martes, 20 de noviembre de 2018

«Dejarnos ver por Jesús»... Un pequeño pensamiento para hoy


«Reacciona, pues, y enmiéndate» ­—leemos hoy en el Apocalipsis, y «al que venza lo sentare conmigo en mi trono» (Apoc 3,1-6.14-22). Esto nos pide el Señor a los discípulos­–misioneros de todas las épocas. Con esta promesa, ¿nos vamos a avergonzar de nuestra fe, que tiene consecuencias practicas en el modo de actuar, en la que muchos quizá o estén de acuerdo? «Es fácil, —recordaba San Juan Pablo II— ser coherente por un día o algunos cuantos. Difícil e importante es ser coherente toda la vida. Es fácil ser coherente a la hora de la exaltación, difícil serlo a la hora de la tribulación. Y solo puede llamarse fidelidad una coherencia que dura toda la vida». Necesitamos —decía el Santo Papa—mantenernos bien anclados en la oración, alimentarnos con la Eucaristía y con la Palabra de Dios y renovarnos constantemente en el sacramento de la Reconciliación» (cf. Carta al obispo italiano de Frosinone-Veroli-Ferentino, monseñor Salvatore Boccaccio, con motivo del XVII centenario de la muerte de san Ambrosio mártir). Hoy, como todos los martes, me toca ir a la Basílica, a la casa de la «Dulce Morenita del Tepeyac» a confesar de 2 a 6 de la tarde. No necesito decirles la clase de gozo que la gente que entra a la «Cajita feliz» experimenta al salir y saberse perdonada. Todo lo que atenta contra la fidelidad a Dios y a los hermanos, queda allí perdonado y olvidado por el Señor que da una nueva oportunidad y junto a ella la alegría de continuar en el seguimiento y anuncio de Cristo. 

La oscuridad en el alma por la falta de lucha, por el desaliento, por la ceguera que produce el mundo materialista y consumista en el que vivimos, desparece en el sacramento de la confesión y da paso a una sonrisa que expresa la gratitud y el anhelo de una nueva vida. En el confesionario todos descubrimos que no podemos entregarle al Señor nuestro corazón a lo pasajero y a medias. En el confesionario adquirimos el «oro purificado por el fuego, para enriquecernos; vestiduras blancas, para cubrir la vergonzosa desnudez y colirio, para poder ver bien». En el confesionario nos espera el Señor, el Rey de nuestras vidas que «reprende y corrige a todos los que ama». Allí, en ese pequeño espacio a los pies de la Madre del verdadero Dios por quien se vive, cada martes esperan una, dos o tres horas a veces, quienes quieren renacer de las cenizas rogándole a la Virgen Morena que ayude a su Hijo Jesús, que todo lo puede, a quitar en el sacramento de la confesión la tibieza del corazón, haciéndolo renacer de la desidia, del egoísmo, de la soberbia que lo mantienen sin vida, sin entusiasmo, sin anhelos de vida interior a una vida nueva. Allí, en el confesionario, todos nos dejamos mirar por Cristo como lo hizo Zaqueo (Lc 19,1-10). Cuando uno entra a Jericó, lo primero que llama la atención del lado derecho en la plaza Al-Jummmezeh —más o menos un kilómetro antes de llegar al centro— es el árbol milenario de sicómoro que, se dice, fue aquel al que subió Zaqueo para ver a Jesucristo. El árbol tiene más de 2000 años de antigüedad y está situado en la plaza, en la zona céntrica de la ciudad. Allí Zaqueo se dejó ver por el Señor, porque fue Jesús quien tomó la iniciativa del encuentro. Fue Él quien alzó la vista y le pidió a Zaqueo que bajara del árbol porque «tenía» —dice el evangelista— que hospedarse en su casa. 

Entre tanta gente que cada martes veo en la Basílica, el Señor Jesús, como a Zaqueo, nos identifica, se fija en cada uno y quiere hospedarse en nuestra casa, en nuestro corazón, porque Dios sabe que le buscamos y, como a Zaqueo, en el encuentro con Él en la confesión, cuando nos dejamos mirar por Él y abrimos el corazón con sencillez, se nos concede no sólo verlo, sino alcanzar la salvación que nos viene del Padre Misericordioso a través de su Hijo muy amado. En el confesionario Dios hace su morada en nosotros y llega nuevamente su Luz que da vida, porque a la luz de su encuentro reconocemos que nuestros criterios de acción están a veces muy lejos de Él. La historia de Zaqueo se repite cada día en la cajita feliz, cuando nos vamos a confesar. Es nuestra misma historia. Cada martes me toca ver, de manera especial, una multitud que, orientados por la mirada amorosa de María en el Tepeyac, quiere ver en su vida a Cristo de cerca y alberga ese profundo deseo en el corazón para que no se quede tibio. Personas que, a pesar de la baja estatura que todos tenemos en el espíritu, se atreven, como tú y como yo, a subir a un árbol, aunque esperemos una, dos o tres horas, porque a toda costa queremos encontrarnos con Él y recibir el perdón, ese mismo que permitió a Zaqueo convertirse, y una vez convertido iniciar el camino del bien, que no es otra cosa que repartir entre sus hermanos esa misericordia que hemos recibido gratuitamente de Jesús. ¡Bendecido martes! 

Padre Alfredo.

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