Hoy extrañé la lluvia torrencial de las tardes anteriores, así es Dios el Señor de impredecible también en sus planes. La vida a veces va por senderos muy soleados y otras por cañadas oscuras, con uno que otro chapuzón inesperado.
Esta será, Dios mediante, la última noche en «La Trapa», y con esto se ve llegar ya el momento de terminar estos santos ejercicios del alma y el corazón, que me lo tienen latiendo para el Señor en el continuo rezo de la Liturgia de las Horas, tesoro especial de la vida monacal, y no porque uno no las recite, lo que pasa es que ciertamente aquí tienen un tinte especial, aunque estoy seguro de que al Señor también le agradan mis berridos en el pequeño oratorio de mi habitación o ante su divina presencia en el Sagrario.
Ojalá todos los sacerdotes tuvieran la experiencia de vivir unos días en este silencio que cala y que se goza. Decía la beata María Inés que en el silencio se va fraguando la vida de los futuros sacerdotes, así lo expresa en una carta a un seminarista; pero si eso es para el que va empezando... ¡Qué necesario será el silencio para este pobre que lleva tantos y tantos años en la batalla!
Y es que estos días me han servido también para dar gracias por estos 29 años de vida sacerdotal en el seno de la Iglesia y buscando perseverar no solamente cuando es de día y se ve clarito, sino también cuando es de noche y la lluvia arrecia y no parece parar. Si los grillos cantan rítmicamente en medio de la oscuridad... ¿por qué no he de cantar yo más?
Bajo tu amparo me acojo oh Santa Madre de Dios, y me acojo con todo lo que soy y lo que tengo, para que lleves a tu Hijo Jesús con las almas que hoy le pude conquistar. ¡Amén!
Padre Alfredo.
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