Ayer, contemplando a Jesús niño en el pesebre, recién nacido, a través del martirio de San Esteban, evocábamos el valor de la Redención y la cruz de Cristo. Hoy la liturgia de la palabra nos invita a meditar en la Resurrección, a través del testimonio de San Juan, Apóstol y evangelista. Y es que celebrar la Navidad no es para quedarnos en el «Jesusito, niñito Dios». La fiesta misma de Navidad no es un infantilismo, sino una cuestión de fe, y sólo la vida de fe nos permitirá interpretar y superar los «signos» materiales del Nacimiento, para acceder al «misterio» que se esconde detrás de este niño recostado en un pesebre. El salmista de hoy (Salmo 96, —97 en la Biblia—), habla de Dios porque no puede imaginarse al mundo sin Dios, noción suficiente para apuntalar un seguimiento comprometido del Salvador cuyo nacimiento no es un sueño, un fruto de la imaginación. San Juan en su primera carta nos dice: «Esta vida se ha hecho visible y nosotros la hemos visto y somos testigos de ella. Les anunciamos esta vida, que es eterna, y estaba con el Padre y se nos ha manifestado a nosotros» (1 Jn,1-4). Esta vida eterna que estaba junto al Padre —esta Palabra de vida— mediante la cual Dios se expresa a sí mismo, de una manera absoluta, perfecta, se manifestó, se hizo visible.
No es de extrañar que el salmo responsorial de la Misa de hoy nos invite insistentemente: «alégrense, justos, con el Señor... Amanece la luz para el justo y la alegría para los rectos de corazón». Para los que se saben amados y salvados por Dios todo es luz y gozo, alegría del corazón en esta Navidad. Al mirar al recién nacido, nos comprometemos a arrancarnos de nosotros mismos y a ponernos en vanguardia de la lucha para hacer crecer en nosotros al hombre nuevo y construir la nueva humanidad que hoy es buscada inútilmente por muchos caminos equivocados. Nuestra alegría está en el Señor, Él nos anima a despertar en nosotros la esperanza, a no dudar, a estar ciertos, porque él ha puesto ya en nosotros y en el mundo la alegría, la justicia, la paz y el amor universal sin límites. Así, al contemplar al pequeño que en el pesebre está envuelto en pañales, no hemos de pensar sólo en la entrañable escena del Divino Niño que nace adorado por pastores y magos. Ese Niño es el que con su muerte pascual nos conseguirá la salvación y la vida. La Navidad, cuando se profundiza, nos lleva necesariamente hasta la Pascua.
La fiesta del apóstol y evangelista san Juan, celebrada en este tiempo hermoso de la Navidad, nos hace percatarnos de que estos días no se trata sólo de cantar villancicos, ver los adornos de luces e intercambiar regalos, degustar las tradicionales comidas de estos días y gozar de la peña familiar o con amigos. Que todo eso estará bien para quienes se toman en serio su fe de cristianos, si corre parejo con una actitud de un compromiso serio con el Señor, para llevar su Palabra a quienes no la han escuchado o recibido, para testimoniar su amor entre los humildes, los pobres y los sencillos. Todo como lo hicieron los apóstoles. En esta Navidad, la figura ejemplar de Juan el evangelista es un llamado a nuestra responsabilidad de cristianos. Por eso insisto en que no basta cantar y gozarse ante el pesebre; en que no se trata sólo de contemplar la belleza y la ternura de la Navidad, cuando el Hijo de Dios reposa dormido y confiado recostado en el pesebre o en el regazo de su joven madre, la virgen María. Hemos de convertirnos en heraldos, por la vida y por la palabra, del Verbo de Dios hecho ser humano, cuyo nacimiento celebramos en ocho días de fiesta —la octava de Navidad— como si fuera un solo día. Ser «discípulo amado de Jesús» como Juan, es ser experto en el tema de la Navidad. Sabremos descubrir los signos de Jesús resucitado e interpretar los rumores de la Resurrección si vivimos bien la Navidad. Así, como narra hoy el Evangelio (Jn 20,2-9), donde los demás ven contraindicaciones, nosotros veremos síntomas, huellas, signos. Donde otros veían un robo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto», el discípulo amado «vio y creyó» como hacemos nosotros al contemplar a Jesús niño: «vemos y creemos». ¡Bendecido jueves contemplando a Jesús en la Eucaristía!
Padre Alfredo.
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