El autor de la Carta a los Hebreos, que seguimos leyendo en estos últimos domingos del tiempo ordinario en la liturgia, se refiere hoy a Cristo como el sumo y eterno sacerdote que convenía a la humanidad tener (Heb 7,23-28). El Señor Jesús, en la cruz, se ofreció a sí mismo al Padre, como sacrificio de expiación por nuestros pecados. De esta manera, en el sacerdocio de Cristo participamos todos los cristianos, mediante nuestro bautismo por el sacerdocio bautismal y, en él, los sacerdotes ordenados podemos ejercer nuestro ministerio. Leyendo este fragmento de la carta, nos queda claro que todos los cristianos somos sacerdotes, porque participamos del sacerdocio de Cristo, sea de manera bautismal —con el sacerdocio común, que adquirimos todos los cristianos cuando nos bautizan— y de manera ministerial los que tenemos el sacramento del Orden. Por eso es que cada uno de nosotros debemos ofrecer nuestras vidas a Dios, unidas a la vida de Cristo, sacerdote y víctima, como sacrificio de expiación por nuestros pecados y por los pecados del mundo. La vida del discípulo–misionero será siempre una vida que salve y redima; somos sacerdotes llenos de debilidades, pero cuando unimos nuestro sacrificio al sacrificio de Cristo participamos de la santidad e inocencia de Cristo, nuestro único y eterno sacerdote.
En una sociedad en la que abunda el materialismo y la comprensión solamente a lo tangible, hablar de estas cuestiones suena raro, pero, es necesario anunciar que amar desde esta concepción sacerdotal, hay que amar así como Cristo, porque el hombre de hoy necesita también ser amado y amado de verdad. El amor de Dios se hace visible y concreto cuando ejercemos ese sacerdocio que se concretiza en el amor al prójimo. Al final de nuestra vida se nos examinará en el amor al estilo del de Cristo. Hemos de entender el amor como Cristo, el sumo y eterno sacerdote lo entendió: un amor de auto donación, como entrega de uno mismo que, como él, se hace sacerdote y víctima a la vez, allí se resumen todos los mandamientos de la ley que hoy nos recuerda el libro del Deuteronomio (Deut 6,2-6). Un amor que es «ágape», fraternidad, solidaridad. En la Eucaristía, Cristo sumo y eterno sacerdote celebra el amor al Padre y se entrega él mismo en la «hostia consagrada» como víctima de amor para salvar a la humanidad. Cada domingo en que nos reunimos como comunidad sacerdotal para partir el pan, debe avivarse en nosotros esa condición de sacerdotes en Cristo. Esta es la esencia de nuestra fe: «Por Cristo, con él y en él...»
Amar a Dios y al prójimo por Cristo, con Cristo y en Cristo, este es el resumen y la síntesis de toda la Ley de Dios. En realidad todos los demás mandamientos son derivaciones del amor a Dios, incluido el segundo que Jesús indica en el Evangelio de hoy (Mc 12,28-34). El que ama a Dios, necesariamente ha de amar a las criaturas que han salido de sus manos. Por otra parte el que ama a su semejante nunca le ofenderá en lo más mínimo, lo respetará, lo cuidará, se entregará por él. Si le ama de verdad no se atreverá ni a pensar mal de él. Más aún, procurará hacerle todo el bien que esté a su alcance, sin buscar contraprestación alguna, olvidándose de sí mismo y procurando agradar en todo sólo a Dios, centro supremo de nuestro amor. Que resuenen en nuestras mentes y en nuestros corazones las palabras del «Shemá» (Escucha) que Cristo nos repite en este día: «Escucha Israel, el Señor, nuestro Dios, es solamente uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas». El Dios encarnado en Cristo, sumo y eterno sacerdote, entregado por amor como víctima en la hostia consagrada, es nuestro único Dios y a él buscamos en nuestra eucaristía dominical para escucharlo, recibirlo e imitarlo. Sabiendo que para Jesús el amor a Dios y al prójimo van siempre unidos. Que María Santísima, especialista en esta materia, nos ayude para que en la Eucaristía celebremos el amor de Dios al estilo de Dios. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario