual que el salmista que nos invita a alabar al Señor desde nuestra pequeñez, nos invita, como a sus discípulos, al combate, dándonos ejemplo de una vida dura y asceta, porque no se construye el Reino en la facilidad, la molicie, o el dejar hacer. Su Reino, que es para siempre —como nos recuerda el salmo de hoy—, su imperio, que es para siempre, se construye desde nuestra pequeñez. ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico!
Padre Alfredo.
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