En el camino de la fe, desde su inicio hasta las cumbres de la mística, Dios se percibe como un Dios escondido, a quien no podemos poseer pero en quien podemos esperar y confiar. Los salmistas del Antiguo Testamento, tenían pleno conocimiento de esto: «En tus manos encomiendo mi espíritu y tú, mi Dios leal me librarás» apunta hoy el salmo 30 (31 en la Biblia). Dios se revela a través de su misericordia y la palabra lo manifiesta de una forma muy especial en el silencio que lo oculta. Dios se revela necesariamente ocultándose, como se oculta tras la apariencia de un pequeño Niño–Dios recostado en un pesebre. La presencia de Dios puede ser percibida y acogida como ausencia. Por eso experimentar a Dios como ausente es una forma de relacionarse con él. Sentirlo como «carencia», como «vacío», es ya entrar en relación con él. No necesitamos una voz divina que nos ensordezca, sino afinar la sensibilidad espiritual para percibir la misericordia de Dios donde parece no estar y escucharlo en el silencio, como lo escuchó Esteban en su martirio. Ayer fuimos testigos, en la silenciosa aurora de un nuevo día, el nacimiento del Salvador, Cristo, el Mesías esperados desde hacía siglos. Hoy vamos a presenciar el nacimiento del martirio cristiano.
Celebramos el martirio de Esteban porque este Niño que nace es aquel que, por fidelidad al camino de Dios, llegará hasta la cruz; y como él, sus seguidores serán llamados a ser testigos —«mártires»— de la Buena Nueva con la totalidad del testimonio de su vida como discípulos–misioneros de Cristo. Este martirio, no obstante lo cruento, lo celebramos como una fiesta gozosa. Es que, desde la perspectiva de la Navidad, la muerte de Esteban es su nuevo nacimiento, es la participación de la Pascua de Jesús. Recordamos hoy quién fue Esteban y por qué lo lapidaron: él es el hombre abierto que comprende que la Buena Noticia de la fe cristiana significa apertura a todo el mundo, rompiendo el círculo de normas y leyes del judaísmo. Y eso, los fundamentalistas de su tiempo no se lo podían tolerar. Y Esteban destaca porque personalmente creía y vivía totalmente el mensaje de Jesús: él, como Jesús, hace aquello tan difícil de amar a los enemigos con la fuerza de la oración, porque la oración nos hace pedir lo que nosotros no sabríamos pedir sin que Cristo se hubiera encarnado y nacido entre nosotros. «Esteban lleno de Espíritu Santo, fijó la mirada en el cielo, vio la gloria de Dios» (Hch 6,8-10, 7,54-60). ¡Qué hermoso día para pedir en la oración esa «mirada interior» que nos ayude a ver lo invisible!: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado». Esta es la novedad del Evangelio, capaz de suscitar una pregunta, pues hace al hombre capaz de orar y amar a quien le destruye.
Jesús había anunciado las dificultades de la misión que confiaba a sus discípulos. Todo aquel que proclama el Reino de Dios debe estar dispuesto a afrontar la oposición, la contestación. Jesús decía a sus discípulos: «No se fíen de estos hombres. Pues los delatarán a los tribunales y los azotarán... y por mi causa serán conducidos ante los gobernadores y los reyes...» Cuando Sam Mateo escribe esto, que escuchamos hoy en el Evangelio, la persecución era el lote cotidiano de los cristianos, en la Iglesia primitiva. ¡Qué misterios de Dios! ¿Por qué el mundo rehúsa constantemente a Dios? ¿Por qué el mundo rehúsa a los que hablan de Dios y de su misericordia? ¿Por qué los hombres persiguen a los que no desean otra cosa sino comunicarles una buena noticia con el anuncio el Evangelio? El discípulo–misionero de Jesús sólo tiene por tarea hacer el bien y decir cosas buenas. Y sin embargo, suscita la oposición. El caso es que Dios aparece siempre, desde el exterior, como un intruso, alguien para quien en la mayoría de los corazones no hay posada. Aparece como alguien que viene para ocupar todo el espacio, como un inoportuno a pesar que solo está recostado en un olvidado pesebre. El egoísmo del hombre, su deseo de independencia son la causa del rechazo. Se rechaza al amor. Es el rechazo a dejarse tomar por Dios. Rechazo a someterse a Dios. Cuando Dios verdaderamente «reina», como en el corazón inmaculado de María su Madre, que no se lo deja sólo para sí, sino que lo recuesta en el pesebre para que sea de todos, se acaban entonces las pretensiones orgullosas del hombre. No es la ocasión de desarrollar este tema de tono pascual. Simplemente, en silencio, contemplemos el valor del martirio, del testimonio que queremos acerca de este Jesucristo que ahora nos mira simplemente desde el pesebre con sus ojitos bien abiertos... ¡Bendecido miércoles y yo muy de mañana en la inolvidable Sala B del caótico aeropuerto de CDMX esperando mi vuelo a Monterrey!
Padre Alfredo.
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