jueves, 29 de noviembre de 2018

«Ante la segunda venida del Hijo del Hombre»... Un pequeño pensamiento para hoy


El momento que nos toca vivir, siempre en toda época y en todo lugar, comporta un cambio constante. Nunca, lo que vamos viviendo, vuelve a ocurrir y vamos caminando cada día «a la sorpresa de Dios» confiando en que nos lleva de su mano. ¡Qué difícil debe haber sido para aquellos primeros cristianos de los que nos habla el Apocalipsis, enfrentar ese desencadenamiento de odio por parte de los emperadores romanos que parecía haría desaparecer la Iglesia! El fragmento que hoy se nos invita a meditar (Ap 18,1-2.21-23; 19,1-3.9), se dirige a un conjunto de hombres y mujeres descorazonados, atribulados por una trágica situación de persecución. Juan los anima haciéndoles ver que la persecución sólo durará un tiempo. El reino de la Bestia llegará a su fin, la gran Babilonia —Roma— será aniquilada, esa gran prostituta está juzgada: «Oí algo así como una inmensa multitud que cantaba en el cielo: "¡Aleluya! La salvación, la gloria y el poder pertenecen a nuestro Dios, porque sus sentencias son legítimas y justas. Él ha condenado a la gran prostituta, que corrompía a la tierra con su fornicación y le ha pedido cuentas de la sangre de sus siervos". Y por segunda vez todos cantaron: "¡Aleluya!» Estas palabras, que brotan del corazón inspirado por Dios y lleno de esperanza, son unas aclamaciones tomadas de las asambleas litúrgicas de aquel tiempo y que nos animan también a los que queremos hoy alcanzar la salvación en medio de un mundo que constantemente se debate contra la Bestia. 

Roma es, en este libro sagrado del Apocalipsis, el símbolo de toda civilización impregnada de pecado, que rehúsa amar a Dios porque no lo conoce o lo ha hecho a un lado, sacándolo de la escena diaria. El término «prostituta», que en el desfigurado lenguaje de hoy ya no suena tan fuerte como antes, es un símbolo, el de una pobre humanidad lamentable que se entrega a cualquiera sin encontrar en ello la felicidad, en lugar de darse a su Dios a quien debe serle fiel. Roma, en el Apocalipsis, no representa sólo la idolatría y la persecución de una ciudad que sucumbía ahogada en sus propios pecados, sino también la podredumbre moral, el orgullo dominador, la injusticia y la opresión descarada contra los humildes y los pobres. Y esto no apunta sólo a la Roma de aquel tiempo, sino a todas las civilizaciones que se dejan llevar a esas «corrupciones». En el Evangelio de hoy (Lc 21,20-18), Jesús nos habla de Jerusalén y no de Roma, pero también esta ciudad a la que se refiere y que era supuestamente el centro de la vida de fe del pueblo judío, sucumbe como consecuencia de su pecado. La destrucción de la que habla el evangelista, como todas las catástrofes históricas, además de ser un suceso social y político, es un acontecimiento religioso que debe envolver y cuestionar el alma del creyente. La ciudad santa sucumbe víctima de sus deslices, de sus faltas, de su haber rechazado la salvación que se le ofrecía en Jesús. El Señor Jesús, en las fuertes palabras que hoy leemos en San Lucas, expresa su compasión por las víctimas y pone en guardia a los discípulos–misioneros para que no perezcan. Ellos no han firmado acuerdos con este pecado de Jerusalén... ¡no deben perecer en ella! Por eso la ciudad en donde ellos habitan y el pueblo judío, no serán rechazados definitivamente. Su rechazo es una especie de tregua para dar paso a los gentiles (cf. Rm 11). 

Ante la segunda venida del Hijo del Hombre, que se hará patente quizá en el momento menos esperado, el pánico será la actitud del incrédulo, mientras que el gozo será la herencia del creyente. Los verdaderos adoradores de Dios caminarán con la cabeza erguida, rebosantes de gozo el corazón, al encuentro de su Señor, a quien han amado, por quien han vivido, en quien han creído, al que anhelante han estado esperando. Cuando nosotros también, como aquellos primeros discípulos–misioneros, entonamos Aleluyas, no lo hacemos con orgullo, ni satisfechos de nuestros méritos, ni vengándonos de los enemigos de Cristo y la Iglesia, sino humildemente, y con el deseo de que esta salvación sea universal, que nadie quede fuera de este cortejo que, en el día del juicio, pasará a gozar para siempre de la contemplación de Dios cara a cara. La liturgia de la palabra de estos días, preparándonos para el Adviento ya inminente, nos va ubicando, de esta manera tan gráfica, en una espera atenta de la venida de nuestro Salvador. Esperamos, de alguna manera, lo que ya poseemos. Y esa esperanza es tan cierta como las mismas intervenciones del Dios liberador en la historia de su pueblo cada día. ¡Bendecido jueves en el que, después de compartir unas horas con mi familia de sangre y con mi familia extendida de la Sultana del Norte, regreso, Dios mediante, a mi querida «Selva de Cemento» en donde me espera el gozo de la Hora Santa para adorar al Cordero bajo la consoladora mirada de María y saberme unido a todos los que anhelamos la Salvación! 

Padre Alfredo.

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