Empiezo la reflexión invitándoles a tomar su Biblia y a abrirla en el Evangelio de San Mateo (Mt 1,18-24)
«18 La generación de Jesucristo fue de esta manera: Su madre,
María, estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se
encontró encinta por obra del Espíritu Santo. 19Su marido José, como
era justo y no quería ponerla en evidencia, resolvió repudiarla en secreto.
20Así lo tenía planeado, cuando el Ángel del Señor se le apareció en
sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer
porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. 21Dará a luz un
hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus
pecados.» 22Todo esto sucedió para que se cumpliese el oráculo del
Señor por medio del profeta: 23Vean que la virgen concebirá y dará a
luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel, que traducido significa: «Dios
con nosotros.» 24Despertado José del sueño, hizo como el Ángel del
Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer.» Palabra del Señor.
Esta perícopa del evangelio de San Mateo recoge la profecía que encontramos en el capítulo 7 de Isaías (Is 7,10-14) y que ahora también quiero leer con ustedes:
«10Volvió Yahveh a hablar a Ajaz diciendo: 11”Pide
para ti una señal de Yahvé tu Dios en lo profundo del seol o en lo más alto.” 12Dijo
Ajaz: “No la pediré, no tentaré a Yahveh.” 13Dijo Isaías: “Escucha,
pues, casa de David: ¿Te parece poco cansar a los hombres, que cansas también a
mi Dios? 14Pues bien, el Señor mismo va a darles una señal: He aquí
que una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre
Emmanuel». Palabra de Dios.
Desde este escrito, del Antiguo Testamento, situado en el contexto histórico del siglo VIII a.C., en Jerusalén, se ve de manera clara que Dios quiere favorecer a su pueblo y ofrece al rey de Israel la petición de una señal de ese compromiso; pero Ajaz anda despistado con otras cosas; su cabeza y su pensamiento no están con Dios. Su desgana en pedir la señal que se le ofrece no viene motivada por el respeto al Señor, sino por pura desidia, porque no da valor alguno a lo que Dios le indica ni a lo que le puede ofrecer. Yahvé Dios, entonces, se enoja con él, pero toma la iniciativa por su cuenta y le anuncia el nacimiento de un príncipe, de un heredero al trono: que históricamente hablando será Ezequías. El nombre que se le da, muestra la presencia de Dios con su pueblo: «Dios-con-nosotros». El término «virgen» puede ser también entendido como «doncella». San Mateo toma este anuncio profético y lo aplica a María y a Jesús. En un plano interpretativo ulterior, vemos que Isaías está profetizando lo que ocurriría en tiempos de José y de María, cuando una mujer virgen daría a luz al que sería la presencia permanente de Dios con los hombres: Jesús, el Salvador, el Mesías prometido, concebido por obra del Espíritu Santo.
Isaías (Is 9,1-3 y 5-6) nos habla, en el contexto que le envolvía, de que la humanidad se encontraba perdida y en la oscuridad, subyugada y oprimida, hasta que vino al mundo «un Niño». Entonces «el pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz ... se rompió el yugo, la barra que oprimía sus espaldas y el cetro de su tirano». Podemos imaginar, entonces, la alegría que deben haber sentido aquellos humildes pastorcitos cercanos a la cueva de Belén cuando el Ángel se les apareció en la Noche de Navidad y les dijo: «Les traigo una buena noticia, que causará gran alegría a todo el pueblo: hoy les ha nacido en la ciudad de David, un salvador, que es el Mesías, el Señor» (Lc. 2, 1-14).
El Señor quiso preparar el corazón de los justos del Antiguo Testamento con las condiciones necesarias para recibir al Mesías. A medida que pasaba el tiempo, Dios iba preparando con mayor intensidad a su pueblo, derramando gracias, hablando, despertando más el anhelo de ver al Salvador y levantando hombres y mujeres que prefiguraban a quienes estarían en relación directa con el Salvador en su venida.
Si entre la fe en las promesas, la esperanza en verlas realizadas y el ardiente amor hacia el Salvador hacía a un corazón más capaz de recibir al Señor, imagínense la intensidad de la fe, la esperanza y la caridad que residían en el Corazón de María, que lo hizo capaz de concebir en su seno al Hijo de Dios.
Porque, ¿quién sería la que más ha esperado en perfección la venida del Salvador? Definitivamente la Virgen Santísima. Toda esta preparación de Dios a su pueblo alcanza su culmen en la Santísima Virgen María, la escogida para ser la Madre del Redentor. Ella fue preparada por el Señor de manera única y extraordinaria, haciéndola Inmaculada. Tanto le importa a Dios preparar nuestros corazones para recibir las manifestaciones de su presencia y todas las gracias que Él desea darnos, que vemos lo que hizo con la Santísima Virgen María. Ella fue concebida inmaculada, sin mancha de pecado, sin tendencias pecaminosas, sin deseos desordenados, su corazón totalmente puro, espera, ansía y añora solo a Dios. Toda esa acción milagrosa del Espíritu Santo en ella tuvo un propósito: prepararla para llevar en su seno al Salvador del mundo. Eso es lo que requiere ser la Madre del Salvador.
Dios se hizo Hombre sin dejar de ser Dios y se encarnó —se hizo carne, o sea, se hizo humano— en el vientre de la Santísima Virgen María y, como dice San Agustín: San Agustín: «Ella concibió primero en su corazón (por la fe) y después en su vientre». Ese misterio de la «encarnación» constituye, para toda la humanidad, el regalo más grande que Dios nos ha hecho. Dios irrumpió decididamente en nuestro mundo por su propia iniciativa. Dios tomó la decisión de venir a nosotros para rescatarnos. Él es quien pone en marcha un plan de amor y de misericordia para nuestra salvación.
Tanto en el Adviento, como en la Navidad se busca reflexionar y meditar sobre este misterio, el más más grande, la encarnación del Hijo de Dios en las entrañas purísimas de la Virgen María. Sobre este tema se ha escrito mucho, pero el misterio no se agota, sino que cada vez sigue aumentando la devoción y la búsqueda de vivir este misterio de tal forma, que repercuta en la existencia de los seres humanos que creen en un Dios Trinitario, el Dios Padre que envía a su Hijo, para que se haga hombre, y nos salve, lo hace por medio de su Espíritu Santo quien lo engendra.
Hoy nosotros podemos preguntarnos: ¿Que le movió a Dios el encarnarse el encarnarse para nacer entre nosotros? Ciertamente que es el amor manifestado en su infinita misericordia y no otra cosa. El amor le llevó y le lleva siempre a buscarnos, a querer tenernos junto a él. Dios quiso purificar unilateralmente a la humanidad mediante la encarnación, el nacimiento, la muerte y la resurrección de su Hijo. Su muerte y resurrección nos han rehabilitado para Dios. Dios ya no procura otra humanidad que le acompañe en su existencia; no es la humanidad la que es corrupta, sino que el pecado es quien la ha corrompido. Entonces Dios no atacará al hombre; atacará al pecado, que es su enemigo, hasta vencerlo, hasta suprimirlo.
Dios mismo ha elegido el cómo y ha decidido hacerlo en fases: Una a través de la encarnación y la misión de su Hijo Jesucristo; otra para que nosotros vayamos venciendo el pecado en nosotros y en nuestra sociedad y haciendo realidad el Reino; y, finalmente, mediante su venida definitiva, cuando ya el pecado sea totalmente suprimido y toda la creación se renueve para ser aquella que Dios pensó, aquella que Dios realizó. Todo esto lo vivimos de una manera muy clara en el tiempo del Adviento.
¡Qué Dios tan admirable, que, a pesar de su Omnipotencia se fija en la miseria humana y viene a su encuentro! ¿Que es el hombre?... «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, para darle poder? Lo hiciste poco inferior a los ángeles» (Salmo 8). El hombre es tan solo un soplo, un enigma, miseria, fatalidad, enfermedad, pobreza... «molécula impalpable» diría la beata María Inés Teresa. Pero, al mismo tiempo, somos eso que Dios, por su amor inmenso y maravilloso alcanza a ver en cada uno: el ser humano es felicidad, amor, esperanza, ilusión, cuerpo, alma, espíritu encarnado... «un latido de su Corazón», diría Madre Inés. Muchas afirmaciones se han dado acerca del hombre unas defendiendo su sublimidad, otras argumentando su fragilidad. El gran pensador y humanista italiano Giovanni Pico della Mirandola (1463- 1494) afirmó: «el hombre puede estar un centímetro más arriba que el mono o a veces un centímetro debajo del cerdo».
Pero el hombre de hoy se ha olvidado que su dignidad le viene de Dios, y que por ese misterio de la Encarnación Dios se hace uno de nosotros, menos en el pecado para enseñarnos a ser sus hijos en el Hijo, porque en Cristo, centro de la creación, somos predestinados a ser hijos (Cf. Ef. 1,3ss). Pero el hombre de hoy reniega de esto y se atreve a presumir la pretensión de haberle enseñado a Dios que somos el centro en la creación y por lo tanto dueños de todo, de las ciencias, del tiempo, del mundo, de la técnica y más... ¡hasta de las leyes de la creación que las quiere cambiar de una manera aberrante!
El tiempo del Adviento (adventus: advenimiento), llevándonos de la mano de la Encarnación del Divino Verbo, quiere resaltar la condición humana herida por el pecado con lo cual hemos venido a ser frágiles, concupisces (tendemos al pecado), mortales. Entonces más que la posibilidad de un super man perfecto e invencible, como afirma Nietzsche, el adviento nos remite a un yermo sediento, un desierto, manos cansadas, rodillas vacilantes, corazón apocado, ojos ciegos, oídos sordos, cojos, lengua muda, cautivos, pena, aflicción (Cf. Is. 35,1-6.10).
El tiempo del Adviento, con el que se abre el año litúrgico, es un espacio para poner la mirada en el misterio de la Encarnación En el Evangelio de San Lucas, cuando el Señor anuncia el año de gracia, dice que «todos los hombres fijaron su mirada en Él» (Lc 4,20). En medio de las grandes oscuridades del mundo, aparece su luz: «La palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, en ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no pudieron apagarla» (ver Jn 1,1-18).
Parecería que Dios ha querido sofocarnos con el golpe nuestro propio individualismo al mostrarnos tales apelativos. Pero, en realidad, nos deja al libre arbitrio para caer en la cuenta de la debilidad de nuestra condición. Todo esto nos produce una ansiosa espera de alguien que nos salve, que nos rescate de lo que parece una irremediable realidad humana. Sin embargo, la misma dinámica de la encarnación nos descubre la verdadera esencia del hombre.
El misterio de el hombre se esclarece en el misterio Cristo el Verbo encarnado. El hombre se ve tocado por el Padre, por el Espíritu, por el Hijo y Dios se deja tocar por el hombre. Y es que en realidad lo humano es mas espiritual de lo que pensamos y lo espiritual es mas humano de lo que pensamos. Lo verdaderamente humano nos llevará al conocimiento de Dios, el verdadero Espíritu de Dios nos llevará a un conocimiento del hombre.
Jesucristo se encarna y nace para volver de la oscura realidad del hombre pecador, en luz; la oscuridad existe porque no hay luz en la oscuridad, pero cuando se enciende la luz en las sombras la oscuridad desaparece, no existe. Jesús con su luz a venido a iluminar la realidad del hombre (Cf. Jn. 1, 5). Esta Luz que brilla en las tinieblas, Luz misteriosa, apacible y tierna viene a encarnarse en la pobreza de nuestros corazones pedregosos para descubrir ante nuestros ojos la riqueza de nuestra humanidad elevada por su gracia (Cf. Ez.36, 26).
La encarnación es la revelación de Dios hecho hombre en el seno de María Santísima por obra del Espíritu Santo. Viene al mundo a través de Ella, prepara con una gracia excelentísima, única y singular, a aquella que sería su Madre, su portadora, el canal privilegiado y la asociada por excelencia en la obra de redención. Dios intervino en la humanidad a través de la mediación materna de María y muchas veces será así. Es a través de Ella que viene el Redentor al mundo. Es Ella quien lo trae y presenta al mundo. Por eso, no podemos fijar la mirada en la Encarnación del Verbo, sin contemplar necesariamente a la Virgen Santísima.
Justo cuando la esperanza de tener un salvador se desvanecía, el ángel Gabriel fue enviado a una virgen comprometida con un hombre llamado José, de la misma tribu de David (Lucas 1,26-38). Ella recibe la impactante noticia que se convertirá en la madre del Mesías, lo que para cualquier judío de esa época significaba el rey ungido de Judá, el sucesor de David. Ser llamado, «Hijo del Altísimo», no era nada nuevo para el rey davídico. Este era uno de sus títulos tradicionales, pero Gabriel también dice que su reino «no tendrá fin». Esto no es entendible, ya que todos los reyes, como cualquier persona, mueren. ¿Cómo podría Él reinar por siempre? Sin embargo esta pregunta palidece en comparación con la que ardía en el corazón de María y que expresó al ángel: «¿Cómo puede ser esto, ya que nunca he tenido nada que ver con ningún hombre?» La respuesta de Gabriel a esta pregunta resultó más difícil de creer de lo que había dicho anteriormente. Parecía que este niño vendría al mundo sin la ayuda de un padre humano. María concebiría por el poder del Espíritu Santo, por lo que el título «Hijo de Dios» que tradicionalmente se le daba al rey de Judá, tomaría un significado completamente nuevo.
Para esto se habían preparado todos los patriarcas, profetas y reyes. El misterio llega a su clímax con la encarnación de Jesús en el seno de María. El título «Emmanuel», Dios con nosotros, que había sido dado a reyes anteriores, tomaría un significado inesperado. Dios se encarna. Llegaría como rey, para hacer lo que los reyes siempre habían hecho en Israel: salvar al pueblo de Dios derrotando a sus enemigos. Pero el enemigo inmortal a ser derrotado será la mortalidad misma. Así es como Él reinará para siempre y así es cómo nosotros somos capaces de reinar con él por siempre bajo la mirada amorosa de su Madre. Ella es instrumento singularísimo en la Encarnación. No podrá nunca el creyente que, por el «fíat» de María, Dios se hizo hombre en Ella. Por eso San Bernardo dijo: «Nunca la historia del hombre dependió tanto, como entonces, del consentimiento de la criatura humana». La alegría de la Encarnación no sería plena en nosotros si la mirada no se dirigiese a aquella que, obedeciendo totalmente al Padre, engendró para nosotros en la carne al Hijo de Dios. Llamada a ser la Madre de Dios, María vivió plenamente su maternidad desde el día de la concepción virginal, culminándola en el Calvario a los pies de la Cruz y en el gozo del Resucitado. San Luis María Grignon de Montfort dirá: «María está tan unida a Cristo que sería más fácil separar la luz del mismo sol, el calor del fuego, los santos de Dios, pero no a María de su Hijo querido».
Pero, como decía hace un rato, los seres humanos tendemos a desdibujar las intenciones iniciales de Dios, y todo el ambiente de preparación y la misma natividad, se ven trastocadas en situaciones superficiales, favoreciendo el consumismo, el comercio, la vanidad y otras cosas más; claro está que también se viven momentos muy significativos, se despierta la caridad y la misericordia, pero se deja a un lado lo verdaderamente importante: reconocer cómo es que Jesús, al encarnarse, cambió la historia de la humanidad. Como discípulos–misioneros tenemos que ser instrumentos para que eso vuelva a suceder, hay que fomentar la esperanza por un mundo más humano, más lleno de amor genuino y auténtica misericordia unos por los otros.
Dejemos que este tiempo litúrgico del Adviento, cumpla su cometido, nos prepare, nos permita meditar y reflexionar acerca de la trascendencia de la Encarnación del Hijo de Dios, lo que hace en nuestras vidas, y cómo prolongar esos efectos en los entornos y ambientes en los cuales nos desenvolvemos, para compartir lo majestuoso, pero al mismo tiempo lo sencillo, de este misterio que Dios nos ha prodigado en su inmenso amor. Que este tiempo siga siendo una oportunidad para dejarnos impregnar, porque no decir embarazar de Dios, para que Jesús, viva y reine en nuestros corazones.
«Ven Señor» es nuestra oración repetitiva en el Adviento, «ven pronto, Señor» proclamaremos y cantaremos. Ven Señor en nuestras manos, a socorrer al ser humano; ven pronto, Señor a hacer que nazcas en un mejor pesebre, el pesebre de nuestro corazón.
Quiero terminar esta meditación con una oración que San Juan Pablo II le compuso a la Virgen Santísima en el tiempo de Adviento:
Ruega por nosotros,
Madre de la Iglesia.
Virgen del Adviento,
esperanza nuestra,
de Jesús la aurora,
del cielo la puerta.
Madre de los hombres,
de la mar estrella,
llévanos a Cristo,
danos sus promesas.
Eres, Virgen Madre,
la de gracia llena,
del Señor la esclava,
del mundo la Reina.
Alza nuestros ojos,
hacia tu belleza,
¡Amén!
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario