lunes, 12 de noviembre de 2018

«La carta a Tito, la carta para todos»... Un pequeño pensamiento para hoy


Tito fue uno de los colaboradores más fieles de San Pablo, su nombre aparece repetidas veces en las cartas paulinas, incluso en las más antiguas, además de la que empezamos a leer hoy en la liturgia de la palabra de Misa (Tit 1,1-9) en la que aparece como destinatario. Por la misma Escritura se sabe que era griego (Gál 2,3), que San Pablo le anunció la Buena Nueva (Tit 1,4) y que acompañó al Apóstol de las Gentes al Concilio de Jerusalén (Gál 2,1). En la vida de San Pablo, hablando cronológicamente, no se puede ubicar la carta a Tito. Según Tito (Tit 1,5) San Pablo lo había dejado en Creta después de una misión para que terminara de organizar la vida cristiana en la comunidad de creyentes de esa isla. Como Tito, el servidor y apóstol de Jesucristo, como discípulo–misionero, tiene una tarea que es fundamental: conducir a los elegidos de Dios a la fe y al pleno conocimiento de la verdad, que es conforme a la piedad, con la esperanza de vida eterna. Por eso el que anuncia a Cristo a los demás debe ser persona probada no sólo por su fe, sino por sus obras de misericordia, que manifiesten la fe que dice profesar. 

El que ha sido llamado como ministro de Dios debe ejercer su autoridad no como una proyección de lo que no es capaz de vivir él mismo, sino como un camino de pastor al frente de los suyos mediante una vida ejemplar, a través de la cual conducirá a los suyos a la fe, a la verdad y a la vida eterna. Leyendo la carta a Tito vemos que si en verdad queremos ser capaces de exhortar a los demás para llevarlos a la salvación, debemos ser los primeros en adherirnos a la Palabra de Dios, haciendo que se encarne en nosotros y que nos haga ser un signo auténtico de Cristo Salvador para el mundo entero. Y esos primeros deben ser los pastores, los que guían y forman la comunidad, los obispos. La carta a Tito habla del «perfil humano» de nuestros dirigentes. Les pide cosas que parecen muy caseras, pero que, a la larga, son las mejores credenciales de una genuina experiencia evangélica: la capacidad de acogida, la justicia, la fidelidad, el autocontrol. En la carta, San Pablo hace un retrato del obispo como «supervisor» —que eso es lo que significa el término original griego epíscopus— de la comunidad. Detalla lo que no tiene que ser y a continuación señala los rasgos positivos. El hecho de que estas virtudes sean ante todo humanas es también un recordatorio no solo para los obispos, sino para todos nosotros, que a veces fallamos, no en altas teologías y en virtudes sublimes, sino en lo más elemental. ¿Somos fieles a las personas, justos, sobrios, hospitalarios, dueños de nosotros mismos, intachables? 

La motivación que nos puede dejar la reflexión de hoy es que somos «administradores» y que la misión que hemos recibido —extender la fe y el conocimiento de la verdad— exige unas cualidades que no hagan perder credibilidad a la Buena Noticia de Dios. Si hemos de ser luz y sal y fermento en medio del mundo (Mt 5,13-16), debemos mostrar el estilo de vida que nos ha enseñado Jesús ante todo en nuestra propia existencia, antes que en nuestras palabras. La naturaleza humana es frágil, nuestra inteligencia, que usualmente consideramos el arma más poderosa, nos engaña constantemente, se presta para las más incomprensibles acciones y engaños... Pareciera que la ambigüedad nos inunda y amenaza con destruir nuestra integridad humana. Sin embargo, en medio del marasmo del relativismo y la suspicacia, surge la honestidad. Jesús en el Evangelio de hoy (Lc 17,1-6) nos urge a hacer de la coherencia, de la honestidad y del testimonio, la palanca de Arquímedes con la que hemos de mover y vencer el mundo de las ambigüedades. Arquímedes decía: «Denme un punto de apoyo y moveré el mundo». Es inevitable que cometamos errores, que equivoquemos nuestras decisiones y que malinterpretemos los buenos signos de la realidad. Pero, podemos aceptar ese desafío con una intención recta y honesta que nos conduzca a hallar el camino adecuado. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de vivir con lealtad nuestra fe en Cristo, de no escandalizar por nuestra mala conducta, de ejercer el perdón con humildad, de tal forma que, en Él, el Padre Dios, de quien somos administradores en este mundo, nos reconozca como sus hijos amados en quienes Él se complace. ¡Bendecido lunes y a darle esta semana con todo! 

Padre Alfredo.

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