sábado, 24 de noviembre de 2018

«Desde nuestra pequeñez»... Un pequeño pensamiento para hoy


Todos conocemos el aceite de oliva, pero tal vez no todos sepamos que, en la antigüedad, éste se utilizaba para también para las lámparas, así que los olivos junto a los candeleros que hoy presenta Juan en el Apocalipsis (Ap 11,4-12) representan la luz del avivamiento espiritual en el que los creyentes debemos mantenernos, la «chispa», diríamos, que debe encender siempre nuestro amor por Dios, por la vida, por servir a los hermanos. En el Antiguo Testamento, aparece la profecía de Zacarías (Za 4) en la que se habla de dos olivos y dos ungidos, parece que refiriéndose —dicen los estudiosos del tema—a dos personajes de la época: Josué y Zorobabel. Aquí no podemos saber a quién está aludiendo Juan: ¿a Moisés y Elías, como en la escena de la transfiguración? ¿a Pedro y Pablo, sacrificados en Roma por Nerón pero luego glorificados en el recuerdo y el culto de la comunidad? Lo importante es que a esos dos testigos la Bestia les declara la guerra. El Apocalipsis hace referencia 36 veces a este personaje que asciende del abismo y por lo tanto su poder es satánico. Las fuerzas del mal —en concreto el emperador romano Domiciano— declaran guerra total e intentan destruir la comunidad de los que creen en Cristo. El simbolismo sigue con los números, porque la muerte de los dos testigos, y por tanto el triunfo de los malvados, dura «tres días y medio», o sea, la mitad de siete, lo que equivale a decir un número imperfecto y no definitivo. Al cabo de esos días resurgen y triunfan delante de todos, animados de nuevo por la vida de Dios. 

A veces, en la historia de la humanidad y en la historia de cada día de los creyentes, parece que prevalece el mal atacando como una bestia, pero no en esa situación que sucedía en el siglo I, con tanta persecución tan terrible que lo que las películas presentan no es nada. Hoy el mal no actúa así, lo hace dividiendo, invitando a una vida light, buscando llenar de soberbia y vanidad a los creyentes, pero, como en la lectura de hoy, eso es por poco tiempo. Van pasando los enemigos de Cristo y él sigue con su plan de salvación. Se suceden los imperios y las ideologías hostiles, pero la comunidad del Resucitado sigue viva, animada por su Espíritu y manteniendo un espíritu de humildad, de pequeñez, de esa pequeéz que se acerca siempre a Jesús y desde allí vive y sirve a la humanidad. La beata María Inés Teresa, hablando de esto, escribe en una de sus cartas: «Cuando de nuestra pequeñez volamos al regazo de Jesús, y en él escondemos todo nuestro ser, reconociendo nuestras deficiencias con humildad y amor, pidiendo perdón filial, y proponiendo eficazmente el ser mejores ¡cuánto y cuánto nos aprovecha nuestra nada! sepamos hijos negociarla. ¡Es un gran tesoro!» (Carta colectiva de enero de 1961). La Iglesia lleva dos mil años luchando, desde la pequeñez de sus miembros, contra el mal externo y el interno, sufriendo, muriendo y resucitando, como su guía y esposo Jesús, soportando con frecuencia —también ahora— persecuciones crueles y organizadas. El drama durará hasta el fin de los tiempos. Así como en el Apocalipsis, en la vida de la Iglesia quedan pasajes muy oscuros de los cuales no tenemos todas las claves interpretativas y ante tantas cosas nosotros debemos mantenernos como testigos, sabiendo que el testigo ha tenido una experiencia, ha participado en un suceso y se compromete con él, se hace fiador pasando por el mundo «haciendo el bien» mientras llega el momento definitivo del encuentro con el Señor donde brillará toda la verdad y sólo la verdad. 

A la luz de todo esto, conviene que en este mundo nosotros, como discípulos–misioneros, no nos entretengamos en cuestiones insignificantes o insólitas que no tienen salida y nos quedemos como los saduceos que aparecen hoy, llenos de soberbia, en el Evangelio (Lc 20,27-40). Hoy también hay quienes dentro y fuera de la Iglesia buscan tender una «emboscada» para que el otro quede mal. Para los saduceos la vida humana, no existía más allá de las implicaciones económicas del devenir de la historia y de lo bien parado que pudieran quedar. Por esto, Jesús, con la frase «Dios no es Dios de muertos, sino de vivos», les cuestiona la falsedad de su fe. Jesús es muy claro incluso hasta el día de hoy en sus aseveraciones y con ellas pone en evidencia el enfrentamiento entre dos proyectos totalmente opuestos: de un lado el Dios de la Vida con su proyecto de humildad, de sencillez, de servicio, de desaparecer para que su gloria brille; de la otra, el dios del dinero, del prestigio, de la soberbia, con su proyecto materialista y sobre todo mercantil. Jesús, entonces, se prepara a dar la lucha definitiva por su Padre, por el Dios que le ha dado la vida a los seres humanos. Este sábado, bajo la mirada humilde de la pequeña María, la fiel servidora del Señor, que guardaba en su corazón las cosas del Señor que eran difíciles de entender, las meditaba y las sacaba luego a la luz, dejemos que el Señor nos hable y nos ayude a nosotros también a tener «nueva vida», a «convertirnos a la verdad» para subir al cielo al final del recorrido y comprendamos que la verdad profunda es que el «mañana en Dios» no tiene nada que ver con este nuestro vivir en este mundo de pasiones descontroladas y de ambiciones materiales. ¡Bendecido sábado! 

Padre Alfredo.

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