martes, 6 de noviembre de 2018

«Una valiosa invitación»... Un pequeño pensamiento para hoy


San Pablo, que está exhortando —como estamos viendo estos días— a la comunidad de Filipos a la unidad eclesial, cuyo presupuesto básico es la humildad (Flp 2,1-4), les propone ahora, como acicate, un formidable ejemplo: la humillación de Cristo que desemboca en su glorificación en unos versículos que constituyen un precioso himno a Jesucristo (Flp 2,5-11), ciertamente uno de los más significativos y de los que encierran mayor densidad teológica en el Nuevo Testamento. Se suele considerar que este cántico es una expresión de la liturgia cristiana de los orígenes, y para nuestra generación es una alegría poderse asociar, después de dos milenios, a la oración de la Iglesia del tiempo de los Apóstoles. El tema central de esta perícopa es el contraste entre la humillación de Cristo y la gloria de su resurrección, por la que queda constituido Señor de cielos y tierra. San Pablo piensa en el Cristo histórico, en el complejo teándrico (lo que es a un tiempo humano y divino). Jesucristo, como Hijo de Dios, tenía por esencia todos los atributos divinos, pudo haber manifestado exteriormente la gloria, que desde siempre poseía, y, por lo tanto, aparecer glorioso en su humanidad, pero no lo hizo así, sino que hecho hombre, asumió la condición puramente humana, como uno de tantos, cargado con las debilidades comunes a los mortales, excepto el pecado. 

Esta humillación culminó en la obediencia a la muerte de cruz. Y, por este anonadamiento y obediencia, el Padre lo glorificó constituyéndolo sobre toda la creación, y ordenando que toda criatura reconozca a Jesucristo como Señor y como Dios. En Cristo se cumplió, como en ningún otro, lo que él había advertido él mismo a los demás: «El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido» (Mt 23,12). En este Señor, «exaltado sobre todas las cosas», Dios se acerca como Salvador a todo hombre de buena voluntad Muchos le han aceptado; pero muchos también lo han rechazado. La enseñanza del Señor en el Evangelio de hoy (Lc. 14, 15-24) explica esto continuando la de ayer. Jesús narra a sus anfitriones que un hombre dio una gran cena y, cuando ya todo está preparado, todos comienzan a excusarse. Curiosamente las dos primeras excusas son de orden económico: «compré» un campo, «compré» cinco yuntas de bueyes, mientras que la tercera excusa parece más racional: «acabo de casarme»; sin embargo no difiere mucho de las anteriores, porque el casamiento, ayer y hoy, implica tratar complicados asuntos económicos y sociales y gastar hasta lo que no se tiene. La cosa es que los invitados a la cena no responden, lo que provoca la ira del dueño de la casa, el cual toma una extraña e inusitada decisión: invitar a los pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los cojos. Son los mismos que aparecen en el texto que ayer leíamos (Lc 24,13). 

La invitación que se hace al banquete tiene dos espacios diferentes. Primero se invita a los pobres de las plazas y calles de la ciudad y luego a los de los caminos y cercas. Se invita así primero a los de la ciudad y luego a los del campo. Curiosamente a los pobres del campo la invitación es compulsiva, pues son obligados a entrar en la casa donde se celebra la cena. Este hecho nos da una imagen magnífica del Reino de Dios. Primero el uso del símbolo del banquete. Luego los invitados al banquete: ricos y pobres. Los ricos no participan por razones fundamentalmente económicas. Dos veces utiliza la palabra «comprar», ¡tan en boga en nuestro mundo consumista!, mostrándonos una racionalidad y actividad económica que es incompatible con el Reino de Dios. Los que están centrados en esta actividad consumista no encuentran hoy tampoco interesante participar en el Reino. Por otro lado, son los pobres, lisiados, ciegos y cojos, quienes participan del banquete del Reino de Dios. ¡Cómo me invita la liturgia de hoy a abrir los ojos ante tantos que viven lejos del Señor y de la salvación que Él nos ofrece! No podemos darnos descanso hasta que Cristo logre, por medio de su Iglesia, que todos participen de su Banquete, mediante el cual quiere hacer una alianza de amor, nueva y eterna con todos y cada uno de nosotros. «En mis ansias —escribe la beata María Inés Teresa, misionera incansable—hubiera querido que no quedara una sola alma sin convertirse; que los infieles, los paganos, todos reconocieran a su Dios como su único Dueño» (Escritos). ¿Cómo hacerle? Hay que ver a María, que ella sí que tuvo los mismos sentimientos de Cristo Jesús, que se entregó humilde y generosamente por los demás (cf. Flp 2,5). A ella, en su advocación de Guadalupe la veré esta tarde y seguro me preguntará: ¿cómo actuaría mi Hijo Jesús para llevar el amor del Padre misericordioso a todos? A mí me toca confesar, cada uno sabrá que le toca hacer este día para colaborar y llevar a muchos al banquete. Tenemos un buen Maestro. ¡Bendecido martes! 

Padre Alfredo.

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