Hoy celebramos la fiesta de «Todos los Santos», que es, litúrgicamente, una solemnidad. Un día que viene a recordarnos a los santos que nos han precedido y nos muestra el camino que los ha conducido a la felicidad plena en el cielo. Pero este es también un día para pensar en los santos que nos acompañan ahora y aquí en nuestro camino terrenal, que además de aquellos que están canonizados o beatificados, nos inspiran a luchar por alcanzar el cielo, con esa santidad que para todos es a la vez tarea y conquista. En un mundo tan desacralizado como el que nos rodea, parece extraño escuchar hablar del cielo y es todo un un hallazgo encontrar un santo. Pero, si nos damos cuenta, cada día estamos muy cerca de hombres y mujeres que son santos de verdad: hombres y mujeres de todas las edades y condición que caminan a nuestro lado y se esfuerzan por conseguir una vida auténticamente cristiana, fieles al Evangelio de Jesús como discípulos–misioneros; hombres y mujeres que luchan por ser almas «pacíficas y pacificadoras»; hombres y mujeres justos, generosos y compasivos, limpios de corazón, según el espíritu de las bienaventuranzas; hombres y mujeres que nos muestran, con lo que son y lo que hacen, que existe un cielo que nos espera. Gente que pasa muchas veces desapercibida en esta vida llena de ruidos y que se cruza con nosotros en el mercado, en el trabajo, en la escuela o en metrobús. Estos son los santos de hoy, los que tal vez nunca figurarán en una estampa o en una imagen y que aún debemos descubrir.
El Papa Benedicto XVI, en uno de sus libros titulado «Escatología» dice que «Cielo quiere decir participación en la forma existencial de Cristo —estar sentado a la derecha del Padre— y, en consecuencia, plenitud de lo que comienza con el bautismo» (Ed. Herder 1980, p. 219s). Así podemos entender que «el cielo» es también la gran realidad de la comunión de los santos en toda la plenitud que podamos imaginar. El ideal de santidad es algo que no está reservado a unos pocos, el cielo es para todos y todos, sin excepción, estamos llamados a ser santos a pesar de estar todos fundamentalmente en la misma situación: «todos somos pecadores», nos recuerda constantemente el Papa Francisco, que a la vez afirma: «No existe lugar en nuestro corazón que no pueda ser alcanzado por el amor de Dios. Donde hay una persona que se ha equivocado, allí́ se hace presente con más fuerza la misericordia del Padre, para suscitar arrepentimiento, perdón, reconciliación» (Misa con motivo del jubileo de los presos, 6 de noviembre de 2016). La Iglesia quiere hacernos comprender, en este día, que entre la santidad heroica y la santidad común no hay, finalmente, ninguna diferencia esencial, porque, en ambos casos, la santidad es el don absolutamente gratuito que Dios hace de su vida en Jesucristo a aquel que quiera vivir como Él. Bien decía San Pablo: «Sean imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1 Cor 11,1).
Los textos bíblicos y las oraciones de hoy, que es una «Solemnidad» en la que tenemos dos lecturas, el Gloria y el Credo como si fuera domingo, describen con precisión el contenido de esta celebración: «Celebrar, en una única festividad, los méritos de todos los santos de Cristo»: los «hijos de Dios» que ya han alcanzado la gloria y los «hijos que Dios» que estamos aquí, avanzando con fe en este caminar hasta alcanzar el cielo. La lectura de la primera carta de San Juan (1 Jn 3,1-3) nos deja hoy una profunda reflexión sobre la santidad cristiana: somos hijos en el Hijo, como fruto del amor del Padre. Este es el elemento permanente entre el camino y término, vivido en la fe y en la visión sucesivamente. El Apocalipsis (Ap. 7,2-4.9-14) nos complementa estos con dos visiones muy especiales: la visión de los «marcados» y la visión de «la muchedumbre». En los dos casos se destaca la iniciativa de Dios: Él es quien marca sus elegidos, para preservarlos. Él, por el misterio pascual de Jesucristo, es quien ha hecho posible la existencia de esta muchedumbre sacerdotal «con vestiduras blancas» que canta el cántico nuevo. Finalmente, la lectura del Evangelio (Mt 5,1-12) con el conocidísimo texto de «Las Bienaventuranzas», Me hace ver a los que ya han alcanzado la visión beatífica pero también me hace ver a los de aquí, a los que van conmigo en el camino. Mi andar por este mundo, como misionero de la misericordia, me regala múltiples ocasiones, en el confesionario y fuera de él, de encontrarme con mucha gente santa; gente crucificada con Cristo, en la enfermedad; en su tarea de samaritanos, en padres y madres ejemplares, en hijos buenos que a la vez quieren ser ejemplo para sus hermanos, en ejemplos vivos de anhelos santidad. Mi ser de sacerdote me hace ver, al mismo tiempo que contemplo la santidad de María, la Reina de todos los santos, virtudes heroicas en vivo, que hacen más buenos a quienes las practican y a quienes se benefician de ellas. ¡Cuánta gente empapada de confianza en el Padre, movida por la fuerza del Espíritu, sostenida por la cruz de Cristo ha pasado por mi vida! Unos ya en los altares, como San Juan Pablo II, Santa Teresa de Calcuta y la Beata María Inés Teresa; otros en camino ya oficialmente a la canonización, como los cardenales Francisco Nguyen Van-Thuan y Eduardo Pironio, y muchos más que han pasado por este mundo haciendo vida, como ellos, las bienaventuranzas que hoy volvemos a leer... tantos y tantos más. Son los santos de nuestra historia, de nuestro mundo, de nuestra sociedad: ¿Quién podría contarlos? ¡Feliz fiesta de todos los santos!
Padre Alfredo.
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