En México, especialmente en algunos estados del centro del país, en nuestros días, se celebra con mucho sentido «la fiesta de los muertos», una celebración de origen prehispánico que honra a los difuntos, y que fue «cristianizada» desde la fe católica por los primeros misioneros. Los antiguos mexicas y otras etnias como los purépechas, nahuas y totonacas celebraban esta fiesta para entrar «en contacto» con los muertos a través de «una ofrenda». Los indígenas hacían una gran celebración en la primera luna llena del mes de noviembre, para celebrar la terminación de la cosecha del maíz y creían que ese día de fiesta, los difuntos tenían autorización para regresar a la tierra a celebrar y compartir con sus parientes vivos, los frutos de la madre tierra.
Así, la historia de México muestra que el culto a la muerte en este país lleno de tradiciones, se remonta por lo menos a 1800 años A.C., y que llegó a tener un gran auge con ellos, los mexicas, que eran considerados el «pueblo de la muerte», pues para ellos la muerte no representaba el final de la vida, sino simplemente veían este paso como una transformación. Creían que las personas muertas, a las que ellos no enterraban sino incineraban, se convertirían en colibríes para volar acompañando al Sol, cuando los dioses decidieran que habían alcanzado cierto grado de perfección. Mientras esto sucedía, los dioses se llevaban a los muertos a un lugar al que llamaban «Mictlán», que significa «lugar de la muerte» o «residencia de los muertos» para purificarse y seguir su camino. Las festividades eran presididas por el dios Mictecacihuatl, conocido como «La Dama de la Muerte» (actualmente sería «La Catrina») y eran dedicadas a la celebración de los niños y las vidas de parientes fallecidos.
Cada año, en la primera noche de luna llena en noviembre, en aquella fiesta, los familiares visitaban la urna donde estaban las cenizas del difunto y ponían alrededor el tipo de comida que le gustaba en vida para atraerlo, pues decían que este día tenían permiso para regresar a este mundo y visitar a sus parientes que habían quedado en la tierra. Adornaban, además, los lugares del encuentro con flores de cempazúchitl, que son de color anaranjado brillante, y las deshojaban formando con los pétalos un camino hasta el templo, para guiar al difunto en su camino de regreso a Mictlán.
Los misioneros españoles al llegar a México aprovecharon esta costumbre, para comenzar la tarea de la evangelización a través de la oración por los difuntos y dándole un sentido cristiano a los elementos que componen el altar de muertos.
Estos misioneros, hombres llenos de fe, que se dieron a la tarea de leer los signos de los tiempos en aquel entorno, les enseñaron a darle un sentido cristiano y entre los elementos más representativos del altar que se conservaron se hallan los siguientes:
La imagen del o de los difuntos en retratos, pinturas o dibujos de quienes ya han dejado este mundo y a quienes se dedica la ofrenda. También se colocan imágenes religiosas que manifiestan la unión entre la «Iglesia peregrina», aquí en la tierra; la «Iglesia purgante», en el tiempo de espera en el purgatorio y la «Iglesia triunfante» en el cielo, a donde todos esperamos llegar.
El camino de flores de cempazúchitl, como camino que dirige hacia el templo católico, con la finalidad de señalar al difunto el único camino para llegar al cielo. Esta flor es símbolo de Dios que hace florecer la vida de las almas y proclama, con su belleza, la flor habla de la vida eterna como don de Dios. Además del camino de pétalos de esta flor, de coloca una cruz elaborada con los mismos pétalos. Esa cruz florida significa que todos los caminos, los cuatro puntos cardinales, los brazos de la cruz, llevan a Dios, el centro donde se cruzan los brazos. Nos habla también de la redención de Cristo, vencedor de la muerte.
Los indigenas fabricaban calaveras de barro o piedra y las ponían junto del altar de muertos que adornaban festivamente para tranquilizar al dios de la muerte. Los misioneros, en vez de prohibirles esta costumbre pagana, les enseñaron a fabricar calaveras de azúcar como símbolo de la dulzura de la muerte para el que ha sido fiel a Dios y les explicaron que el papel picado y de de colores, recortado con motivos alusivos a la muerte, tiene el sentido religioso de ver la muerte sin tristeza, pues es sólo el paso a una nueva vida, como ellos ya lo creían.
El altar sigue siendo, hasta la fecha, la representación iconoplástica de la visión que el pueblo mexicano tiene sobre el tema de la muerte, y de cómo la alegoría conduce a distintos temas implícitos y los representa en forma armónica dentro de un solo enunciado: «El altar» que, desde antiguo, se colocaba con velas, por tradición las más que sea posible, porque la luz era para que «los invitados especiales» supieran por donde llegar y por donde retirarse al amanecer. Hoy estas velas, para el creyente, significan la iluminación del camino para que las almas lleguen a disfrutar de la luz divina, recordando que en un cirio encendido, la Iglesia simboliza la resurrección de Cristo en la Pascua. En Él nos movemos, existimos y somos, y por eso recordamos a la iglesia triunfante que goza ahora de la presencia beatifica de Cristo y con Él de la Trinidad. Al igual que la Santísima Virgen María, Madre del Verdadero Dios por quien se vive, sufre la muerte de su Hijo, también, como ella, la Iglesia se goza de su Resurrección Gloriosa y espera la resurrección de todos en el último día.
El vaso de agua, que siempre es colocado (uno o varios) sobre el altar, y que era «para calmar la sed del caminante«, es ahora signo del agua viva para nunca tener sed. La gracia, participación de la vida divina, también se simboliza con el agua, de la cual tenemos sed.
El copal es el incienso mexicano que desde tiempos ancestrales se utiliza, es un elemento representativo que une la tierra con el cielo. Con el incienso, la Iglesia simboliza la oración, la alabanza grata a Dios que llega a su presencia pidiendo por nuestros difuntos.
Un plato con sal, que hace referencia al Bautismo en el que antiguamente se daba a los niños un poco de sal para saborear a Cristo que nos invita a ser sal del mundo y a darle sabor a la vida de los demás anunciando la Buena Nueva del Evangelio.
Las ofrendas pueden variar y consisten principalmente en alimentos o cosas que le gustaban al difunto: dulce de calabaza, dulces de leche, el pan (que no puede faltar), flores y diversos gustos con los que se recreaban. Estas ofrendas, para el cristiano, simbolizan las oraciones y sacrificios que los vivos ofrecerán por la salvación de los familiares y amigos difuntos. Es un signo de comunión, lo cual no significa que nuestros difuntos bajen a comer o a recrearse con nosotros.
Esta fiesta mexicana va cargada de toda una serie de elementos del folklore que únicamente se ven en esta época del año y que giran en torno a los muertos. Uno de ellos es el pan de dulce llamado «pan de muerto» hecho con levadura, un pan con una bola en medio que representa una calavera y adornos en forma de huesitos que todos degustan en la cena del día 1 y el desayuno del día 2 de noviembre recordando que todos vamos a morir. Hoy comemos el Pan de Vida, la Eucaristía, presencia real de Cristo, que murió para que tuviéramos vida.
También en estos días son muy tradicionales los cráneos hechos de azúcar o chocolate, que se regalan a las amistades, con su nombre escrito en la frente. Parte de los obsequios representativos son «Las calaveras» versos con rima escritos por la gente, y que narran de forma graciosa, con ironía, picardía y gracia, el encuentro con la Muerte de familiares, amigos o personajes de la política.
Los comerciantes han sabido aprovechar esta fiebre mortuoria y quizás gracias a ellos es que en la actualidad las ciudades también festejan este evento tradicional. Aunque en las ciudades las celebraciones son muy importantes, los lugares más tradicionales para esto son Janitzio, Pátzcuaro y Tzintzuntzan en Michoacán y algunos lugares de Oaxaca.
Yo les dejo aquí mi calavera de este año:
Estaba el padre Alfredo
sumergido en sus libros
para comentarlos en su blog
junto a una canción.
En eso llegó la huesuda y le dijo:
«padrecito, se acabó la función».
Ha llegado el día de llegar
al final de la estación.
El cielo te espera para leer y leer
sin ninguna interrupción,
amando y contemplando al Señor,
en una eterna fascinación.
Padre Alfredo.
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