No se debido a qué exactamente, si serán los acontecimientos que me ha tocado vivir junto a gente sola, enferma o necesitada en esta selva de cemento, o tal vez que voy entrando en años y veo las cosas con más claridad, o a que ciertamente es un regalo de Dios, pero es que me he dado cuenta de que en los últimos meses he sido más consciente y he meditado más en el valor de la vida, en el gozo de respirar, de existir, de ser, de servir... y me pregunto por qué mucha gente no goza el poco tiempo que pasaremos en este mundo viviendo en plenitud así. Ayer iba caminando por Avenida Vallejo, de regreso de hacer unas diligencias ordinarias por aquí cerca de la parroquia y de lejos vi a un señor tirado en la acera. Vi también que la gente le sacaba la vuelta o solo se le quedaba viendo, mientras yo iba avanzando hasta llegar junto a él. Me di cuenta de que era un ancianito muy mayor y que a su lado estaban dos bastones, uno bueno y el otro hechizo. Me fijé en qué condición estaba y le hablé... —¡es que caí! Indicó con voz quebrada y entonces le dije que le iba a ayudar a levantarse, de inmediato vio el alzacuello de mi camisa clerical. —Ya tengo ratito aquí padrecito... muchas gracias padrecito, muchas gracias... ya no me sostengo bien, tengo 96 años y voy a tomar el metrobus porque vivo solito... gracias padrecito, muchas gracias.
El Papa Francisco decía en una de sus catequesis de los miércoles: «Gracias a los progresos de la medicina la vida se ha alargado: pero la sociedad no se ha «abierto» a la vida. El número de ancianos se ha multiplicado, pero nuestras sociedades no se han organizado lo suficiente para hacerles espacio, con justo respeto y concreta consideración a su fragilidad y dignidad. Mientras somos jóvenes, somos propensos a ignorar la vejez, como si fuese una enfermedad que hay que mantener alejada; cuando luego llegamos a ancianos, especialmente si somos pobres, si estamos enfermos y solos, experimentamos las lagunas de una sociedad programada a partir de la eficiencia, que, como consecuencia, ignora a los ancianos. Y los ancianos son una riqueza, no se pueden ignorar» (Catequsis del 4 de marzo de 2015). No puedo olvidar el rostro del ancianito al que pude acompañar un ratito esperando que se repusiera y pienso que en la Biblia se considera la longevidad una bendición de Dios. De hecho las lecturas de estos días, tomadas del libro del Apocalipsis, hablan de ancianos, y hoy precisamente (Ap 5,1-10), aparece uno que dice: «Ya no llores, porque ha vencido el león de la tribu de Judá» y San Juan dice que, en medio de los ancianos estaba «un Cordero de pie y con señales de haber sido sacrificado ante el que se postraron los 24 ancianos y los 4 seres vivientes que estaban allí». Los 24 anciano representan a los hombre santos y los 4 seres a los Evangelistas... sí, es la vida santa y el conocimiento de Cristo lo que va dando sentido a la existencia. El Papa Benedicto XVI —anciano también como Francisco— había dicho que «Quien da espacio a los ancianos hace espacio a la vida y quien acoge a los ancianos acoge la vida» (12 de noviembre de 2012). Sin centrar la vida en Cristo no se puede vivir y el mundo actual lo ha hecho a un lado. Por eso la gente pasa de largo no solo ante ese ancianito sino ante muchos más, haciendo de la existencia una especie de libro «escrito en el anverso y reverso» pero indescifrable, ilegible, incomprensible.
Cristo, el Cordero sin mancha, derramó su sangre por la humanidad para que tenga vida, y vida en abundancia (Jn 10,10) y qué poco hemos entendido. El Evangelio de hoy (Lc 19,41-44) nos hace ver que el poder de Dios se ha hecho amor y debilidad en Jesús para con todos, enfermos, ancianos, niños, marginados. Pero ese poder ha chocado contra la dureza del corazón humano. Dios prefiere muchas veces —como dijo el teólogo Alois Stöger— «llorar de impotencia en Jesús antes que privar al hombre de su libertad» y hoy yo quería llorar y quedarme con el ancianito. —Padrecito, siga su camino, Dios le pague, muchas, muchas gracias, no se preocupe por mí, me caí despacito y no me duele mucho—. Este llanto de Dios en los ancianos, en los enfermos, en los niños, es una llamada, aunque inútil también para muchos, a la conversión. Aceptar a Jesús es el camino para la paz interior y exterior que construye una sociedad. Rechazarlo es la ruina. Sólo en él está la salvación (cf. Hch 4. 12) y el entender que todos somos hermanos. Después de allí, más adelante, ví a dos niños pequeñitos en sus bicicletas, la niña, como de ocho años con el estuche de su violín a la espalda y el niño, un poco más pequeño. —¡Dale más recio! —decía el chiquillo, —¡Dale, que vamos a llegar tarde! —y yo pensé: ojalá nadie lleguemos tarde y comprendamos lo que puede conducirnos a la paz, como dice Jesús hoy; ojalá nadie lleguemos tarde al encuentro con él en el hermano anciano, enfermo, solo, necesitado... descartado. Ojalá le pidamos siempre a la Virgen que nos ayude a llegar pronto a socorrerles, ella no nos dejará. ¡Bendecido jueves recordando que no dejemos al Señor abandonado en el Sagrario!
Padre Alfredo.
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