Hoy, 9 de noviembre, la Iglesia celebra la «dedicación de la basílica de Letrán», la catedral del Papa y, en cierto modo, la madre de todos los templos del mundo. En todas las civilizaciones, en todas las culturas de las que tenemos noticia, aparece, con toda certeza, como un lugar muy especial, el templo. El hombre es un ser sociable y sensible, un ser necesitado colectiva y materialmente de un lugar donde acercarse a Dios, un lugar en el que su Dios reciba culto y donde pueda pacífica y serenamente hablar con él. ¡Cómo no valorar los templos acogedores, limpios, aptos par respirar la conciliación, esos espacios envueltos en silencio, alejados de griteríos y alborotos que restauran la paz del corazón puesta a prueba por la agitación cotidiana! Por eso los judíos amaban su templo con verdadera devoción. Estaban orgullosos de su esplendor y de su grandeza. Era la morada tangible y visible de Yahvé, el lugar donde se guardaba el Arca de la Alianza, el sitio en el que se sentían protegidos; era la expresión plástica de la nube, signo concreto de la presencia divina en el monte, o de la tienda, signo concreto de su presencia en el duro caminar por el desierto.
A veces hay templos más famosos que otros, de hecho muchos piensan que la catedral de Roma es San Pedro del Vaticano, pero no; es San Juan de Letrán, un edificio material dedicado al Salvador, que nos recuerda, iluminados por esta fiesta litúrgica, que no podemos quedarnos tanto en la contemplación de los edificios, de los templos materiales, como de los hombres. De los hombres que son —para todos los cristianos— el auténtico templo de Dios, es decir, el lugar de la presencia de Dios, porque el lugar preferencial de la habitación de Dios es el corazón del hombre. En primer lugar, el Hijo del Hombre, Jesucristo; pero también cada cristiano, cada hombre. Por eso hoy san Pablo nos dice (1 Cor 3,9b-13.16-17) que también nosotros somos templo de Dios, construido sobre el cimiento de Jesucristo y que si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él: porque el templo de Dios es santo y ese templo somos nosotros. Ningún hombre puede ser considerado solamente como un instrumento, una cosa, un productor o un objeto de placer para sí mismo ni para nadie. Cada hombre y cada mujer es «sagrados», es templo de Dios. Merecedores de todo amor, de todo respeto, de toda comprensión.
En definitiva, esta fiesta nos recuerda que lo que acerca a Dios es Jesucristo y la comunidad viva. El Evangelio de hoy nos lo muestra muy bien (Jn 2,13-22). Jesús, ante el desbarajuste del templo de Jerusalén, no se limita sólo a expulsar a los vendedores, va mucho más allá, les dice que, si quieren, derrumben todo aquel edificio, porque lo que es realmente importante, lo que acerca realmente a Dios, no son aquellas magníficas piedras sino el mismo Jesús. Él, con su fidelidad hasta la muerte, con la vida nueva que ha brotado de su cruz, es el único que nos une con Dios definitivamente, el único que acerca la humanidad a la vida divina. No son las piedras, no son los sacrificios materiales, no son los ritos: es sólo Jesús, es sólo la buena noticia de Jesús. En el templo nosotros, los católicos, encontramos a Jesús Eucaristía, que es como la nube que acompañaba al pueblo de Dios a través del desierto y como la columna de fuego que señalaba el camino en medio de la noche profunda. El valor de la Basílica de San Juan de Letrán «El divino Salvador», nuestra parroquia y todos los Templos del mundo no lo tienen por ellos mismos, sino que les viene porque es el lugar donde se reúne la iglesia, el lugar donde se encuentran, convocados por Jesucristo, los cristianos, las piedras vivas que forman el templo de Dios en torno a Jesús Eucaristía: el Hijo de Dios y de María, el Jesús de Belén y Nazareth, el Jesús de la última cena, el Cristo del Calvario y de la tumba vacía, el Señor Jesucristo de ayer, de hoy y de siempre. Que la Eucaristía de hoy nos haga vivir más intensamente los cimientos de nuestra fe. Que siempre que entremos en cualquier templo al que llamamos «Iglesia», o siempre que pasemos por delante de alguna, se renueven estos cimientos de nuestra fe. ¡Bendecido viernes, acompañados de María, Madre de la Iglesia!
Padre Alfredo.
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