miércoles, 7 de noviembre de 2018

«Vivir el don del temor de Dios»... Un pequeño pensamiento para hoy


Una pequeña frase de la primera lectura de hoy (Flp 2,12-18) me salta a la vista: «Sigan trabajando por su salvación con humildad y temor de Dios» (Flp 2,12). Y es que definitivamente es Dios quien en nosotros hace posible el deseo y la iniciativa para obedecerle y alcanzar la santidad (cf Flp 2,13) por medio de la acción de su Espíritu Santo, dejando únicamente nuestra responsabilidad personal en «seguir trabajando» en ello. Ayer el padre Oscar —un amigo sacerdote que ejerce su ministerio en Puerto Rico, en la pastoral penitenciaria de su diócesis— me envió un extracto de una homilía del recién canonizado obispo y mártir salvadoreño San Oscar Romero: «Un pueblo, un hombre, donde la ternura de Dios se ha disipado, donde interesa que no exista Dios para hacer injusticias, para cometer el pecado que Dios castiga, es inspiración de un ateísmo práctico. Y por eso, ateo no sólo es el marxismo, ateo práctico es también el capitalismo. Ese endiosar el dinero, ese idolatrar el poder, ese poner ídolos falsos para sustituir al Dios verdadero. Vivimos tristemente en una sociedad atea» (San Oscar Romero. Homilía 21 de mayo de 1978, IV p. 250) y esa sociedad, es la nuestra, que no sabe ya lo que es trabajar por alcanzar la salvación con humildad y «temor de Dios». El don del «temor de Dios» consiste en lo más básico que debe recibir un alma para poder acoger a Dios en su vida, no se trata de un temor equivalente a miedo, sino equivalente a la impresión que debe causar en todo el ser, la grandeza de Dios, su belleza, su bondad, etc. y la terrible posibilidad de su ausencia. 

San Agustín nos recuerda que la Escritura nos dice que «El principio de la sabiduría es el temor del Señor» (Sal 110,10) y que hay que alcanzar la salvación con temor y temblor (Flp 2,12) y dice, asemás, que quien carece de temor no podrá ser justificado. El Papa Francisco, hablando de este don, nos ha recordado que «el temor de Dios nos hace tomar conciencia de que todo viene de la gracia y que nuestra verdadera fuerza reside sólo seguir al Señor Jesús y dejar que el Padre puede derramar sobre nosotros su bondad y su misericordia. De esta manera, colmados por el temor de Dios —dice el Papa— somos llevados a seguir al Señor con humildad, docilidad y obediencia (audiencia del miércoles 11 de junio de 2014). El alma que ha dejado que el Espíritu Santo habite en ella y haga morada en su corazón, valora tanto la presencia de Dios hasta el punto de tener «temor» a perderlo. Dios lo ha sido todo para él por lo que perderlo es perderlo todo. Esto lleva a un sano alejamiento del pecado y de las ocasiones de pecar, porque la separación de Dios es peor que cualquier mal, ya que sin Él es imposible alcanzar la salvación. Esto es algo que hay que recordar, con nuestro propio testimonio, a la sociedad «atea», a esta que, más bien, se ha hecho un dios a su medida. ¡Cuántas ocasiones tenemos, al cabo del día, en la vida de familia o en cualquier otra comunidad o ambiente, para mostrar esta actitud fundamental de los cristianos! No se nos piden milagros, solo tener miedo de no corresponder al inmenso amor y a la misericordia y compasión que el Señor nos tiene. Se nos piden cada día detalles de amor y delicadeza con los demás. 

¿No sigue siendo verdad, también en nuestros tiempos, que en las tinieblas brilla como una luz el que en este temor de Dios es justo, clemente y compasivo»? (cf. Sal 111) ¿no comunicamos luz y esperanza a los que viven con nosotros cuando vivimos en el temor de ofender y fallarle a Dios por lo bueno que Él ha sido con nosotros? El don del temor de Dios nos obliga a pensar si el camino vale la pena, si es el adecuado. EL Evangelio de nos recuerda que mucha gente caminaba con Jesús, por eso Jesús se vuelve y deja bien en claro las condiciones para ser discípulos de él (Lc 14,25-3). El discípulo es el que camina en el temor de Dios detrás de Jesús camino a Jerusalén. Muchos caminan con él, pero de hecho pocos llegan a ser sus discípulos–misioneros porque falta esta clase de temor. Por eso Jesús define el discipulado y lo hace en términos extremadamente radicales. Jesús exige a sus discípulos una preferencia radical por su persona, por encima de todas las relaciones familiares: padre, madre, mujer, hijos, hermanos y hermanas; incluso exige poner de lado la preocupación por la vida propia. El discípulo es el que camina detrás de Jesús hacia Jerusalén. El discípulo debe llevar su cruz, la misma cruz que Jesús va a asumir en Jerusalén. El discípulo, como Jesús, no asume una cruz cualquiera, sino la cruz por causa del Reino de Dios a quien teme fallarle no por un miedo humano a quedar mal o a hacer el ridículo, sino en la respuesta de amor al amor que Él nos tiene. Que María Santísima nos mantenga siempre en esa actitud del don de temor de Dios, que implica escucha y espera, para poder ser permeados por el amor de Cristo que nos comparte su cruz y participar un día en la plena comunión con Dios. ¡Bendecido miércoles! 

Padre Alfredo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario