viernes, 2 de noviembre de 2018

«Dales, Señor, el descanso eterno»... Un pequeño pensamiento para hoy


Los cristianos tenemos en nuestras manos la certeza de la muerte, la confianza de que hay una vida eterna que empezará en una nueva etapa en nuestra existencia luego de ese momento crucial, pero a pesar de que muchas veces esta etapa de la vida que ahora vivimos es dura e intimidante, es la única que hemos experimentado. Confiamos en las promesas de Cristo y nos consta, por lo que hemos visto en los que ya han dejado este mundo, que la muerte constituye el último capítulo de la historia de la vida humana y miles de personas visitan estos días los cementerios y los columbarios de las Iglesias reflexionando unos sobre las verdades eternas y otros solamente cumpliendo un ritual marcado por la tradición familiar. ¿Pero qué nos dice la fe cristiana sobre la muerte y la vida? La liturgia de hoy es muy rica, propone tres esquemas diferentes para la celebración de la Santa Misa. Yo ilumino mi reflexión con las lecturas que propone la «Tercera Misa», ya que celebraré la Eucaristía esta tarde. En ella pediré por todos nuestros difuntos, los suyos y los míos, además de hacer una oración por quienes —seguro habrá— nadie ofrece un «sufragio», como se suele llamar a las oraciones por los difuntos. En los Libros Santos se llaman «Novísimos» a las cosas que sucederán al hombre al final de su vida, la muerte, el juicio y el destino eterno: el cielo o el infierno. La Iglesia hace presentes a los «Novísimos» de modo especial durante este mes de noviembre. A través de la liturgia, se invita a los cristianos a meditar sobre estas realidades no solo el día de hoy sino todo el mes.

La segunda lectura de esta Misa (1 Cor 15,20-24.25-28) nos recuerda una verdad esencial de nuestra fe: «Cristo resucitó, y resucitó como la primicia de todos los muertos». Como seguidores de Jesús, creemos en una vida tan maravillosa que ni la muerte la sofoca. Si Dios, quien es el amor absoluto, se encuentra al centro de la vida humana, algo proclamado por la Encarnación, la vida, pasión y muerte de Cristo, entonces toda la vida seguirá abriéndose a lo nuevo, aun después de la muerte, resucitando como Él, por eso «Él tiene que reinar» (1 Cor 15,25). Mientras a nuestros ojos todo avanza y todos viajamos hacia la muerte, los cristianos sabemos que más bien todos caminamos hacia la vida, porque la muerte, «el último enemigo» ha sido destruido y no es la última palabra: sólo lo es, en todo caso, sobre unas dimensiones y una etapa de nuestra existencia. Porque cada uno de nosotros es más fuerte que la muerte: «la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna» (Prefacio de una de las misas de difuntos).

El texto de la primera lectura de hoy (2 Mac 12, 43-46) da por supuesto que existe una purificación después de la muerte. Este libro es uno de los que solamente se ha conservado en griego, por lo que no aparece en la Biblia hebrea y Martín Lutero lo consideró apócrifo, está entre los libros llamados «Deuterocanónicos», por eso con nuestros hermanos separados (esperados) no coincidimos en el tema. La Iglesia nos enseña que muchas almas a la hora de la muerte tienen manchas de pecado que merecen un tiempo de «purgatorio» para purificarse de pecados mortales o veniales, ya perdonados en cuanto a la culpa. Las almas de los justos son aquellas que en el momento de separarse del cuerpo, por la muerte, se hallan en estado de gracia santificante y por eso pueden entrar en la Gloria. El juicio particular les fue favorable pero necesitan quedar plenamente limpias para poder ver a Dios «cara a cara». El tiempo que un alma dure en el purgatorio será hasta que esté libre de toda culpa y castigo. Inmediatamente terminada esta purificación el alma va al cielo. El purgatorio no continuará después del juicio final. Hoy nosotros pedimos por todos ellos, los que están en la «Iglesia purgante» y en la «Iglesia Triunfante». El bellísimo evangelio de hoy (Lc 23,44-46.50.52-53; 24,1-6) presenta tres pasos que hemos de considerar en torno a este tema: la muerte del Justo —el Hijo— en manos del Padre, la sepultura y el anuncio de la resurrección: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí». Jesús es «el que vive», es decir, el Viviente por excelencia. ¿No podríamos decir a los que van al cementerio o a los columbarios hoy: «Sus familiares y amigos no están en las tumbas o en los nichos: ellos viven, están con el que vive»? Bien dice San Agustín: «Una flor sobre su tumba se marchita, una lágrima sobre su recuerdo se evapora. Una oración por su alma, la recibe Dios». Pidamos a Dios, por intercesión de la Virgen María y de todos los Santos, que nuestros difuntos tengan una participación en la felicidad eterna y que nos dé, a nosotros los vivos, la conformidad para poder aceptar su voluntad en nuestra pérdida. ¡Dales, Señor, el descanso eterno, y brille para ellos la luz perpetua! ¡Descansen en paz! Amén.

Padre Alfredo.

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