domingo, 25 de noviembre de 2018

«Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo»... Un pequeño pensamiento para hoy


En este, que es el último domingo del año litúrgico, la Iglesia universal celebra la solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo Rey del universo. En el capítulo primero del libro del Apocalipsis, el escritor sagrado, inspirado por Dios nos dice que Cristo es «el soberano de los reyes de la tierra y que a él debemos dar la gloria y el poder por los siglos de los siglos» (Ap 1,5-8). ¡Qué bueno que terminemos el año litúrgico así, reconociendo al Señor como nuestro rey al que sólo podemos darle la gloria y el poder cumpliendo el mandamiento que nos ha dejado de amarnos los unos a los otros como él nos amó! Sólo así, es que se puede celebrar con toda dignidad esta fiesta. Cristo es un Rey eterno que jamás será destronado. Habrá, de momento, quienes lo rechacen, o quienes lo desprecien. Pero por mucho que hagan no podrán menoscabar en lo más mínimo su gloria y su grandeza. «El Señor reina, vestido de majestad, el Señor, vestido y ceñido de poder» canta el salmista (Sal 92,1) y nosotros junto con él. Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, como Rey del universo, tiene poder sobre todo cuanto existe, y sólo a él corresponde de modo propio y adecuado esa soberanía. Los demás reyes lo son solamente a medias, de forma relativa y parcial, por muy alto que sea el cargo que ostenten, o por mucho poder y riqueza que posean. Con razón decía Jesús a Pilato que no tendría ningún poder sobre él si no se le hubiera dado de lo alto. 

Toda la gloria y el poder le pertenecen a él como Señor y Rey, a él que es el vencedor por todos los siglos del maligno; a él que nos da la vida que no sabe de muerte. Él nos amó, nos ha liberado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino y nos ha hecho sacerdotes de Dios. Somos súbditos del más grande Rey que ha existido, existe y existirá. Pertenecemos al Reinado de Cristo, y como súbditos de tal Rey nos hemos de comportar. Su Reino «no es de este mundo», como le dice a Pilato en el Evangelio de hoy (Jn 18,33-37) es decir, no tiene nada que ver con lo que sea malo, con lo que de alguna manera es indigno. En su Reino no hay odios, ni mentiras, ni egoísmo, ni crápula alguna. Por eso hemos de rechazar con decisión y energía cuanto haya en nosotros de rencor, de amor propio, de lujuria, de falsedad o de hipocresía. «Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso» (Ap. 1,8) «¡Miren, él viene entre las nubes» —exclama el vidente de la isla de Patmos como una exclamación que debió resultar un tanto extraña a los hombres del siglo I, que no sabían todavía lo que era atravesar los aires y volar sobre las nubes como lo hacemos hoy nosotros. Y, sin embargo, la fe hizo el prodigio de que aquellos creyeran y esperaran que un día viniera Cristo por los caminos del aire. Nosotros también hay cosas que, por la fe, tenemos que captar, como la visión que hoy nos ofrece la primera lectura en el libro de Daniel (Dn7,13-14), que quiere infundir al pueblo, en plena persecución una esperanza de salvación en aquel que recibe la soberanía, la gloria y el reino. 

Si Cristo es Rey, todos los cristianos pertenecemos entonces a un pueblo de raza real. Se trata, como él mismo nos lo muestra en el diálogo con Pilato, de una realeza que el mundo de aquí no entiende, una realeza de servicio; todo cristiano y la Iglesia entera, como pertenecientes a un Reino privilegiado, no tenemos que gozar de privilegios pasajeros, porque no tenemos otra función que la de dar testimonio de la verdad como mensajeros de una realeza que no pasa y que libera a los hombres de la esclavitud en la que viven los reyes de la tierra y todos los poderes públicos, aunque determinadas épocas de la Iglesia hayan confundido, sin duda, realeza y realeza. La Iglesia que ahora vive en este mundo no tiene que establecer un reino terrestre que se queda instalado aquí en piezas de museo. Este domingo, el último del año litúrgico, en la Eucaristía, después de nuestra acción de gracias en la plegaria eucarística y antes de comulgar, rezaremos juntos el Padrenuestro como cada domingo. Lo diremos juntos nosotros y lo dirá con nosotros nuestro Rey Jesús, que está vivo y presente en nuestra asamblea dominical. Con él y como él, pediremos al Padre que venga su Reino. Y lo pediremos dispuestos a trabajar en ello, con todo empeño, con todo esfuerzo, pero siempre según los métodos y el camino del Rey Jesús: con respeto y comprensión para todos, bajo la mirada de su Madre Santísima, María Reina que ora también con nosotros para celebrar el triunfo del amor sobre el odio; de la humildad sobre el orgullo y del servicio fraterno en el ya, pero todavía no, que llegará a su plenitud en el Reino de los Cielos cuando estemos junto al Rey inmortal de los siglos. ¡Bendecido domingo y que viva Cristo Rey! 

Padre Alfredo.

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