Una de las acciones que más llenan el corazón y la vida de todo discípulo–misionero de Cristo, junto al amor a Jesús Eucaristía, que es el mismo Cristo del Evangelio, es la escucha y la recepción de la Palabra de Dios y, una de las tareas más bellas y comprometedoras, es el anuncio de esa misma Palabra. Esta es la tarea del misionero, y, el misionero, como dice el Papa Francisco, es aquel «que se hace servidor del Dios-que-habla, que quiere hablar a los hombres y a las mujeres de hoy, como Jesús hablaba a los de su tiempo, y conquistaba el corazón de la gente que venía a escucharlo desde cualquier parte y quedaba maravillada escuchando sus enseñanzas» (Discurso del 1 de octubre de 2015). Algunos definen a los misioneros como obstinados, audaces, abnegados, llenos de coraje y entrega que van a los lugares más castigados del planeta, poniéndose siempre del lado de los más pobres, cumpliendo su vocación y la llamada de la misión fuera del lugar que los vio nacer. Hace 39 años, en un día como hoy, la beata María Inés Teresa consolidaba un proyecto que Dios había puesto en su corazón y nacía oficialmente el instituto de los «Misioneros de Cristo para la Iglesia Universal» con un grupito de jóvenes que sintonizaban con ella en el anhelo misionero de llevar a Cristo a cuantos corazones hay en el mundo entero para «que todos le conozcan y le amen».
No es casualidad que el texto del Apocalipsis que hoy nos presenta la lectura de la palabra (Ap 10,8-11) nos narre el gesto simbólico del ángel que ofrece a Juan «un librito abierto» para que lo coma y lo devore. Éste así lo hace y experimenta en él mismo los contrarios sabores de la dulzura y la amargura. Similar gesto consta en la profecía de Ezequiel (Ez 3,1-2) y en la condición de ser y quehacer de cada misionero de Cristo y de cada uno de los discípulos–misioneros conscientes del encargo misionero recibido desde el bautismo. Recibimos gratis la Palabra de Dios, la aceptamos y la digerimos, para hacerla nuestra y llevarla a los demás. Hoy, en este texto encuentro una sencilla imagen para repasar mi vida misionera y agradecer esta vocación de anunciar el mensaje restaurador de Dios gracias al «Sí» de una santa mujer que no conoció fronteras de ninguna clase que sabía que el misionero es ante todo un enamorado de Jesús Eucaristía a quien anuncia a través de la Palabra divina y a quien adora con la humanidad entera en su presencia sacramental, sobre todo a la hora de celebrar la Santa Misa. El misionero, desde la visión del corazón sin fronteras de Madre Inés, es alguien que está lleno de la Escritura, para descubrir en ella el misterio del plan de Dios sobre el mundo, a fin de ser capaz de hacer nuevas aplicaciones en función de la realidad presente que va atravesando la humanidad, así lo revelan muchas de sus cartas, no solo las enviadas a los Misioneros de Cristo sino al resto de la familia misionera por ella fundada.
Esto es lo que hace san Juan, que vuelve a tomar pasajes del Antiguo Testamento, se nutre de ellos, los asimila y aclara con ellos las cuestiones contemporáneas. La Palabra de Dios, contenida en el Libro Santo, tiene aspectos maravillosos, dulces, reconfortantes algunas veces y difíciles, duros, exigentes. Es dulce porque revela al misionero el sentido de su llamada por ser un elegido, pero también es amarga, porque pone al descubierto los pecados, las insuficiencias, la miseria, que sacude la tibieza y la cobardía al ser enviado. El misionero no tiene que buscar el hilo conductor de lo que «va a suceder», esta es una curiosidad ilusoria, el misionero está seguro de la presencia de Dios en el acontecer de la historia porque en el contacto con esa misma Palabra sabe que debe nutrirse en la «casa de oración» (Lc 19,45-48) para sintonizar, cada día, con el modo de pensar y de actuar de Dios. El espacio y el tiempo sagrado constituyen, para todo discípulo–misionero, un espacio fundamental para encontrarse de corazón a corazón con el Dios que le ha llamado y le ha enviado. Madre Inés dejó como patrona principal de los Misioneros de Cristo a la Santísima Virgen de Guadalupe, así que a ella, hay que encomendar a cada uno de los misioneros el día de hoy y pedirle a Dios, por su intercesión materna, por esta obra para que, cada uno de sus miembros obtenga la gracia de vivir lleno de su amor en el lugar donde se encuentre, colaborando a que en medio de el ir y venir de este mundo, que parece a veces desbocado por tantos intereses, conozca y ame al verdadero Dios por quien se vive. Me felicito y los felicito, hermanos Misioneros de Cristo. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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