lunes, 5 de noviembre de 2018

«Sin esperar nada a cambio»... Un pequeño pensamiento para hoy


Durante toda esta semana seguiremos leyendo la carta de Pablo a los cristianos de Filipos, que comenzamos el viernes pasado, una carta que es ante todo una expresión de gratitud por parte de Pablo, a quien acompaña Timoteo allá por el año 55. San Pablo se siente agradecido por la gran ayuda que le ha brindado esta comunidad y corresponde a ello dando, a quienes han participado en los sufrimientos y alegrías del Apóstol —a través de Epafrodito, que lo visita y le ha llevado sus saludos— buenos consejos para que la comunidad siga creciendo. San Pablo expresa que le da mucho gusto que la comunidad esté unida y les hace esta «exhortación nacida del amor» como lo expresa hoy (Flp 2,1-4). Con mucho realismo, san Pablo sugiere que la «humildad» es la condición esencial de la unidad: no creerse superior a los demás, no dar demasiada importancia a las propias ideas, ser capaz de cambiar de opinión admitiendo los puntos de vista de los demás, reconocer que los otros tienen razón. Esta es una excelente receta para alcanzar la felicidad a la que todos aspiramos. Las tres cuartas partes de nuestras dificultades de «relación» provienen de que hacemos comparaciones o nos sentimos más que los demás. El Apóstol de las Gentes se siente hoy feliz de los éxitos ajenos, del crecimiento de los que él ha formado, de la realización de aquella comunidad. 

El discípulo–misionero de Jesús, nos lo recuerda Él mismo en el Evangelio de hoy (Lc 14,12-14), no debe dejarse mover por el egoísmo, no debe buscar la recompensa de sus servicios ni mucho menos sentirse superior a los demás. Debe dar, amar, sin buscar nada a cambio. Por eso debe obsequiar y servir a todos, a los pobres, a los ricos, a los que le caen bien y a los desagradables, a los descartados, a los de toda edad... hasta a los enemigos. Lo demás es conducta pagana, lo hacen los pecadores también (cf. Lc 6. 27-35). Yo creo que, en nuestra experiencia personal, sabemos que es muy agradable sentarnos a la mesa con la familia, con nuestros hermanos o amigos, porque prácticamente, sin salir de nosotros mismos, tenemos a nuestro alrededor un círculo de personas que, por así decir, forman parte de nosotros... amarles es seguir amándonos a nosotros mismos. La doctrina de Cristo va más allá en el Evangelio, hacer que traspasemos este primer círculo de nuestra familia, de nuestros amigos, de nuestro medio ambiente, de nuestra raza... que es como una prolongación de nosotros mismos. 

Es curioso que el Evangelio se nos presenta muchas veces opuesto a nuestros criterios espontáneos y a las directrices de este mundo. Cuando hacemos un favor a otro o le invitamos a un café, sería bueno que examináramos nuestras intenciones profundas: ¿lo hacemos por amor a Dios y por amor a la persona en sí misma, o buscamos algo, por lo menos que nos invite a la otra? ¿nos gusta convidar a los que sabemos que van a decir: «yo pago» o hacemos la opción de invitar a quienes sabemos que no tienen y no nos invitarán? Jesús, en las bienaventuranzas nos enseñó que no tenemos que buscar el premio o el aplauso de las personas, sino hacer el bien discretamente, sin pregonarlo —él decía gráficamente, que nuestra mano izquierda no sepa el bien que hace la derecha (Mt 6,3)—. Si hacemos un favor a una persona porque ya nos lo ha hecho ella antes a nosotros, o porque esperamos que nos lo haga, eso no es amor gratuito, sino comercio influenciado por el mundo consumista: ¡Te doy para que me des! Jesús nos ha dicho también: «si aman a quienes los aman, ¿qué mérito tienen? También los pecadores aman a quienes los aman. Si hacen el bien a quien los trata bien a ustedes, ¿qué mérito tienen? También los pecadores hacen lo mismo» (Lc 6,32-33). Nuestro amor ha de ser desinteresado, sin pasar factura cobrando por adelantado por el bien que hacemos. Si hacemos favores y damos un ratito de felicidad a quienes «no pueden pagarnos», ya nos lo pagará Él: «conmigo lo hiciste». Y él, como nos lo enseña la Virgen María, con su propia vida, es buen pagador: «Ha mirado la humildad de su sierva —dice en el Magníficat— y me llamarán dichosa todas las generaciones» (Lc 1,48). Les invito un café virtual para iniciar esta nueva semana laboral y académica... ¡Bendecido lunes! 

Padre Alfredo.

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