lunes, 3 de diciembre de 2018

«Al encuentro del Señor»... Un pequeño pensamiento para hoy


El Adviento es un tiempo que no puede estar marcado mas que por una «alegre espera» que aspira al encuentro con el Señor. En el Adviento salimos del confort y nos ponemos en camino para buscar al Señor que ya llega en una Navidad más de nuestras vidas sin olvidar que regresará al final de los tiempos. Entre el ir y venir de la euforia de este mes de diciembre en los días previos a los festejos navideños, cargados de tanta parafernalia, escuchamos las voces y las pisadas de tantos hombres y mujeres que sienten dentro un deseo de algo más de lo que el mundo ofrece y por eso no se quedan cautivados, caminan buscando. Lo que alcanzamos a ver con nuestros ojos no agota lo que Dios nos tiene preparado al encontrarnos con él. El Espíritu nos empuja, en estas cuatro semanas, a caminar con capacidad de sorpresa. «¡Vayamos con alegría el encuentro del Señor!», nos dice hoy el salmista (Sal 121) invitándonos a subir a Jerusalén, cuyo nombre significa «Ciudad de paz». Este salmo, que está entre los conocidos como «salmos de las subidas o de la peregrinación», expresa el sentimiento del caminante que va al encuentro del Señor y, en concreto, a Jerusalén, en donde estaba en aquellos tiempos el Templo en donde se entraba en comunión con Dios y con los hermanos en la fe. 

Los judíos piadosos amaban la ciudad de Jerusalén, no solo por su belleza arquitectónica tan especial —que aún en la vieja Jerusalén se conserva— ni por lo imponente que resultaban algunas de sus edificaciones, sino también porque era el corazón de la vida religiosa del pueblo con su asombroso Templo al que todos debían peregrinar porque allí estaba el tabernáculo y el arca de la alianza de forma permanente. Hacia ella se dirigían en peregrinaciones cantando salmos acompañados de la cítara, el pandero, el arpa y el laúd entre otros instrumentos. Jerusalén era como el faro que iluminaba a todos los integrantes del pueblo de Israel. Como un faro situado en una montaña alta, para que todos lo vieran desde lejos. Ellos entendían que desde allí, Dios enseñaba sus caminos, y el pueblo se llenaba de contento al peregrinar a la Ciudad Santa dispuesto a seguir los caminos de Dios, la palabra salvadora que brotaba de Jerusalén. Hoy los discípulos–misioneros de Cristo sabemos que Dios quiere salvar a todos, sea cual sea su estado anímico, su historia personal o comunitaria. En medio del desconcierto general de la sociedad y sus distractores, él quiere orientar a todas las personas de buena voluntad y señalarles los caminos de la verdadera salvación. El faro es —debe ser— ahora la Iglesia, la comunidad de Jesús que anuncie al mundo la Buena Noticia de su Evangelio. 

Nosotros también, como aquel pueblo, somos caminantes, viajeros, miembros de una Iglesia «peregrina», una comunidad que va en camino hacia el encuentro con el Padre que nos abre su corazón en su Hijo Jesús, nuestro Salvador. Siempre estamos caminando a su encuentro y en el tiempo de Adviento acentuamos esto más. ¡Qué maravilloso será encontrarse con él cara a cara!, aunque sabemos que, como repetimos al unísono cada vez que celebramos la Eucaristía: «Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa». Hoy nos recuerda esto san Mateo en el Evangelio (Mt 8,5-11). EL evangelista nos dice que ante la actitud del oficial romano que reconocía su indignidad, Jesús se quedó «admirado». Eme parece que es la única ocasión en que el Evangelio dice que Jesús se halla admirado. Más bien era él el que despertaba la admiración de sus conciudadanos. Recordemos cómo su padre y su madre estaban «admirados» de las cosas que se decían de Él (Lc 2,46-48). O cómo los discípulos se quedaron «admirados» al verle secar la higuera (Mt 21,18-19) o mandar a los vientos aquietarse (Mc 4,35-40). O cómo dejó admirados a fariseos y herodianos cuando respondió a su pregunta de si era lícito pagar el tributo al César (Lc 20,22)... pero ahora, es él quien se admira. Y se admira de un pagano, no de ninguno de sus discípulos, no de ningún acontecimiento espectacular, no de ningún superdotado. ¿Qué es lo que hace que Jesús se admire? La fe. La fe es lo único capaz de despertar su más profunda admiración. Y también la nuestra. Porque la fe es un milagro, creer en la omnipotencia de Dios. Como el centurión. Hace falta tener fe para admirarnos, hace falta meditar en la fe de aquellos peregrinos que subían a Jerusalén para llegar a los atrios de su Templo, hace falta tener fe para vivir el Adviento en plenitud, si lo hacemos, puede que también nosotros dejemos admirado a Jesús. Que el Señor abra nuestros oídos y nuestros corazones y que María Santísima no acompañe en nuestro peregrinar de cada día. ¡Bendecido lunes! 

Padre Alfredo.

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