En el camino de la fe de toda persona, desde su inicio, hasta las cumbres de la mística, Dios se percibe como un Dios escondido a quien no podemos poseer pero en quien podemos esperar y confiar porque se hace encontradizo. Dios se revela al hombre a través de la palabra que lo manifiesta y del silencio que lo oculta, ese silencio que siempre alegra el corazón y lo hace sentirse amado, fuerte y seguro. Es lo que el salmo responsorial de hoy nos recuerda en un trozo entresacado del capítulo 2 del primer libro de Samuel. El contexto de esto es el hecho de que Ana se regocijó en el hecho de que Dios, actuando así, silenciosamente y de forma escondida, le había dado un hijo: Samuel, cuyo nombre significa «escuchado por Dios», porque Ana lo obtuvo por medio de la oración silenciosa al Señor. Ella resultó victoriosa sobre los que se burlaban de su condición por ser estéril, y se alegró en su salvación. La presencia de Dios puede ser percibida y acogida así después del silencio que se hace en el corazón para orar a él sin distracción alguna. A Dios hay que percibirlo como una «caricia silenciosa», para entrar en relación con él en la oración. No necesitamos una voz divina que nos ensordezca, sino afinar la sensibilidad espiritual para avizorar a Dios donde parece no estar y escucharlo en el silencio del corazón en una alegría íntima que nadie puede arrebatar.
Estamos en Adviento, un tiempo privilegiado de oración en donde esperamos que la bondad y la providencia de Dios se revelan totalmente en el silencio. Y, a ese silencio, al silencio de Dios, corresponde el silencio expectante del hombre y puede ser signo de desconcierto, porque no sabemos ni el día ni la hora en que vendrá de nuevo el Señor, es algo que tiene callado, pero ciertamente vendrá para alegrar el corazón. El silencio de Dios, no a pesar, sino precisamente por su complejidad y ambivalencia, se convierte entonces en un espacio de crecimiento espiritual en donde se juega la libertad y la dignidad del hombre que vive de frente ante el misterio de la Navidad y de la Parusía. Este silencio es el de María, que se desborda solamente en la intimidad de la casa solariega de Isabel a la llegada de su visita en que exclama, y en unas cuantas palabras, todo lo que está guardado en el corazón por la grandeza que el Señor ha hecho al haberla llamado a ser la Madre de Dios (Lc 1,46-56). María, nuestra Madre, en realidad recurrió poco a la palabra. Ella vivía la alegría en el corazón y, realmente —sin ser de Monterrey— ¡cuántas palabras se ahorró! Pero, cuánto escuchó al Señor en su corazón y cuánto dejó dicho sin palabras. Cuánto dejó escrito con su vida. Cuánto testificó con sus obras.
María, la Virgen del Silencio, nos enseña a vivir en estos últimos días del Adviento un silencio fecundo y humilde, cuajado de obras y realizaciones que queremos ofrendar al pequeño Niño cuando nazca en Belén y que queremos que encuentre en obras fecundas cuando regrese por segunda vez. Las parcas y profundas palabras del Magníficat que hoy escuchamos, nos aleccionan magistralmente en el difícil arte de decir poco, hacer mucho y orar desde el corazón guardando allí, en primer lugar, lo que es para Dios. Sí, en los umbrales de la Navidad, mientras José y María buscan posada, pienso en el silencio de esta mujer sorprendente que calló para que hablaran las obras del Creador, y para que hablase Dios mismo en ella y en los demás. Su silencio estaba hecho de oración y acción. Un silencio lleno, no vació ni hueco. Un silencio colmado de Dios, de sus palabras, de sus maravillas. María «guardaba todas las cosas meditándolas en su corazón» afirma el evangelista (Lc 1,52). Porque sólo en silencio se pueden comprender las palabras de Dios y «sus cosas». Me quedo pensando: ¡Si yo fuera capaz de lograr más silencios en mi vida, más abierto estaría a la voluntad del Padre y mejor sacerdote sería! Sí, seguro que sí. ¡Me encomiendo y un feliz sábado de la mano de María!
Padre Alfredo.
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