viernes, 30 de noviembre de 2018

«El cambio, una nueva oportunidad»... Un pequeño pensamiento para hoy


Se acaba el penúltimo mes del año y se acaba, para México un periodo en su historia, y esto hay que tomarlo en cuenta, porque nuestra historia de salvación se construye dentro de la historia de cada pueblo y nación, esa historia que abarca todas las áreas de la persona y de una manera especial el campo de la política, recordando que el hombre es, como decía Aristóteles, un «zoon politikon», en español: «animal político o social», haciendo referencia al ser humano, el cual a diferencia de los animales posee la capacidad natural de relacionarse políticamente creando sociedades y organizando la vida en ciudades-estado. En México, el último día del gobierno de Enrique Peña Nieto, deja un pedazo de la historia que repercutirá para bien y para mal en la vida pública del México contemporáneo que a muchos nos toca vivir. ¿Quién puede evitar hablar de política este viernes si estamos «ad portas» de un nuevo estilo de gobierno con Andrés Manuel López Obrador, un hombre a quien, según las encuestas, el 90% de los mexicanos sí lo conoce bien. A estas alturas los mexicanos comentamos muchas cosas de lo vivido y de aquello que imaginamos cada quien que iremos a vivir. Son muchos los comentarios que se escuchan, son tantas las cosas que se comentan, son innumerables los «memes» que circulan... 

Lo cierto es que si quien opina —hablando, escribiendo o «memeleando»—, en este y en todos los países del mundo no se compromete a ser un hombre y una mujer nuevos cuando hay una oportunidad de volver a empezar, la historia no irá a metas más altas de desarrollo en ningún sentido, porque no habrá nadie que, como arte de magia, venga a cambiar una vida, una sociedad pensante, un país. Las estadísticas (Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social «Coneval») dicen que el nuevo presidente recibe México con casi 55 millones de personas pobres y habla de una pobreza obviamente material. Yo me pregunto: ¿y la pobreza espiritual del mexicano, hasta dónde ha llegado en los últimos años? ¡Es inmensamente mayor que la económica! Y no culpo al gobierno saliente, ni espero el remedio del gobierno entrante, sino creo que es un momento clave de hacer lo que «Andrés», pero San Andrés el Apóstol que hoy celebramos en la liturgia. El fragmento de la carta a los Romanos que leemos hoy, en esta fiesta (Rom. 10,9-18), nos recuerda que nada ni nadie puede quedarse sin el anuncio del Evangelio, conforme a la voluntad de Cristo, nuestro Dios y Salvador y habla de la voz de los mensajeros, que debe resonar en el mundo entero y esa voz, ese mensaje de salvación, empieza a resonar cuando salimos de nosotros mismos, de nuestra zona de confort porque tenemos a Cristo y no nos lo quedamos sólo para nosotros, sino lo damos a los demás (Mt 4,18-22). Mientras muchos permanezcan ligados a sus egoísmos, ninguna estrategia de cambio funcionará. 

El que no conoce a Cristo, pero al verdadero Cristo, al Cristo de la Escritura que muchos ignoran; el que trabaja desplazando a Cristo de su vida y de la escena social; el que trabaja y negocia al margen de Cristo y de los criterios del Evangelio, no puede arrogarse para sí, el título de hijo de Dios y de cristiano, pues todo lo que haga para que el mundo sea más recto y justo utilizando la violencia y la destrucción de los que considera malvados, en lugar de salvarlos estará indicando que en lugar de ser hijo de Dios es hijo del autor y padre de la mentira, del pecado y de la muerte. No podemos hacer relecturas del Evangelio conforme a nuestros criterios según los gobernantes en turno. No podemos justificar nuestras injusticias interpretando la Escritura a nuestra conveniencia según nos vaya a ir bien o mal. El Señor nos pide fidelidad a Él, mediante la doctrina transmitida a nosotros por medio de los apóstoles y sus sucesores. Ellos, como Andrés, no se guardaron las cosas para sí mismos, sino vivieron lo que el Papa Francisco llama «Una Iglesia de salida». Si queremos realmente trabajar por la salvación de los demás aquí en México y en el mundo entero, aprendamos a conocer a Cristo y a llevarlo a los demás, como hizo San Andrés y vivamos, con gran amor, nuestra fidelidad a su Iglesia. La Escritura dice que Andrés «encontró primero a su hermano Simón, y le dijo: “¡Hemos hallado al Mesías!”» (Jn 1,41). La Madre de Dios y Madre nuestra —La «Esclava del Señor»— no quiso otra cosa que cumplir con su vida la voluntad de Dios: y después de que se manifestó al arcángel, anunciándole que sería la Madre del Mesías, se encaminó presurosa con sencillez a compartir el gozo en el servicio y en el animar a quien lo necesitaba: una mujer mayor para vivir un embarazo, una casa en donde el marido había quedado mundo, un hogar que necesitaba escuchar palabras de aliento. Conducidos por su ejemplo y ayuda y haciendo como San Andrés, experimentemos asimismo las delicias del triunfo de Dios en cada uno no por un cambio de gobierno en este o cualquier otro país, sino por el cambio constante que Cristo puede dar al corazón que se deja amar, cautivar y amar por Él. ¡Bendecido viernes! 

Padre Alfredo.

jueves, 29 de noviembre de 2018

«Ante la segunda venida del Hijo del Hombre»... Un pequeño pensamiento para hoy


El momento que nos toca vivir, siempre en toda época y en todo lugar, comporta un cambio constante. Nunca, lo que vamos viviendo, vuelve a ocurrir y vamos caminando cada día «a la sorpresa de Dios» confiando en que nos lleva de su mano. ¡Qué difícil debe haber sido para aquellos primeros cristianos de los que nos habla el Apocalipsis, enfrentar ese desencadenamiento de odio por parte de los emperadores romanos que parecía haría desaparecer la Iglesia! El fragmento que hoy se nos invita a meditar (Ap 18,1-2.21-23; 19,1-3.9), se dirige a un conjunto de hombres y mujeres descorazonados, atribulados por una trágica situación de persecución. Juan los anima haciéndoles ver que la persecución sólo durará un tiempo. El reino de la Bestia llegará a su fin, la gran Babilonia —Roma— será aniquilada, esa gran prostituta está juzgada: «Oí algo así como una inmensa multitud que cantaba en el cielo: "¡Aleluya! La salvación, la gloria y el poder pertenecen a nuestro Dios, porque sus sentencias son legítimas y justas. Él ha condenado a la gran prostituta, que corrompía a la tierra con su fornicación y le ha pedido cuentas de la sangre de sus siervos". Y por segunda vez todos cantaron: "¡Aleluya!» Estas palabras, que brotan del corazón inspirado por Dios y lleno de esperanza, son unas aclamaciones tomadas de las asambleas litúrgicas de aquel tiempo y que nos animan también a los que queremos hoy alcanzar la salvación en medio de un mundo que constantemente se debate contra la Bestia. 

Roma es, en este libro sagrado del Apocalipsis, el símbolo de toda civilización impregnada de pecado, que rehúsa amar a Dios porque no lo conoce o lo ha hecho a un lado, sacándolo de la escena diaria. El término «prostituta», que en el desfigurado lenguaje de hoy ya no suena tan fuerte como antes, es un símbolo, el de una pobre humanidad lamentable que se entrega a cualquiera sin encontrar en ello la felicidad, en lugar de darse a su Dios a quien debe serle fiel. Roma, en el Apocalipsis, no representa sólo la idolatría y la persecución de una ciudad que sucumbía ahogada en sus propios pecados, sino también la podredumbre moral, el orgullo dominador, la injusticia y la opresión descarada contra los humildes y los pobres. Y esto no apunta sólo a la Roma de aquel tiempo, sino a todas las civilizaciones que se dejan llevar a esas «corrupciones». En el Evangelio de hoy (Lc 21,20-18), Jesús nos habla de Jerusalén y no de Roma, pero también esta ciudad a la que se refiere y que era supuestamente el centro de la vida de fe del pueblo judío, sucumbe como consecuencia de su pecado. La destrucción de la que habla el evangelista, como todas las catástrofes históricas, además de ser un suceso social y político, es un acontecimiento religioso que debe envolver y cuestionar el alma del creyente. La ciudad santa sucumbe víctima de sus deslices, de sus faltas, de su haber rechazado la salvación que se le ofrecía en Jesús. El Señor Jesús, en las fuertes palabras que hoy leemos en San Lucas, expresa su compasión por las víctimas y pone en guardia a los discípulos–misioneros para que no perezcan. Ellos no han firmado acuerdos con este pecado de Jerusalén... ¡no deben perecer en ella! Por eso la ciudad en donde ellos habitan y el pueblo judío, no serán rechazados definitivamente. Su rechazo es una especie de tregua para dar paso a los gentiles (cf. Rm 11). 

Ante la segunda venida del Hijo del Hombre, que se hará patente quizá en el momento menos esperado, el pánico será la actitud del incrédulo, mientras que el gozo será la herencia del creyente. Los verdaderos adoradores de Dios caminarán con la cabeza erguida, rebosantes de gozo el corazón, al encuentro de su Señor, a quien han amado, por quien han vivido, en quien han creído, al que anhelante han estado esperando. Cuando nosotros también, como aquellos primeros discípulos–misioneros, entonamos Aleluyas, no lo hacemos con orgullo, ni satisfechos de nuestros méritos, ni vengándonos de los enemigos de Cristo y la Iglesia, sino humildemente, y con el deseo de que esta salvación sea universal, que nadie quede fuera de este cortejo que, en el día del juicio, pasará a gozar para siempre de la contemplación de Dios cara a cara. La liturgia de la palabra de estos días, preparándonos para el Adviento ya inminente, nos va ubicando, de esta manera tan gráfica, en una espera atenta de la venida de nuestro Salvador. Esperamos, de alguna manera, lo que ya poseemos. Y esa esperanza es tan cierta como las mismas intervenciones del Dios liberador en la historia de su pueblo cada día. ¡Bendecido jueves en el que, después de compartir unas horas con mi familia de sangre y con mi familia extendida de la Sultana del Norte, regreso, Dios mediante, a mi querida «Selva de Cemento» en donde me espera el gozo de la Hora Santa para adorar al Cordero bajo la consoladora mirada de María y saberme unido a todos los que anhelamos la Salvación! 

Padre Alfredo.

miércoles, 28 de noviembre de 2018

«Todas las naciones vendrán a adorarte»... Un pequeño pensamiento para hoy

El fragmento que Juan nos presenta hoy en el Apocalipsis (Ap 15,1-4) se ve a los cristianos, el nuevo pueblo de Dios, como, vencedores de la «Bestia», vencedores del mal que, habiendo salvado el obstáculo —el mar, como en el Éxodo—, después de su largo sufrimiento de la persecución y de las pruebas entonando alegres un cántico eucarístico. El fin del mundo y de la historia lo podemos imaginar como la suprema fiesta de Pascua, de la cual la primera, a orillas del Mar Rojo, no era más que un exangüe anuncio. ¡Al fin libres! ¡Al fin, salvados definitivamente! ¡Al fin poder ver a Dios cara a cara! Una humanidad llegada al termino de su larga marcha... una humanidad que ha vencido a la Bestia... una humanidad que canta... Pero, este mensaje de salvación está cifrado, como he comentado en días anteriores, y está así porque era peligroso y debía circular clandestinamente entre gente acosada por la policía imperial. Sólo los conocedores de la Biblia podían comprenderlo del todo, porque, la historia de nuestra salvación está inserta en la historia profana, es fermento en el corazón de la historia humana. Los Estados, los jefes del Gobierno, los políticos como Nerón y Domiciano en aquellos tiempos, como Hitler o Calles en nuestros tiempos, como algunos de los que viven y gobiernan actualmente en diversas partes del mundo, están implicados en ese gran desarrollo histórico, donde se juega el combate de la Fe. Todavía hoy hay persecuciones... 

Aquellos cristianos que han vencido, entonan el cántico de Moisés y el cántico del Cordero que decimos cada semana en Vísperas: «Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios todopoderoso; justo y verdadero tu proceder, rey de las naciones» (Ap 15,3). Este canto es la acción de gracias de los salvados, de los que han escapado al gran peligro. No olvidemos que ese «cántico» es propuesto para consolar a perseguidos, a hombres y mujeres echados como pasto a las bestias. Es una alegría y una acción de gracias conquistadas con gran esfuerzo personal y de comunidad: «Sólo tú eres santo, y todas las naciones vendrán a adorarte» (Ap 15,4). A pesar de que nosotros no vemos todavía la realización efectiva de ese gran designio, creemos el Señor trabaja en él. Ha comenzado la liberación de toda servidumbre, y avanzamos hacia la meta, nos encaminamos siguiendo «sus caminos»... y todas las naciones están en marcha hacia el Señor, ese es nuestro anhelo. Por eso la beata María Inés decía en su oración: «Dios mío, dame en herencia las naciones; todas, absolutamente todas, las quiero para mi Jesús Eucaristía» (Postula me et dabo tibi gentes). Así, se repite el éxodo de Moisés y los suyos, ahora con el nuevo pueblo guiado por Cristo Jesús, el Gran Libertador. La victoria es segura, aunque tengamos que pasar por mil penalidades, los cristianos del siglo I y los del XXI vamos a terminar cantando himnos victoriosos y pascuales. Pero, ciertamente ningún político de aquellos tiempos ni de la actualidad se animaría a proponer la persecución como el resultado de su triunfo electoral. Tampoco ningún líder prometería la muerte y la separación familiar a sus seguidores. Sin embargo, éste es el discurso de Jesús, el «Cordero de Dios» que nos ha amado hasta dar la vida por nosotros (Ap 1,5). Cristo, en el Evangelio de hoy (Lc 21,12-19) prevé la cárcel, la persecución, la excomunión, a quienes lleven su nombre. Y estos males no provendrán de desconocidos. Dice que serán los mismos familiares, los vecinos, los amigos, quienes los entregarán al poder opresor. Creo que Jesús no sería hoy un buen político, no podría hacer buena campaña que atrapara masas en los medios de comunicación; no se ganaría ni a su familia, que, por cierto, consideraban que estaba loco (Mc 3,21). Pero lo bueno de esta promesa es que Jesús no mintió, como muchos políticos que prometen el cielo y las estrellas. 

Quienes han optado por el mensaje de liberación del que el Señor habla, los que han perseverado en el seguimiento del Cordero, han sufrido todas esas cosas. En definitiva sabían lo que vendría como consecuencia de sus opciones. No los sorprendió la traición, y hasta podríamos decir que la esperaban. No quedaron desahuciados por la expulsión de sus familias, de sus ambientes o de sus grupos religiosos, porque sabían que en el seno de ellos estaba acechando el mal y la envidia. Incluso hay que afirmar que cuando la predicación del Evangelio no molesta o inquieta a nadie, es porque ha perdido su fuerza. La muerte, para el Evangelio, es Vida y triunfo. Porque la Bestia es derrotada en cada santo, en cada mártir que genera. Porque la luz de estos testigos de la vida sigue tanto o más fuerte en su pueblo que cuando ellos vivían. Porque su mensaje, luego de su muerte, se hace creíble y esperanzador. La Bestia es vencida, aunque cree que ha vencido. Porque la Bestia no puede cortar toda la vida que está en los testigos, ni puede cortar la vida de todo un pueblo. Que el Señor nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, estar abiertos a las inspiraciones del Espíritu Santo en nosotros, dejándonos conducir por Él hasta lograr la eterna bienaventuranza sin temor a todas esas consecuencias de amar al estilo del Cordero que, como dice San Pablo: «Me amó, y se entregó por mí» (Gál 2,20). Y, ¿qué porque escribo a esta hora? Es que estoy en la famosa «Sala B» esperando el cacharro volador que me llevará a Monterrey a darle el abrazo a Eduardo mi hermano que hoy cumple años. ¡Felicidades Lalo, el Señor, a través de nuestros padres nos puso juntos por una razón, cada uno hemos hecho nuestra vida, pero mi amor y cariño por ti no ha cambiado; nunca olvidemos lo que hemos vivido juntos. Mis mejores deseos y un abrazo! ¡Bendecido miércoles a todos! 

Padre Alfredo.

martes, 27 de noviembre de 2018

«VIgilantes porque ya llega el Señor»... Un pequeño pensamiento para hoy

La mies está lista, la uva, en su punto. El Cordero, Cristo, el Juez de la historia, está listo para la cosecha, nos dice hoy el Apocalipsis (Ap 14,14-19) y, aunque como he dicho, este libro no tiene como tema central el fin del mundo, sí hace una impresionante alusión a este acontecimiento que habrá de venir y nos coloca, de alguna manera, frente al que el escritor inspirado llama con el mismo nombre que Daniel en su profecía: alguien que parecía un ser humano». Es Cristo Rey, «el Hijo del Hombre», como se le llama repetidamente en el evangelio. Por eso viene sobre una nube blanca, símbolo de la divinidad y con una corona ceñida sobre su cabeza. Con una hoz afilada para la siega. Y otra hoz afilada para la vendimia. Llegará, ciertamente, ese momento del juicio de Dios, la hora de la verdad y se verá quién vence y quién es derrotado. El salmista (Salmo 95) lo había anunciado invitándonos a colocarnos: «delante del Señor, que ya llega, ya llega a regir la tierra, regirá el orbe con justicia y los pueblos con fidelidad». A Dios se le reconoce por su amor y su misericordia y esa misericordia salvará al que, en esta vida, la haya concretizado en actos de amor. Toda esta simbología no ha de verse literalmente. Son símbolos tomados de la vida campesina que intentan explicar cómo será el fin de los tiempos. El Apocalipsis nos pone delante la imagen grandiosa de la siega cósmica, para castigo de los adoradores de la Bestia, los idólatras, el castigo «en el gran lagar de la cólera de Dios», que se describe con una muy evidente exageración literaria, para expresar la seriedad y universalidad del juicio de Dios. 

El tono de todo el libro del Apocalipsis es, como he afirmado varias veces, de victoria y fiesta para animar a los seguidores del Cordero en medio de las dificultades —la persecución de Domiciano y Nerón— y sinsabores de esta vida. Por lo menos a mí, sin asustarme, me hace mucho bien leer en estos días en estos últimos días del año litúrgico este libro sagrado. Pensar que al final habrá un examen sobre nuestra vida y el ejercicio de la misericordia me anima a seguir buscando el Reino de Dios y su justicia, sabiendo que lo demás vendrá, como dice el mismo Cordero de Dios, por añadidura (cf. Mt 6,33). Siento la lectura del Apocalipsis en estos días como una invitación a mirar hacia delante, para recordar a dónde se dirige mi viaje y verificar si el camino y la vivencia que voy recorriendo en mi ministerio y en mi consagración me lleva al destino elegido. No siento a Juan como un —incómodo» que venga a meterme miedo, sino como alguien que llega a cuestionarme sobre la seriedad de mi entrega. Si leemos con cuidado el Apocalipsis, nos damos cuenta de que esa intención de Juan, de animar a los creyentes para que sigan fieles hasta el final, es lo principal del libro. La fe y la vida no están para vivirlas desde el miedo con los brazos cruzados esperando que el mundo se acabe. Al contrario, ambas nos llaman al arrojo de la existencia. La fe nos proporciona serenidad, paz interior, sensatez, capacidad de desprendimiento y de amar la sencillez de la vida. Y la vida es lo que se nos ha otorgado, un regalo de Dios, que hemos de cuidar, y hemos de vivirla con la libertad que nos proporciona el encuentro diario con Dios y con su Palabra. 

Ayer precisamente, en la reunión con los ministros extraordinarios de la comunión eucarística en la parroquia, les insistía en traer siempre la Biblia consigo y leerla, meditarla, estudiarla para hacerla vida. Si cada día tenemos, aunque sea un pequeño contacto con la palabra (www.lecturaymusicaparaelalma.blogspot.com), eso nos llevará a acrecentar la confianza en Dios y a darnos cuenta de que él no nos dejará solos ni en la muerte ni tampoco al final de los tiempos, porque su promesa de amor es para siempre, eterna. A partir de hoy (Lc 21,5-11), y hasta el sábado, leeremos en el Evangelio el «discurso escatológico» de Jesús, el que nos habla de los acontecimientos futuros y los relativos al fin del mundo y si lo leemos desde esta perspectiva miraremos el futuro no como algo que viene a aguarnos la fiesta de esta vida, sino la oportunidad de volver a empezar, porque la vida hay que vivirla en plenitud siguiendo el camino que nos ha señalado Dios y que es el que conduce a la plenitud: la vivencia de la caridad y la misericordia. Lo que nos advierte Jesús es que no nos asustemos cuando empiecen los anuncios del presunto final. Al cabo de dos mil años, ¿cuántas veces ha sucedido lo que él anticipó, de personas que se presentan como mesiánicas y salvadoras, o que asustaban con la inminente llegada del fin del mundo? «Cuídense de que nadie los engañe, porque muchos vendrán usurpando mi nombre» (Lc 21,8). Esta semana y durante el Adviento, escuchamos repetidamente esta invitación a mantenernos vigilantes. Cada día, para el discípulo–misionero que vive a la sorpresa de Cristo es volver a empezar la historia. Cada día es tiempo de salvación, si estamos atentos a la cercanía y a la venida de Dios a nuestras vidas. Caminarnos apresuradamente como María (Lc. 1,39) y como ella al servicio, vivamos como ella sin reparar en dificultades y, como Ella, sentiremos el gozo de cantar, de proclamar las maravillas de Dios, para que la humanidad entera conozca y ame al Señor y alcance la salvación. Yo la visitaré hoy en su bendita casa del Tepeyac y pediré por todos. ¡Bendecido martes! 

Padre Alfredo.

domingo, 25 de noviembre de 2018

«VAYAN TAMBIÉN USTEDES A MI VIÑA»... Un llamado a los Vanclaristas a la evangelización


«Vayan ustedes también a mi viña» (Mt 20,7) dice nuestro Dios, que es un propietario con un terreno inmenso. Desde las horas tempranas de la historia de nuestra salvación, salió al encuentro de hombres y mujeres para que se sumen a la tarea de extender su reino. Él mismo, en su Hijo Jesucristo, ha tomado la responsabilidad y es el primer interesado en conseguir un número inmenso de colaboradores en su terreno. Hay mucho trabajo que hacer, y los que hemos sido escogidos no podemos quedarnos con los brazos cruzados. Será pesado el día y habrá horas de bochorno, es cierto; pero vale la pena poder ayudar en algo en este proyecto divino. Ahora que han pasado los diversos encuentros regionales de Van-Clar en México, y en este día en que celebramos la fiesta de Nuestro Señor Jesucristo Rey del universo, que, a nosotros como misioneros, nos incumbe del todo, me viene compartir con ustedes esta reflexión que espero les ayude. Con ella va mi admiración y gratitud a cada uno de nuestros hermanos Vanclaristas diseminados en diversas naciones del mundo que necesita el contagio de ese «sí» que han dado al amo de la viña.


1. Los laicos. 

Dios nos llama a trabajar en su viña, que es el mundo, sin ponernos condiciones. Lo único que pide es el deseo de trabajar en su viña para extender el reino. El Reino que estamos llamados a construir con Dios pide dar todo lo que somos y tenemos en bien de una misión más grande que cada uno de nosotros. Estos son los horizontes que abren al Reino de los cielos.

Una hermosa vocación para colaborar en la instauración en este reino es el laicado. Los fieles cristianos laicos siguen a Cristo y dan testimonio de su presencia sin abandonar su lugar en el corazón del mundo. Los laicos son quienes tienen la tarea de hacer presente a la Iglesia en los variados sectores del mundo, siendo testigos, siendo signos y fuentes de fe, esperanza y amor. Su misión es ser de la Iglesia en el mundo, por eso los fieles laicos tienen que ser comprometidos, competentes y conscientes, dando testimonio de Cristo en la simplicidad y la sencillez de la vida ordinaria de cada día.

La bondad del propietario de la viña se ha desbordado invitando a todos a trabajar. No pide currículum, no hace entrevistas previas para examinar la cantidad de conocimientos o experiencia. Deja las plazas abiertas para que nadie se quede desempleado. Llama a todos a este campo, que es el mundo, sin poner condiciones. Lo único que pide es el deseo de trabajar en su viña con perseverancia y fidelidad. ¡No se necesita ser un experto para trabajar en la viña de la Iglesia! ¡No hace falta ser especialista para extender el Reino de Dios en nuestra sociedad!

Hay unas palabras que la beata María Inés teresa del Santísimo Sacramento que escribió cuando era seglar, todavía mucho antes de escuchar la llamada del Señor a la vida consagrada. Es una carta que dirige unas palabras a sus compañeras de la Acción Católica de la que formaba parte y en la que les dice: «ÉL nos escogió, ¿y para qué? ¿Para qué nos retirásemos en un convento? ¿Para qué nos consagrásemos a Él exclusivamente? No, nos escogió, sencillamente... ¡para trabajar en su viña! (A mis queridas compañeras).


2. La iluminación de la Palabra.

Aquel día del que habla el evangelista parece que todo iba de maravilla y se vislumbraba un final feliz de la jornada. Un amo empeñado, a todas horas del día, en que nadie desperdiciara su vida quedándose sin trabajar. En su viña había quehacer para todos los que quisieran trabajar y había, al mismo tiempo, paga para todos. A todas horas del día se escuchaba en la plaza aquella voz que increpaba: «¡Vengan también ustedes...!» Todos, hasta los que llegaron al último: «¡También ustedes!
Y, al final, a la hora de pagar aquel trabajo realizado... ¡un denario!... comenzando a pagar por los que llegaron casi al final de la jornada. Los demás, que empezaron a ver aquello pensaron: «¡Qué dicha! Si a estos les da un denario, ¿cuánto nos irá a tocar a nosotros que llegamos desde el amanecer?»

Pero, de repente, la fiesta se nubla: ¡Un denario a cada uno... a todos por igual! ¡Qué cosa! Tormenta, indignación, murmuración, escándalo, injusticia... ¡todos a unirse en la protesta!... y nosotros tal vez con ellos. ¡Qué escándalo! Han dejado de funcionar las leyes tan humanas que dicen aquello de ¡a cada uno lo que merece!... o ¡cada quién lo que se gane!,... ¡hay que mantener las diferencias!

Sorpendidos por esta situación, todos reciben un denario y la parábola nos obliga a dar un salto. ¿Injusticia?, ¡para nada!... ¡quedamos desde esta mañana que la paga sería eso: un denario. A eso nos ajustamos y aquí está... «toma lo tuyo y vete». Has desarrollado tu trabajo, has entregado tu tiempo, vete feliz que eso acordamos.


3. Los Vanclaristas. 

No podemos olvidar que los Vanclaristas son laicos comprometidos que están llamados a la vida del testimonio en el mundo. La beata María Inés, al fundar Van-Clar, no pensó en un grupo de reuniones sociales de gente ociosa o en un cerrado conjunto de intelectuales que dejaran su vida encerrada en el saber y saber del mundo. Un Vanclarista nunca podrá estar ocioso porque nadie le ha contratado, pues la beata, Nuestra Madre fundadora, pensó en el Vanclarista como «brazo derecho« en nuestra Familia Inesiana.

La beata María Inés tenía muy clara la vocación del Vanclarista, como ella misma lo expresa: «Trabajar en la viña del Señor, es trabajar por la extensión de su Reino, por la dilatación de su nombre, procurando por todos los medios que nos sea posible que Él sea conocido y amado» (Experiencias Espirituales).

El Vanclarista irá construyendo el Reino, el cuerpo místico de Cristo en el ambiente en donde vive, muy unido a la cabeza de esta Iglesia que es el mismo Jesucristo, el Rey del universo y lo ha de hacer trabajando de forma activa, consciente y responsable, unido a la pastoral de su Iglesia local, porque es Cristo quien lo ha llamado a ser apostólico y contemplativo obrero de su viña.

La bondad del amo de la viña se ha desbordado, él es universal e igual para todos, aunque el trabajo y los horarios sean diversos. Aquí no hay méritos, ni medidas... sólo resplandece la bondad y el amor por parte del amo y la satisfacción de haber trabajado por la viña que a todos nos da para vivir sin avaricias ni diferencias.


4. El compromiso. 

Los miembros de Van-Clar, saben que el pertenecer a este grupo misionero de la Iglesia Católica, son llamados a vivir su compromiso bautismal en plenitud en las diversas áreas de sus vidas, sin hacer a un lado la vida social y apostólica, conscientes de ser un miembro vivo de la Iglesia. La beata María Inés dice al Vanclarista: «Toma como propio el deber de la evangelización y comparte con la esposa de Cristo (la Iglesia) la responsabilidad de hacer accesible el Reino de Dios a todas las condiciones sociales y culturales; dispuesto a prestar tu servicio en los diferentes campos misionales» (Guía del Vanclarista núm. 15).

La vida, los trabajos, el tiempo que gasta cada Vanclarista, se traducen en gracia de amor por todos en la viña. No se busca hacer un compromiso como Vanclarista para hacerse de privilegios ni para ganar méritos por ser o saber más y presumir de ello. El Vanclarista vive y trabaja en la viña para vivir en familia y construir la comunidad en torno al Rey del universo, al Rey de nuestra historia y nuestras vidas. 


5. El aquí y ahora.

La bondad del propietario e la viña, se ha «derrochado» sobre los Vanclaristas como misioneros laicos. Unos han llegado a formar parte del grupo desde el amanecer de sus vidas, otros al mediodía y algunos más al caer la tarde. Su denario, es decir, la paga de la entrega, ya está lista; no hay méritos ni medidas, ni competencias ni facturas, ni títulos ni distinciones. 

El trabajo en la viña, los sudores, la alegría, el cansancio, las alegrías, los sinsabores, las esperanzas, son gracia de amor de unos para con otros, como Dios lo es para todos. Se vive y se trabaja así, para crear «familia», comunidad de servicio y amor, no para crear privilegios ni para ganar méritos, sino para darse en servicio de amor, sin importar si están lejos unos de otros, solos en alguna ciudad o país. Hay que dejar ese pequeño y mezquino corazón y disfrutar esta vida de compromiso cristiano entregándose a los demás... ese es el «sobresueldo de los primeros: tener sanos los ojos y el corazón para amar a quienes han llegado después y son ya parte del equipo de viñadores.


6. La proyección.

Piensen los Vanclaristas en el bien inmenso que hacen colaborando, por poner un ejemplo, en el trabajo de catequesis de niños, jóvenes y adultos; en el apostolado con los enfermos y ancianos; en el servicio como ministros extraordinarios de la comunión eucarística y en las visitas domiciliarias; en el servicio litúrgico, como lectores y monitores y sobre todo, en el testimonio de su vida diaria viviendo a la sorpresa de Dios en un ambiente de oración constante y ofrenda de la vida, porque «Martha —dice Madre Inés— no puede estar sin María». Y cada Vanclarista es llamado a ser el alma de todo apostolado.

Vale la pena que cada uno proyecte su vida desde su tarea en la viña. Allí, en medio de esas ocupaciones está la Virgen, ella es la mejor trabajadora de la viña y la que mirando al amo dirá a cada Vanclarista: «¡Haz lo que Él te diga!» (Jn 2,5).

¡Sigan hacia adelante hermanos Vanclaristas! Cada uno de ustedes tiene un sitio, un trabajo en la Familia Inesiana, en la Iglesia, en el mundo. Por favor, no se olviden nunca de la primera vocación, la primera llamada. ¡Hagan memoria de su bautismo y del día que llegaron a Van-Clar! Con ese amor con el que fueron llamados, hoy el Señor los sigue llamando y como dice el Papa Francisco: «Que no disminuya esa belleza del estupor de la primera llamada. Después, continúen trabajando. ¡Es bonito! Continúen. Siempre hay algo que hacer. Lo principal es rezar». (Homilía del 2 de febrero de 2016).

Padre Alfredo.

«Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo»... Un pequeño pensamiento para hoy


En este, que es el último domingo del año litúrgico, la Iglesia universal celebra la solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo Rey del universo. En el capítulo primero del libro del Apocalipsis, el escritor sagrado, inspirado por Dios nos dice que Cristo es «el soberano de los reyes de la tierra y que a él debemos dar la gloria y el poder por los siglos de los siglos» (Ap 1,5-8). ¡Qué bueno que terminemos el año litúrgico así, reconociendo al Señor como nuestro rey al que sólo podemos darle la gloria y el poder cumpliendo el mandamiento que nos ha dejado de amarnos los unos a los otros como él nos amó! Sólo así, es que se puede celebrar con toda dignidad esta fiesta. Cristo es un Rey eterno que jamás será destronado. Habrá, de momento, quienes lo rechacen, o quienes lo desprecien. Pero por mucho que hagan no podrán menoscabar en lo más mínimo su gloria y su grandeza. «El Señor reina, vestido de majestad, el Señor, vestido y ceñido de poder» canta el salmista (Sal 92,1) y nosotros junto con él. Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, como Rey del universo, tiene poder sobre todo cuanto existe, y sólo a él corresponde de modo propio y adecuado esa soberanía. Los demás reyes lo son solamente a medias, de forma relativa y parcial, por muy alto que sea el cargo que ostenten, o por mucho poder y riqueza que posean. Con razón decía Jesús a Pilato que no tendría ningún poder sobre él si no se le hubiera dado de lo alto. 

Toda la gloria y el poder le pertenecen a él como Señor y Rey, a él que es el vencedor por todos los siglos del maligno; a él que nos da la vida que no sabe de muerte. Él nos amó, nos ha liberado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino y nos ha hecho sacerdotes de Dios. Somos súbditos del más grande Rey que ha existido, existe y existirá. Pertenecemos al Reinado de Cristo, y como súbditos de tal Rey nos hemos de comportar. Su Reino «no es de este mundo», como le dice a Pilato en el Evangelio de hoy (Jn 18,33-37) es decir, no tiene nada que ver con lo que sea malo, con lo que de alguna manera es indigno. En su Reino no hay odios, ni mentiras, ni egoísmo, ni crápula alguna. Por eso hemos de rechazar con decisión y energía cuanto haya en nosotros de rencor, de amor propio, de lujuria, de falsedad o de hipocresía. «Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso» (Ap. 1,8) «¡Miren, él viene entre las nubes» —exclama el vidente de la isla de Patmos como una exclamación que debió resultar un tanto extraña a los hombres del siglo I, que no sabían todavía lo que era atravesar los aires y volar sobre las nubes como lo hacemos hoy nosotros. Y, sin embargo, la fe hizo el prodigio de que aquellos creyeran y esperaran que un día viniera Cristo por los caminos del aire. Nosotros también hay cosas que, por la fe, tenemos que captar, como la visión que hoy nos ofrece la primera lectura en el libro de Daniel (Dn7,13-14), que quiere infundir al pueblo, en plena persecución una esperanza de salvación en aquel que recibe la soberanía, la gloria y el reino. 

Si Cristo es Rey, todos los cristianos pertenecemos entonces a un pueblo de raza real. Se trata, como él mismo nos lo muestra en el diálogo con Pilato, de una realeza que el mundo de aquí no entiende, una realeza de servicio; todo cristiano y la Iglesia entera, como pertenecientes a un Reino privilegiado, no tenemos que gozar de privilegios pasajeros, porque no tenemos otra función que la de dar testimonio de la verdad como mensajeros de una realeza que no pasa y que libera a los hombres de la esclavitud en la que viven los reyes de la tierra y todos los poderes públicos, aunque determinadas épocas de la Iglesia hayan confundido, sin duda, realeza y realeza. La Iglesia que ahora vive en este mundo no tiene que establecer un reino terrestre que se queda instalado aquí en piezas de museo. Este domingo, el último del año litúrgico, en la Eucaristía, después de nuestra acción de gracias en la plegaria eucarística y antes de comulgar, rezaremos juntos el Padrenuestro como cada domingo. Lo diremos juntos nosotros y lo dirá con nosotros nuestro Rey Jesús, que está vivo y presente en nuestra asamblea dominical. Con él y como él, pediremos al Padre que venga su Reino. Y lo pediremos dispuestos a trabajar en ello, con todo empeño, con todo esfuerzo, pero siempre según los métodos y el camino del Rey Jesús: con respeto y comprensión para todos, bajo la mirada de su Madre Santísima, María Reina que ora también con nosotros para celebrar el triunfo del amor sobre el odio; de la humildad sobre el orgullo y del servicio fraterno en el ya, pero todavía no, que llegará a su plenitud en el Reino de los Cielos cuando estemos junto al Rey inmortal de los siglos. ¡Bendecido domingo y que viva Cristo Rey! 

Padre Alfredo.

sábado, 24 de noviembre de 2018

«EL ADVIENTO VISTO DESDE LA ENCARNACIÓN DEL DIVINO VERBO»... Tema de Retiro



Empiezo la reflexión invitándoles a tomar su Biblia y a abrirla en el Evangelio de San Mateo (Mt 1,18-24)


«18 La generación de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo. 19Su marido José, como era justo y no quería ponerla en evidencia, resolvió repudiarla en secreto. 20Así lo tenía planeado, cuando el Ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. 21Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.» 22Todo esto sucedió para que se cumpliese el oráculo del Señor por medio del profeta: 23Vean que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel, que traducido significa: «Dios con nosotros.» 24Despertado José del sueño, hizo como el Ángel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer.» Palabra del Señor.

Esta perícopa del evangelio de San Mateo recoge la profecía que encontramos en el capítulo 7 de Isaías (Is 7,10-14) y que ahora también quiero leer con ustedes:

«10Volvió Yahveh a hablar a Ajaz diciendo: 11”Pide para ti una señal de Yahvé tu Dios en lo profundo del seol o en lo más alto.” 12Dijo Ajaz: “No la pediré, no tentaré a Yahveh.” 13Dijo Isaías: “Escucha, pues, casa de David: ¿Te parece poco cansar a los hombres, que cansas también a mi Dios? 14Pues bien, el Señor mismo va a darles una señal: He aquí que una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel». Palabra de Dios.

Desde este escrito, del Antiguo Testamento, situado en el contexto histórico del siglo VIII a.C., en Jerusalén, se ve de manera clara que Dios quiere favorecer a su pueblo y ofrece al rey de Israel la petición de una señal de ese compromiso; pero Ajaz anda despistado con otras cosas; su cabeza y su pensamiento no están con Dios. Su desgana en pedir la señal que se le ofrece no viene motivada por el respeto al Señor, sino por pura desidia, porque no da valor alguno a lo que Dios le indica ni a lo que le puede ofrecer. Yahvé Dios, entonces, se enoja con él, pero toma la iniciativa por su cuenta y le anuncia el nacimiento de un príncipe, de un heredero al trono: que históricamente hablando será Ezequías. El nombre que se le da, muestra la presencia de Dios con su pueblo: «Dios-con-nosotros». El término «virgen» puede ser también entendido como «doncella». San Mateo toma este anuncio profético y lo aplica a María y a Jesús. En un plano interpretativo ulterior, vemos que Isaías está profetizando lo que ocurriría en tiempos de José y de María, cuando una mujer virgen daría a luz al que sería la presencia permanente de Dios con los hombres: Jesús, el Salvador, el Mesías prometido, concebido por obra del Espíritu Santo. 

Isaías (Is 9,1-3 y 5-6) nos habla, en el contexto que le envolvía, de que la humanidad se encontraba perdida y en la oscuridad, subyugada y oprimida, hasta que vino al mundo «un Niño». Entonces «el pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz ... se rompió el yugo, la barra que oprimía sus espaldas y el cetro de su tirano». Podemos imaginar, entonces, la alegría que deben haber sentido aquellos humildes pastorcitos cercanos a la cueva de Belén cuando el Ángel se les apareció en la Noche de Navidad y les dijo: «Les traigo una buena noticia, que causará gran alegría a todo el pueblo: hoy les ha nacido en la ciudad de David, un salvador, que es el Mesías, el Señor» (Lc. 2, 1-14). 

El Señor quiso preparar el corazón de los justos del Antiguo Testamento con las condiciones necesarias para recibir al Mesías. A medida que pasaba el tiempo, Dios iba preparando con mayor intensidad a su pueblo, derramando gracias, hablando, despertando más el anhelo de ver al Salvador y levantando hombres y mujeres que prefiguraban a quienes estarían en relación directa con el Salvador en su venida. 

Si entre la fe en las promesas, la esperanza en verlas realizadas y el ardiente amor hacia el Salvador hacía a un corazón más capaz de recibir al Señor, imagínense la intensidad de la fe, la esperanza y la caridad que residían en el Corazón de María, que lo hizo capaz de concebir en su seno al Hijo de Dios. 

Porque, ¿quién sería la que más ha esperado en perfección la venida del Salvador? Definitivamente la Virgen Santísima. Toda esta preparación de Dios a su pueblo alcanza su culmen en la Santísima Virgen María, la escogida para ser la Madre del Redentor. Ella fue preparada por el Señor de manera única y extraordinaria, haciéndola Inmaculada. Tanto le importa a Dios preparar nuestros corazones para recibir las manifestaciones de su presencia y todas las gracias que Él desea darnos, que vemos lo que hizo con la Santísima Virgen María. Ella fue concebida inmaculada, sin mancha de pecado, sin tendencias pecaminosas, sin deseos desordenados, su corazón totalmente puro, espera, ansía y añora solo a Dios. Toda esa acción milagrosa del Espíritu Santo en ella tuvo un propósito: prepararla para llevar en su seno al Salvador del mundo. Eso es lo que requiere ser la Madre del Salvador. 

Dios se hizo Hombre sin dejar de ser Dios y se encarnó —se hizo carne, o sea, se hizo humano— en el vientre de la Santísima Virgen María y, como dice San Agustín: San Agustín: «Ella concibió primero en su corazón (por la fe) y después en su vientre». Ese misterio de la «encarnación» constituye, para toda la humanidad, el regalo más grande que Dios nos ha hecho. Dios irrumpió decididamente en nuestro mundo por su propia iniciativa. Dios tomó la decisión de venir a nosotros para rescatarnos. Él es quien pone en marcha un plan de amor y de misericordia para nuestra salvación. 

Tanto en el Adviento, como en la Navidad se busca reflexionar y meditar sobre este misterio, el más más grande, la encarnación del Hijo de Dios en las entrañas purísimas de la Virgen María. Sobre este tema se ha escrito mucho, pero el misterio no se agota, sino que cada vez sigue aumentando la devoción y la búsqueda de vivir este misterio de tal forma, que repercuta en la existencia de los seres humanos que creen en un Dios Trinitario, el Dios Padre que envía a su Hijo, para que se haga hombre, y nos salve, lo hace por medio de su Espíritu Santo quien lo engendra. 

Hoy nosotros podemos preguntarnos: ¿Que le movió a Dios el encarnarse el encarnarse para nacer entre nosotros? Ciertamente que es el amor manifestado en su infinita misericordia y no otra cosa. El amor le llevó y le lleva siempre a buscarnos, a querer tenernos junto a él. Dios quiso purificar unilateralmente a la humanidad mediante la encarnación, el nacimiento, la muerte y la resurrección de su Hijo. Su muerte y resurrección nos han rehabilitado para Dios. Dios ya no procura otra humanidad que le acompañe en su existencia; no es la humanidad la que es corrupta, sino que el pecado es quien la ha corrompido. Entonces Dios no atacará al hombre; atacará al pecado, que es su enemigo, hasta vencerlo, hasta suprimirlo. 

Dios mismo ha elegido el cómo y ha decidido hacerlo en fases: Una a través de la encarnación y la misión de su Hijo Jesucristo; otra para que nosotros vayamos venciendo el pecado en nosotros y en nuestra sociedad y haciendo realidad el Reino; y, finalmente, mediante su venida definitiva, cuando ya el pecado sea totalmente suprimido y toda la creación se renueve para ser aquella que Dios pensó, aquella que Dios realizó. Todo esto lo vivimos de una manera muy clara en el tiempo del Adviento. 

¡Qué Dios tan admirable, que, a pesar de su Omnipotencia se fija en la miseria humana y viene a su encuentro! ¿Que es el hombre?... «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, para darle poder? Lo hiciste poco inferior a los ángeles» (Salmo 8). El hombre es tan solo un soplo, un enigma, miseria, fatalidad, enfermedad, pobreza... «molécula impalpable» diría la beata María Inés Teresa. Pero, al mismo tiempo, somos eso que Dios, por su amor inmenso y maravilloso alcanza a ver en cada uno: el ser humano es felicidad, amor, esperanza, ilusión, cuerpo, alma, espíritu encarnado... «un latido de su Corazón», diría Madre Inés. Muchas afirmaciones se han dado acerca del hombre unas defendiendo su sublimidad, otras argumentando su fragilidad. El gran pensador y humanista italiano Giovanni Pico della Mirandola (1463- 1494) afirmó: «el hombre puede estar un centímetro más arriba que el mono o a veces un centímetro debajo del cerdo». 

Pero el hombre de hoy se ha olvidado que su dignidad le viene de Dios, y que por ese misterio de la Encarnación Dios se hace uno de nosotros, menos en el pecado para enseñarnos a ser sus hijos en el Hijo, porque en Cristo, centro de la creación, somos predestinados a ser hijos (Cf. Ef. 1,3ss). Pero el hombre de hoy reniega de esto y se atreve a presumir la pretensión de haberle enseñado a Dios que somos el centro en la creación y por lo tanto dueños de todo, de las ciencias, del tiempo, del mundo, de la técnica y más... ¡hasta de las leyes de la creación que las quiere cambiar de una manera aberrante! 

El tiempo del Adviento (adventus: advenimiento), llevándonos de la mano de la Encarnación del Divino Verbo, quiere resaltar la condición humana herida por el pecado con lo cual hemos venido a ser frágiles, concupisces (tendemos al pecado), mortales. Entonces más que la posibilidad de un super man perfecto e invencible, como afirma Nietzsche, el adviento nos remite a un yermo sediento, un desierto, manos cansadas, rodillas vacilantes, corazón apocado, ojos ciegos, oídos sordos, cojos, lengua muda, cautivos, pena, aflicción (Cf. Is. 35,1-6.10). 

El tiempo del Adviento, con el que se abre el año litúrgico, es un espacio para poner la mirada en el misterio de la Encarnación En el Evangelio de San Lucas, cuando el Señor anuncia el año de gracia, dice que «todos los hombres fijaron su mirada en Él» (Lc 4,20). En medio de las grandes oscuridades del mundo, aparece su luz: «La palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, en ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no pudieron apagarla» (ver Jn 1,1-18). 

Parecería que Dios ha querido sofocarnos con el golpe nuestro propio individualismo al mostrarnos tales apelativos. Pero, en realidad, nos deja al libre arbitrio para caer en la cuenta de la debilidad de nuestra condición. Todo esto nos produce una ansiosa espera de alguien que nos salve, que nos rescate de lo que parece una irremediable realidad humana. Sin embargo, la misma dinámica de la encarnación nos descubre la verdadera esencia del hombre. 

El misterio de el hombre se esclarece en el misterio Cristo el Verbo encarnado. El hombre se ve tocado por el Padre, por el Espíritu, por el Hijo y Dios se deja tocar por el hombre. Y es que en realidad lo humano es mas espiritual de lo que pensamos y lo espiritual es mas humano de lo que pensamos. Lo verdaderamente humano nos llevará al conocimiento de Dios, el verdadero Espíritu de Dios nos llevará a un conocimiento del hombre. 

Jesucristo se encarna y nace para volver de la oscura realidad del hombre pecador, en luz; la oscuridad existe porque no hay luz en la oscuridad, pero cuando se enciende la luz en las sombras la oscuridad desaparece, no existe. Jesús con su luz a venido a iluminar la realidad del hombre (Cf. Jn. 1, 5). Esta Luz que brilla en las tinieblas, Luz misteriosa, apacible y tierna viene a encarnarse en la pobreza de nuestros corazones pedregosos para descubrir ante nuestros ojos la riqueza de nuestra humanidad elevada por su gracia (Cf. Ez.36, 26). 

La encarnación es la revelación de Dios hecho hombre en el seno de María Santísima por obra del Espíritu Santo. Viene al mundo a través de Ella, prepara con una gracia excelentísima, única y singular, a aquella que sería su Madre, su portadora, el canal privilegiado y la asociada por excelencia en la obra de redención. Dios intervino en la humanidad a través de la mediación materna de María y muchas veces será así. Es a través de Ella que viene el Redentor al mundo. Es Ella quien lo trae y presenta al mundo. Por eso, no podemos fijar la mirada en la Encarnación del Verbo, sin contemplar necesariamente a la Virgen Santísima. 

Justo cuando la esperanza de tener un salvador se desvanecía, el ángel Gabriel fue enviado a una virgen comprometida con un hombre llamado José, de la misma tribu de David (Lucas 1,26-38). Ella recibe la impactante noticia que se convertirá en la madre del Mesías, lo que para cualquier judío de esa época significaba el rey ungido de Judá, el sucesor de David. Ser llamado, «Hijo del Altísimo», no era nada nuevo para el rey davídico. Este era uno de sus títulos tradicionales, pero Gabriel también dice que su reino «no tendrá fin». Esto no es entendible, ya que todos los reyes, como cualquier persona, mueren. ¿Cómo podría Él reinar por siempre? Sin embargo esta pregunta palidece en comparación con la que ardía en el corazón de María y que expresó al ángel: «¿Cómo puede ser esto, ya que nunca he tenido nada que ver con ningún hombre?» La respuesta de Gabriel a esta pregunta resultó más difícil de creer de lo que había dicho anteriormente. Parecía que este niño vendría al mundo sin la ayuda de un padre humano. María concebiría por el poder del Espíritu Santo, por lo que el título «Hijo de Dios» que tradicionalmente se le daba al rey de Judá, tomaría un significado completamente nuevo. 

Para esto se habían preparado todos los patriarcas, profetas y reyes. El misterio llega a su clímax con la encarnación de Jesús en el seno de María. El título «Emmanuel», Dios con nosotros, que había sido dado a reyes anteriores, tomaría un significado inesperado. Dios se encarna. Llegaría como rey, para hacer lo que los reyes siempre habían hecho en Israel: salvar al pueblo de Dios derrotando a sus enemigos. Pero el enemigo inmortal a ser derrotado será la mortalidad misma. Así es como Él reinará para siempre y así es cómo nosotros somos capaces de reinar con él por siempre bajo la mirada amorosa de su Madre. Ella es instrumento singularísimo en la Encarnación. No podrá nunca el creyente que, por el «fíat» de María, Dios se hizo hombre en Ella. Por eso San Bernardo dijo: «Nunca la historia del hombre dependió tanto, como entonces, del consentimiento de la criatura humana». La alegría de la Encarnación no sería plena en nosotros si la mirada no se dirigiese a aquella que, obedeciendo totalmente al Padre, engendró para nosotros en la carne al Hijo de Dios. Llamada a ser la Madre de Dios, María vivió plenamente su maternidad desde el día de la concepción virginal, culminándola en el Calvario a los pies de la Cruz y en el gozo del Resucitado. San Luis María Grignon de Montfort dirá: «María está tan unida a Cristo que sería más fácil separar la luz del mismo sol, el calor del fuego, los santos de Dios, pero no a María de su Hijo querido». 

Pero, como decía hace un rato, los seres humanos tendemos a desdibujar las intenciones iniciales de Dios, y todo el ambiente de preparación y la misma natividad, se ven trastocadas en situaciones superficiales, favoreciendo el consumismo, el comercio, la vanidad y otras cosas más; claro está que también se viven momentos muy significativos, se despierta la caridad y la misericordia, pero se deja a un lado lo verdaderamente importante: reconocer cómo es que Jesús, al encarnarse, cambió la historia de la humanidad. Como discípulos–misioneros tenemos que ser instrumentos para que eso vuelva a suceder, hay que fomentar la esperanza por un mundo más humano, más lleno de amor genuino y auténtica misericordia unos por los otros. 

Dejemos que este tiempo litúrgico del Adviento, cumpla su cometido, nos prepare, nos permita meditar y reflexionar acerca de la trascendencia de la Encarnación del Hijo de Dios, lo que hace en nuestras vidas, y cómo prolongar esos efectos en los entornos y ambientes en los cuales nos desenvolvemos, para compartir lo majestuoso, pero al mismo tiempo lo sencillo, de este misterio que Dios nos ha prodigado en su inmenso amor. Que este tiempo siga siendo una oportunidad para dejarnos impregnar, porque no decir embarazar de Dios, para que Jesús, viva y reine en nuestros corazones. 

«Ven Señor» es nuestra oración repetitiva en el Adviento, «ven pronto, Señor» proclamaremos y cantaremos. Ven Señor en nuestras manos, a socorrer al ser humano; ven pronto, Señor a hacer que nazcas en un mejor pesebre, el pesebre de nuestro corazón. 

Quiero terminar esta meditación con una oración que San Juan Pablo II le compuso a la Virgen Santísima en el tiempo de Adviento: 

Ruega por nosotros, 
Madre de la Iglesia. 
Virgen del Adviento, 
esperanza nuestra, 
de Jesús la aurora, 
del cielo la puerta. 

Madre de los hombres, 
de la mar estrella, 
llévanos a Cristo, 
danos sus promesas. 

Eres, Virgen Madre, 
la de gracia llena, 
del Señor la esclava, 
del mundo la Reina. 
Alza nuestros ojos, 
hacia tu belleza, 
¡Amén!

Padre Alfredo.