El escritor de la carta a los Hebreos, que seguimos leyendo domingo a domingo para finalizar casi ya el tiempo ordinario de la liturgia, sigue insistiendo en el valor universal del sacerdocio de Cristo (Heb 9,24-28). Cristo es, como decimos antes de comulgar en cada Misa, el que quita los pecados del mundo. Este párrafo, que es el final de la sección absolutamente central de Hebreos, nos recuerda que todos nosotros, por el bautismo, participamos del sacerdocio de Cristo; así que todos nosotros hemos de pedir a Dios que nos perdone a todos nuestros pecados y nos salve, como hizo el mismo Cristo, nuestro único y eterno sacerdote, que ha ofrecido el sacrifico de su propia vida de una vez para siempre, no como los sacerdotes de la Antigua Alianza, que tenían que ofrecer el sacrificio año tras año. Así, Cristo ha entrado en el Templo del Cielo. Ya no sirve el Templo de Jerusalén, imagen del Cielo, sino en el santuario celestial, abriéndonos las puertas para que también nosotros podamos entrar. Así, aquello que sucede en el Templo terrenal de Jerusalén, donde unos ricos —como dice el Evangelio de hoy (Mc 12,38-44)— se aprovechan de los demás viviendo de la hipocresía y de la apariencia, mientras que los pobres dan todo lo que tienen a Dios, tendrá su recompensa en el Templo celestial, donde los que buscan las apariencias aprovechándose de la gente sencilla «recibirán un castigo muy riguroso» (Mc 12,40), mientras que los más pobres que dan todo lo que tienen recibirán su recompensa.
Pero mientras que lleguemos a la morada del Cielo, aquí en la tierra, la Iglesia es ya imagen de ese Templo celestial. De modo que en la Iglesia hemos de hacer realidad cuanto Jesús nos enseña hoy en el Evangelio: dejar atrás las apariencias, la honra y los aplausos, para darnos del todo a Dios como hicieron las dos viudas que la Escritura nos presenta hoy (1 Re 17,10-16; Mc 12,38-44). Enlazando el Evangelio con las dos lecturas previas en la Misa de hoy, queda claro que el que se ofrece a sí mismo, como Cristo, no puede ofrecerse más que una sola vez, pues lo da todo de una vez por todas. En cambio, el que ofrece «sangre ajena» —lo que le sobra, lo que no es suyo, lo que no le cuesta— no acaba nunca de hacer sacrificios. Por otra parte, el que ofrece «sangre ajena» no compromete su persona en el sacrificio y puede caer con facilidad en un ritualismo vacío. Este fue el caso del sacerdote del Antiguo Testamento, que ofrecía algo externo sin ofrecerse también él. Cristo se ofrece a sí mismo, una sola vez y de verdad. Por eso el sacrificio de Cristo es más que suficiente para acabar con el pecado y constituye el momento culminante de toda la historia.
Dios ha establecido que el hombre muera una sola vez y que esté preparado para ello, como la viuda de Sarepta y su hijo, o como la viuda del Evangelio que desprendida de todo nada la ata a este mundo. Esto es algo que da seriedad a nuestras vidas y nos carga de responsabilidad. Esto hace que la vida y la historia sea irreversible y esté colmada de esperanza y de riesgo, pues no hay más que un juicio y una sentencia final definitiva. El que hace de su vida una entrega a Dios y a los hijos de Dios, un sacrificio, no puede dar más de sí, porque lo ha dado todo y no se le va a pedir más. Pero el que no entrega su vida la pierde sin que pueda recuperarla. También Cristo murió una sola vez, como todos los hombres. Pero Cristo cumplió de una vez por todas, haciendo de su vida un único sacrificio válido para siempre. Y así alcanzó el perdón para todos los hombres que creen en él. Creer en Jesucristo participando en la Eucaristía de cada domingo, es vivir y morir como Jesucristo esperando su venida. Es aceptar el perdón de Dios y perdonar a los hombres como nosotros hemos sido perdonados. Jesús no volverá para comenzar de nuevo, esto es, para volver a morir y alcanzar otra vez el perdón. Jesús volverá para salvar definitivamente a cuantos han creído en el perdón que ya nos ha sido concedido. Tenemos que ir haciendo presente en nuestra vida la Alianza eterna venciendo todo lo que haya de pecado y egoísmo en nuestro corazón y dejando que Jesús, el más fuerte, venza y ate a Satanás, el tentador (Mc 3, 22-30). Pidámosle a la Santísima Virgen María, Madre de este Cristo que se entrega y lo da todo por nosotros. Ella permanece a nuestro lado y nos acompaña en el diario «darlo todo» en este camino hacia la resurrección y la vida plena en el Templo de la Jerusalén celestial. ¡Bendecido domingo viviendo en plenitud la Santa Misa!
Padre Alfredo.
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