El fragmento que Juan nos presenta hoy en el Apocalipsis (Ap 15,1-4) se ve a los cristianos, el nuevo pueblo de Dios, como, vencedores de la «Bestia», vencedores del mal que, habiendo salvado el obstáculo —el mar, como en el Éxodo—, después de su largo sufrimiento de la persecución y de las pruebas entonando alegres un cántico eucarístico. El fin del mundo y de la historia lo podemos imaginar como la suprema fiesta de Pascua, de la cual la primera, a orillas del Mar Rojo, no era más que un exangüe anuncio. ¡Al fin libres! ¡Al fin, salvados definitivamente! ¡Al fin poder ver a Dios cara a cara! Una humanidad llegada al termino de su larga marcha... una humanidad que ha vencido a la Bestia... una humanidad que canta... Pero, este mensaje de salvación está cifrado, como he comentado en días anteriores, y está así porque era peligroso y debía circular clandestinamente entre gente acosada por la policía imperial. Sólo los conocedores de la Biblia podían comprenderlo del todo, porque, la historia de nuestra salvación está inserta en la historia profana, es fermento en el corazón de la historia humana. Los Estados, los jefes del Gobierno, los políticos como Nerón y Domiciano en aquellos tiempos, como Hitler o Calles en nuestros tiempos, como algunos de los que viven y gobiernan actualmente en diversas partes del mundo, están implicados en ese gran desarrollo histórico, donde se juega el combate de la Fe. Todavía hoy hay persecuciones...
Aquellos cristianos que han vencido, entonan el cántico de Moisés y el cántico del Cordero que decimos cada semana en Vísperas: «Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios todopoderoso; justo y verdadero tu proceder, rey de las naciones» (Ap 15,3). Este canto es la acción de gracias de los salvados, de los que han escapado al gran peligro. No olvidemos que ese «cántico» es propuesto para consolar a perseguidos, a hombres y mujeres echados como pasto a las bestias. Es una alegría y una acción de gracias conquistadas con gran esfuerzo personal y de comunidad: «Sólo tú eres santo, y todas las naciones vendrán a adorarte» (Ap 15,4). A pesar de que nosotros no vemos todavía la realización efectiva de ese gran designio, creemos el Señor trabaja en él. Ha comenzado la liberación de toda servidumbre, y avanzamos hacia la meta, nos encaminamos siguiendo «sus caminos»... y todas las naciones están en marcha hacia el Señor, ese es nuestro anhelo. Por eso la beata María Inés decía en su oración: «Dios mío, dame en herencia las naciones; todas, absolutamente todas, las quiero para mi Jesús Eucaristía» (Postula me et dabo tibi gentes). Así, se repite el éxodo de Moisés y los suyos, ahora con el nuevo pueblo guiado por Cristo Jesús, el Gran Libertador. La victoria es segura, aunque tengamos que pasar por mil penalidades, los cristianos del siglo I y los del XXI vamos a terminar cantando himnos victoriosos y pascuales. Pero, ciertamente ningún político de aquellos tiempos ni de la actualidad se animaría a proponer la persecución como el resultado de su triunfo electoral. Tampoco ningún líder prometería la muerte y la separación familiar a sus seguidores. Sin embargo, éste es el discurso de Jesús, el «Cordero de Dios» que nos ha amado hasta dar la vida por nosotros (Ap 1,5). Cristo, en el Evangelio de hoy (Lc 21,12-19) prevé la cárcel, la persecución, la excomunión, a quienes lleven su nombre. Y estos males no provendrán de desconocidos. Dice que serán los mismos familiares, los vecinos, los amigos, quienes los entregarán al poder opresor. Creo que Jesús no sería hoy un buen político, no podría hacer buena campaña que atrapara masas en los medios de comunicación; no se ganaría ni a su familia, que, por cierto, consideraban que estaba loco (Mc 3,21). Pero lo bueno de esta promesa es que Jesús no mintió, como muchos políticos que prometen el cielo y las estrellas.
Quienes han optado por el mensaje de liberación del que el Señor habla, los que han perseverado en el seguimiento del Cordero, han sufrido todas esas cosas. En definitiva sabían lo que vendría como consecuencia de sus opciones. No los sorprendió la traición, y hasta podríamos decir que la esperaban. No quedaron desahuciados por la expulsión de sus familias, de sus ambientes o de sus grupos religiosos, porque sabían que en el seno de ellos estaba acechando el mal y la envidia. Incluso hay que afirmar que cuando la predicación del Evangelio no molesta o inquieta a nadie, es porque ha perdido su fuerza. La muerte, para el Evangelio, es Vida y triunfo. Porque la Bestia es derrotada en cada santo, en cada mártir que genera. Porque la luz de estos testigos de la vida sigue tanto o más fuerte en su pueblo que cuando ellos vivían. Porque su mensaje, luego de su muerte, se hace creíble y esperanzador. La Bestia es vencida, aunque cree que ha vencido. Porque la Bestia no puede cortar toda la vida que está en los testigos, ni puede cortar la vida de todo un pueblo. Que el Señor nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, estar abiertos a las inspiraciones del Espíritu Santo en nosotros, dejándonos conducir por Él hasta lograr la eterna bienaventuranza sin temor a todas esas consecuencias de amar al estilo del Cordero que, como dice San Pablo: «Me amó, y se entregó por mí» (Gál 2,20). Y, ¿qué porque escribo a esta hora? Es que estoy en la famosa «Sala B» esperando el cacharro volador que me llevará a Monterrey a darle el abrazo a Eduardo mi hermano que hoy cumple años. ¡Felicidades Lalo, el Señor, a través de nuestros padres nos puso juntos por una razón, cada uno hemos hecho nuestra vida, pero mi amor y cariño por ti no ha cambiado; nunca olvidemos lo que hemos vivido juntos. Mis mejores deseos y un abrazo! ¡Bendecido miércoles a todos!
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario