martes, 31 de julio de 2018

«Sembrar misericordia y compasión»... Un pequeño pensamiento para hoy


Jeremías —a quien estamos leyendo en estos días— como buen profeta, es un hombre que se solidariza con su pueblo, llora e intercede por él, le duelen sus fallos y se alegra con sus victorias. Hoy Jeremías (Jer 14,17-22) se lamenta de la situación que atraviesa su gente, habla de heridas y dolor en su alma: todo por culpa del pueblo y su pecado. Y se dirige a Dios en una oración muy sentida, con palabras salidas de su corazón de profeta intercediendo por todos: «Reconocemos, Señor, nuestras maldades y las culpas de nuestros padres; hemos pecado contra ti. No nos rechaces; no deshonres el trono de tu gloria.... acuérdate, Señor, de tu alianza con nosotros y no la quebrantes». El egoísmo, el desvío y los pecados acarrean muchos males, de los que luego el mismo pueblo se habrá de lamentar. En sí todo el capítulo 14 de Jeremías es una especie de liturgia suplicatoria, compuesta por el profeta inspirado por Dios con unas plegarias solemnes hechas en Jerusalén, reinando Joaquín, en ocasión de una «gran sequía» (Jer 14,1-3-45) que hace ver la sequía del corazón que se ha apartado de Dios independientemente del lugar que se ocupe en la sociedad y la vocación que se tenga: «Hasta los profetas y los sacerdotes andan errantes por el país y no saben qué hacer». 

En medio de una gente que intenta buscar la felicidad por caminos distintos de los de Dios, el creyente ha de luchar para no perderse, para no perder el aliento ni el ánimo de seguir en la búsqueda de la auténtica felicidad. Jeremías nos hace ver que, en esa búsqueda constante, lo que el hombre bueno y el pecador arrepentido puede conocer de Dios en esta vida es su misericordia, pero, para eso, en nuestro caminar hacia Dios necesitamos la antorcha de la fe. La audacia de las palabras de Jeremías en sus plegarias, pone de manifiesto que a ese Dios misericordioso puede pedírsele todo. Al ver y meditar en esta primera lectura podemos preguntarnos, desde nuestra condición de pecadores y a la vez hombres y mujeres buenos que buscamos a Dios: ¿Tenemos esta audacia, esta fe de Jeremías? ¿Soy yo de los que buscan más y más al Señor, o de los que se contentan con quedarse en la orilla de su compasión y misericordia? El Evangelio nos dice que Jesús sembrador de buena semilla (Mt 13,36-43) y expresión de la misericordia del Padre, pasó haciendo el bien y solo el bien para brindar felicidad, la auténtica felicidad al corazón humano y ese Jesús sigue sembrando la misericordia del Padre en el mundo actual. Jesús no nos abandona, él es «Dios-con-nosotros», luz y alimento para nuestras vidas y se ha quedado con nosotros en la Eucaristía, como dice la beata María Inés: «Hasta que se clausuren los siglos y comience la eternidad». 

Cada vez que celebramos la Misa, empezamos la celebración con un acto penitencial reconociéndonos pecadores para dejarnos llenar, después, de la misericordia de Dios en su a Palabra y la Eucaristía que siembra en nosotros. A pesar de nuestros pecados, que «hacen llorar a Dios de día y de noche» (Jer 14,17, no tendríamos que desesperar de nuestra generación —ni de los jóvenes ni de los mayores—, sino echar mano de la misericordia que Cristo ha sembrado en nuestros corazones y traer a la Eucaristía a todos en espíritu, ayudando además a todos en lo que podemos, y orar a Dios por todos. La «oración universal» de la Misa es otro momento expresivo de nuestra sintonía misericordiosa con la humanidad, exponiendo sus males y carencias ante Dios, que es una manera de reconocer nuestros límites y de comprometernos a trabajar por lo mismo por lo que rezamos: por la paz, por la justicia, por el alivio de los que sufren. A veces me preguntan que por qué hago la oración universal en la Misa diaria si solo obliga el domingo, esta es la razón. Dios, en su infinita misericordia ha sembrado su buena semilla, el trigo. Pero hay alguien —el indecente, como llamaba la Hna. Esthela Calderón al diablo— que siembra de noche la cizaña en el corazón del hombre. A los discípulos, siempre dispuestos a cortar por lo sano, Jesús les dice que eso se hará a la hora de la siega, al final de los tiempos, cuando tenga lugar el juicio y la separación entre el trigo y la cizaña. Entonces sí, los «corruptores y malvados» serán objeto de juicio y de condena, mientras que «los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre», por eso, mientras tanto, hay que pedir, hay que elevar nuestras plegarias, porque mientras tanto, el bien y el mal coexisten en nuestro campo. Pidámosle a la Virgen María, Nuestra Señora de la Esperanza, a saber esperar respetando la libertad de las personas y el ritmo de los tiempos y sobre que nos ayude a esperar orando y siendo misericordiosos. Para saber esperar confiadamente, el buen cristiano acude a la confesión donde Cristo, el divino jardinero, toma toda nuestra cizaña y actos malos y los arroja fuera de nuestra alma para que nuestro corazón brille como un campo limpio y abundante de frutos. ¡Les deseo lo mejor para hoy y como cada martes, voy a confesar a la Basílica y allí los encomiendo a todos... allí, a los pies de la Virgen Morena en el Tepeyac! 

Padre Alfredo.

lunes, 30 de julio de 2018

«El cinturón, un pequeño grano de mostaza y algo de levadura»... Un pequeño pensamiento para hoy

Los profetas son personajes que hablan no sólo con sus palabras sino con acciones y con su misma vida. Hoy Jeremías (Jer 13,1-11) nos deja un mensaje en una acción simbólica con una pedagogía popular que luego es utilizada por Jesús como los rabinos de su tiempo. Un cinturón de lino puede ser, además de un adorno muy hermoso, algo muy útil para ceñir la ropa al cuerpo. Pero si éste se deja remojar y no se cuida, se deteriora, se pudre y ya no sirve para nada. Así le pasa al cinturón de Jeremías: escondido en el río Éufrates, al cabo de un tiempo, está ya totalmente putrefacto y no sirve para nada. En esta sencilla parábola, el cinturón de lino es el pueblo de Israel, que en otro tiempo fue tan útil y hermoso que el mismo Dios se «lo ponía», sujetaba y adornaba sus vestidos y se alegraba de él. Pero la idolatría lo ha arruinado y entonces, Israel, ya no sirve para nada. ¿Qué podemos aprender los discípulos–misioneros de Cristo de este pasaje de la Escritura? deberíamos ser útiles a la Iglesia, y Dios mismo tendría que poder estar orgulloso de nosotros. Como de un lazo que resiste y sostiene y de un cinturón que ciñe el vestido, pero, tenemos que ser conscientes de que corremos el peligro de estropearnos por la «humedad», por esas tendencias anticristianas del mundo en que vivimos que pudren el lino de nuestra fe, de nuestras acciones, de nuestra caridad, si nos descuidamos. 

Los discípulos–misioneros del Señor, no podemos ir por el mundo pretendiendo comprender los misterios de Dios; hemos de contentarnos con vislumbrar su profundidad y grandeza a base de estas comparaciones que también Jesús utilizará y que llamaos «parábolas». Éstas pretenden ser «semejanzas», cosas parecidas a lo que el Señor quiere enseñarnos. Los hombres y mujeres de fe no podemos penetrar en los secretos divinos, tenemos la fe, que es luz, pero no plena claridad. A veces nos es difícil entender a Dios incluso por medio de sus parábolas. Jesús nos enseña así, con un método «audio–visual» diríamos hoy, de manera que nos entren por los ojos las verdades, los afectos, los misterios de salvación, y nos dice: ustedes son sarmientos de mi vid, son miembros de mi cuerpo, son hijos de mi Padre, son levadura, son luz, tienen morada en el cielo porque la pequeña semilla de éste ya está sembrada en su corazón... ¡sígname!». Pero, su palabra se pierde porque parece pequeña entre la inmensidad de cosas que escuchamos cada día, o se pudre entre las humedades del mundo porque la ponemos donde no se puede conservar. En una palabra: no le hacemos caso y nos entretenemos, perdiento el tiempo, jugando con becerros de oro. 

En el Evangelio de hoy, Jesús nos habla con dos parábolas (Mt 13,31-35), dos parábolas que nos quieren expresar que el Reino, una vez que dejemos que se ponga en movimiento, él mismo se desarrollará desde la pequeñez hasta la grandeza total, porque tiene una fuerza interior que nada ni nadie podrá frustrar. La pequeñez del grano de mostaza simboliza la precariedad actual del Reino; y la planta llegada a su pleno crecimiento, representa al Reino en su manifestación definitiva y pujante. Esta pequeña semilla que se convierte en un arbusto con ramas fuertes que sirven de base para lis nidos de las aves del cielo, está bien escogida para anunciar la grandeza futura del Reino sembrado en la pequeñez de nuestros corazones por Jesús. La parábola de la levadura, habla de la levadura que se le pone a tres medidas de harina para fermentarla. Tres veces una medida de harina es una gran cantidad de masa que se pone en contraste con el poquito de la levadura. La pequeñez de la levadura no será impedimento para que fermente toda la masa; de la misma manera, el Reino, inaugurado en la debilidad de nuestro ser, si dejamos que actúe «fermentará», «esponjará» un día toda la masa de la humanidad. Ambos, tanto la levadura como el grano de mostaza, nos indican lo que puede suceder al interior de quien se deja llevar por el dinamismo del Reino, recordándonos que la fuerza que transforma y hace crecer viene de adentro. Pero, ojo, no hay que olvidar «las humedades» de fuera, que también, como al cinturón, pueden echar a perder el pequeño grano y la levadura. Por eso la vida, para el cristiano, será siempre un reto para los cristianos, que deben ser como un cinturón fuerte ceñido a Dios, como el grano de mostaza que sabe de su pequeñez y espera crecer, como la levadura, que ha de cumplir su misión para esponjar la fe en el mundo. No olvidemos que María Santísima, Madre de Dios y Madre nuestra, nos enseña a estar totalmente abiertos al querer divino, incluso si es misterioso. Por eso, Ella es maestra de fe y nos puede ayudar a entender y vivir las parábolas de Dios. ¡Bendecido lunes iniciando la semana laboral y para unos cuantos, académica, creo yo! 

Padre Alfredo.

domingo, 29 de julio de 2018

«LA HERMANA MARGARITA CECEÑA»... Vidas consagradas que dejan la huella de Cristo XVIII

Antier, viernes 27 de julio de 2018, en la casa de Guadalajara, Jalisco, que los miembros de la Familia Inesiana llamamos «La Casa del Tesoro», fue llamada a la Casa del Padre la hermana Margarita Ceceña Carballo, quien después de 61 años de vida consagrada en el instituto de nuestras hermanas Misioneras Clarisas del Santísimo Sacramento, muchos de ellos consagrados al Señor en la enfermedad, entregó su vida en el silencio de su corazón. 

Margarita nació en Los Ángeles, California, en los Estados Unidos, el 26 de junio de 1928, y allí vivió su infancia y adolescencia estudiando la escuela elementar y la Junior High School porque luego ella y su hermana mayor Virginia (+ 2014 y también Misionera Clarisa) fueron llevadas por sus tías a Los Mochis, en Sinaloa México debido a que habían perdido a sus padres. Allí continuaron las hermanitas Ceceña su formación en un ambiente de familia más cálido que el que tenían en los Estados Unidos. Al igual que su hermana ella sintió el llamado de Dios a consagrarle su vida como misionera y, un año después que Virginia se había ido al convento, Margarita emprendió el vuelo al mismo lugar, la Casa Madre de la congregación de las Misioneras Clarisas del Santísimo Sacramento el 7 de octubre de 1954. Al año siguiente, en septiembre de 1955 dio un paso más en su formación religiosa e inició su Noviciado allí mismo para concluirlo en la región de California, en los Estados Unidos donde hizo su profesión temporal el 12 de diciembre de 1957. Margarita, como todas sus contemporáneas en la comunidad, tuvo la dicha de convivir muy de cerca con la fundadora, la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento, y de sus labios escuché muchas enseñanzas, anécdotas y testimonios de Madre Inés. Fue una gracia que estas ceremonias de su caminar en la vida consagrada estuvieran presididas por Madre Inés.

El decidir darse a Dios por entero, llevó a la hermana Margarita a consagrarse perpetuamente a Dios con los votos de pobreza, castidad y obediencia en una ceremonia que tuvo lugar en Gardena, California, el 08 de diciembre de 1960. Desde aquel día, entregada ya a Dios por completo, la vida de misionera itinerante acompañó a esta mujer enamorada de Dios y de María Santísima llevándola, además de estar en California en las guarderías para niños, por diversos destinos: La clínica Itor en Roma, Italia como asistente de enfermería; una guardería infantil en Madrid; la asistencia y servicio a estudiantes extranjeros en Dublín, Irlanda; la pastoral misionera en Sierra Leona, África; profesora en el instituto Schifi del Ciudad de México; catequista en Cuernavaca, Morelos en México y, finalmente, alma oferente del dolor en la Casa del Tesoro en Guadalajara, México.

Su misma condición itinerante la hizo un alma desprendida, una religiosa de trato universal, amable, educada y sonriente con todos. Ciertamente quienes la vimos sonreír nunca olvidaremos ese rostro alegre de ojos brillantes, irrandiantes del amor de Dios, cosa que le hacía aparecer siempre muy agradable y le facilitaba la práctica de la caridad. Esa, su caridad fue reconocida por las hermanas que convivieron con ella, como «sumamente exquisita y delicada». De las difíciles situaciones que como superiora de alguna casa tenía que resolver, pasaba a detalles y servicios que muchas hermanas misioneras y seglares disfrutaron. En su vida cotidiana, esta misionera incansable destacó también en su sentido de responsabilidad y el espíritu de apostolado y servicio que la hicieron muy querida de las religiosas con quienes convivió. Fue superiora, ayudante, catequista, educadora, etc. Margarita perseveró siempre con alegría aceptando cada cambio de lugar y de encomienda, sobre todo cuando aquello llegaba, como sucede muchas veces en la vida consagrada, ¡intempestivamente! Ofrecía apoyo en las clases de inglés a las hermanas estudiantes de Preparatoria; hacía composturas y remiendos invitando a las hermanas que le dieran trabajo en este campo y descendía, con esa «caridad exquisita» a separar la basura, teniendo el detalle de dejar a disposición de los recolectores de basura, la ropa limpia u objetos que les pudieran ser útiles para ellos y sus familias en bolsas separadas. El 9 de diciembre de 1982 celebró sus 25 años de vida religiosa y el 12 de diciembre de 2007 sus Bodas de Oro 

Hay que destacar en ella también, su espíritu de sacrificio, que, según los testimonios de hermanas muy cercanas a ella, pudiera decirse casi heroico, sobre todo porque en su interior le daba un sentido espiritual impresionante uniendo todo a los méritos de Cristo. En esa vida interior que le daba sentido a todo, ocupaba un espacio grande el amor a la Santísima Virgen, que fue muy profundo. Cuando celebró sus bodas de plata, manifestó que a Ella, a María Santísima, le agradecía las ternuras con que su amor de Madre cuidó su vocación.

Margarita, a pesar de tantos cambios, gozó, se puede decir, de una salud óptima durante muchos años, hasta que con el paso y el peso de los años, la enfermedad se convirtió en su fiel compañera, y gracias a las virtudes practicadas, pudo conservar serenidad y paciencia en el dolor. Por largos años sufrió una crisis de depresión que asumió y ofreció a Dios con verdadera dignidad en su comportamiento. En esta etapa me tocó acompañarla espiritualmente muy de cerca y quedé realmente impresionado de la calidad oferente de su situación, ofreciéndole a Dios el obedecer en todo, el comer aunque no tuviera ganas, y el vivir su dolor casi sin quejarse. Uno de los médicos que en esa etapa la atendió, viendo cómo se controlaba con santa paciencia, exclamó que la virtud sostenía a esa religiosa en su enfermedad. Ella, con sencillez y siempre con la sonrisa en sus labios reconocía que los servicios con que las Hermanas la rodeaban, le hacían sentirse amada y fortalecida para superar sus dolores y malestares propios de esa indeseada enfermedad. 

En estos últimos años, Margarita fue abrazando poco a poco el silencio, dejándose hacer todo lo que tuvieran que hacerle con el fin de brindarle una mejor calidad de vida. Antes de que entrara en su etapa terminal, participaba de la vida comunitaria agradeciendo el que le sostuvieran y animaran con oración y con afecto de hermanas, además de tener siempre las finísimas atenciones de su familia de sangre que nunca la abandonó. Así se llegó el momento de cerrar los ojos para dejar esta tierra. Murió de Neumonía e insuficiencia respiratoria aguda.

Al final de nuestro peregrinar en este mundo —como también al principio— está Dios. Un Dios que nos acoge, un Dios que nos recibe en Él. Un Dios Padre que nos ha creado por amor y nos salva, en Cristo su Hijo, también por amor. Allí donde algunos sólo descubren el final y la corrupción de la muerte, el alma fiel descubre, en el silencio del último momento y con los ojos iluminados del corazón, el inicio de una Vida nueva, glorificada y resucitada en Cristo Jesús. Descanse en paz la hermana Margarita Ceceña Carballo.

Padre Alfredo.

«Que todos coman»... Un pequeño pensamiento para hoy


Trabajar para que «puedan comer todos» es una consecuencia directa que tienen que sacar los que «quedan satisfechos» por el pan de cada día que Dios les da. La «Eucaristía Dominical» a la que todos los católicos estamos obligados a asistir —es uno de los cinco mandamientos de la Iglesia: 1. Participar en misa entera todos los domingos y fiestas de guardar. 2. Confesar los pecados mortales al menos una vez cada año, en peligro de muerte y si se ha de comulgar. 3. Comulgar al menos por Pascua de Resurrección. 4. Ayunar y abstenerse de comer carne cuando lo manda la Santa Madre Iglesia. 5. Ayudar a la Iglesia en sus necesidades— urge el alimento para los hermanos que, con nosotros hacen comunidad, crean o no en Dios, al mismo tiempo que anuncia el festín universal que los hombres no podemos darnos y que sólo del Señor puede venir. Trabajar para que los que «van llegando» puedan, no solamente «escuchar» a Jesús, sino «sentarse» para recibir su pan, es lo mismo que edificar la vida de la comunidad, edificar la iglesia de Dios siendo hermanos y pensando en los demás, edificando una comunidad reunida por el Evangelio y la Eucaristía. 

Tanto el relato de la primera lectura (2 Re 4,42-44) como el del Evangelio (Jn 6,1-15) nos hablan de una multiplicación de panes para que toda la comunidad que tiene hambre tenga que comer, como en los días del Éxodo hizo Moisés con el maná «caído del cielo» (Ex 16,2-4.12-15). Estos pasajes deben ser, para nosotros, una profunda reflexión de lo que representa constantemente en la Iglesia la celebración eucarística: un compromiso en pro del «Servicio del Señor» una decisión de fidelidad a la alianza (Jos 24,1-12a.15-17.18b) que nos invita a compartir, a darnos, a pensar en los demás, a servir, a hacer comunidad, a pesar de todas las crisis de cualquier crisis que se puedan presentar: «¿Cómo compraremos pan para que coman éstos?» (Jn 6,5). En el diálogo inicial de Jesús con Felipe, con quien comparte este interrogante de cómo dar de comer a todos, y en la anotación final que concreta que las sobras del pan de cebada —que era, como hoy, el alimento de los pobres— se recogen doce cestos. Así, el evangelista sugiere discretamente la presencia y asistencia de los doce apóstoles y de los seguidores más cercanos de Jesús que ayudan para que alcance para todos el alimento que a todos rehace. Se trata de lo mismo que sucedió en el gesto de Eliseo al dar de comer a toda la comunidad (2 Re 4,42). El salmo de hoy (Sal 144) nos conduce a esa misma perspectiva: El Señor alimenta a todos los que le miran esperanzados y que, al ver satisfecha su esperanza, dice: «Abres, Señor, tus manos generosas y cuantos viven quedan satisfechos». Es decir, todos comen gracias a la organización de la misma comunidad. 

En el fondo la liturgia de hoy nos deja un interrogante: ¿buscamos a Jesús solo pensando en nosotros o traemos a la Eucaristía en la mente y en el corazón a los demás? ¿Por qué y cómo nos acercamos a Él para que el pan alcance para todos? ¿Qué es para nosotros la Eucaristía? ¿Cuál es mi papel en la comunidad? Nuestra Eucaristía Dominical es un don de Jesús que no es sólo para unos cuantos —como ha quedado reducido en los últimos años— sino para todos aquellos que le siguen, para todos los que han «escuchado» sus palabras, han «visto» sus obras y en él han puesto su esperanza. La Eucaristía Dominical nos hace «un solo cuerpo y un solo Espíritu» como nos dice la segunda lectura de hoy (Ef 4,1-6) compartiendo lo que somos, lo que hacemos, lo que tenemos, en «un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos» que tiene, en su Hijo Jesús, comida para todos. En el humilde pan de los pobres que en manos de Jesús cada domingo se convierte en alimento para todos, hallamos los mismos indicios que en el agua convertida en el mejor vino gracias a la intervención de María la Madre de Jesús y que al final de la fiesta nupcial aporta alegría a todos. Hoy muchos se jactan de ser ateos, y suelen decir que aceptar a un Ser trascendente humilla y aliena al hombre. Sin embargo, nosotros sabemos que aceptar a Dios como único Padre y Señor es la mejor garantía de que entre los hombres haya fraternidad sin que ninguno pretenda ser «señor» de los otros sino servidor y hermano. ¡Disfrutemos la Misa de este domingo y comamos del pan de la Palabra y de la Eucaristía en la comunión sacramental o espiritual! 

Padre Alfredo

sábado, 28 de julio de 2018

«La hermana Anita Arce»... Vidas consagradas que dejan la huella de Cristo XVII

En su infinita bondad por una parte, y en mi andariega vida de misionero itinerante, el Señor me ha permitido pasar muchas veces por Costa Rica durante mi vida sacerdotal y conocer de cerca a muchas de nuestras queridas hermanas Misioneras Clarisas de aquella amada región en América Central. Entre esas almas generosas, que han querido consagrar su vida a Dios, conocí allá por 1982 en Guadalajara a una monjita de Costa Rica a quien luego vi varias veces en California y en su país natal. Me refiero a Anita Arce, quien el día 19 pasado, a las doce diez de la madrugada, en el Hospital Calderón Guardia de la capital de Costa Rica, la bellísima ciudad de San José, emprendió su viaje de regreso a la Casa del Padre.

Ana María Araceli del Carmen Arce Hernández (¡me ganó con la cantidad de nombres!) nació en San Isidro de Heredia en Costa Rica el día 18 de abril de 1936. Fue la mayor de diez hijos que procreó el matrimonio formado por Leovigildo Arce Arce y Elisa Hernández Madrigal. Anita fue llevada a la pila bautismal el 30 de abril de 1936 en la Parroquia de San Isidro de Heredia y confirmada el 28 de noviembre de 1937 en su misma Parroquia. 
Anita Arce —como fue conocida siempre— ingresó a la vida religiosa en la Congregación de Misioneras Clarisas del Santísimo Sacramento el 27 de diciembre de 1964 en la comunidad de Santo Domingo de Heredia, Costa Rica. La comunidad había llegado a ese hermoso país en 1959, así que Anita fue de las primeras hermanas «ticas» del instituto en estas tierras conocidas como «La Suiza centroamericana». Inició su Noviciado el 12 de agosto de 1965 y se consagró con los votos de pobreza, castidad y obediencia a Dios el 29 de febrero de 1968. El 15 de agosto de 1976, en la Casa Madre de nuestra familia misionera, en Cuernavaca, Morelos, México, hizo su profesión religiosa ante la beata Madre María Inés Teresa del Santísimo Sacramento. 

Desde sus inicios en la vida religiosa vivió y ejerció su tarea apostólica en la comunidad de Santo Domingo de Heredia hasta que, en 1980, fue enviada a la casa de Quepos. En 1982 recibió su cambio a la casa de Guadalajara en donde la conocí en aquellos mis primeros años como seminarista —cuando la hacía de chofer manejando aquella combi blanca que algunas hermanas recordarán—en un verano. En 1984 llegó a Gardena, en otras de mis queridas regiones de la Familia Inesiana allá en California, donde prestó sus servicios como auxiliar de preescolar y en donde varias veces pude convivir con ella. Allá, en 1988, en la Casa Regional de Santa Ana, celebró su 25Aniversario de vida religiosa. En 1995 regresó a Costa Rica, donde ejerció su apostolado entre las comunidades de Moravia y Tibás. Ahí pasó los últimos veinte años de su vida, hasta que su Divino Esposo vino para llevarla a formar parte de la comunidad celestial. Yo la vi en diciembre 2015-enero 2016 en esa temporada que pasé en la Casa Pastoral de Moravia. Allí en esa casa le celebraron el pasado 20 de mayo sus 50 años de vida religiosa.

Anita fue siempre una hermana que se hacía sentir en la comunidad por su presencia silenciosa y a la vez simpática, con una constante y buena disposición de servir siempre a sus hermanas religiosas y a quienes anduviéramos por ahí. Fue un alma de oración, repasando siempre con sencillez las cuentas del santo rosario con mucho cariño a la Santísima Virgen María, así lo atestiguan las hermanas que compartieron con ella en las diversas comunidades de las que formó parte. A mí me tocó en varias ocasiones impartir Ejercicios Espirituales teniendo a Anita entre las ejercitantes, siempre atenta y tomando notas en su corazón.

La Hermana Anita empezó a padecer asma desde hace años, y más o menos hace unos doce empezó a sufrir los primeros síntomas del alzheímer, esa terrible enfermedad silenciosa que ataca al cerebro causando problemas con la memoria, la forma de pensar y el carácter o la manera de comportarse. Una enfermedad traicionera que no es una forma normal del envejecimiento pero que ataca a las personas mayores. Hace dos años aproximadamente, después que la vi por última vez, su deterioro se fue acelerando más y más y gracias a las visitas al doctor se pudo ir aplicando medicina adecuada a su enfermedad. El Señor quiso acompañarla con la cruz de esta enfermedad por aproximadamente doce años, la cual, dentro de sus limitaciones, supo llevar con generosidad y actitud oferente. Los médicos se admiraban de que la Hna. Anita gozara de una buena calidad de vida dentro de su condición, pero claro, había un secreto, ¡su comunidad religiosa, el cariño de las hermanas, las atenciones y el espíritu de familia siempre presente en cada casa de las Misioneras Clarisas! En estos últimos años Anita ya no se valía por sí misma, era constantemente asistida —gracias a la caridad que distingue a nuestras hermanas Misioneras Clarisas— por hermanas que, con diligencia y cariño fraterno le dispensaban todo lo necesario, pues, debido a la enfermedad, no podía ni debía estar sola. 

Gracias a los adelantos de la ciencia y a las instituciones especializadas que por eso se van creando, allí mismo, en Moravia, Anita pudo gozar durante unas horas del día, de los beneficios del Centro Geriátrico San Francisco de Asís, un espacio acondicionado con enfermeros especialistas en geriatría y donde su presencia como religiosa, fue un testimonio para los demás pacientes, para los médicos y enfermeros. ¡Qué caminos de Dios! Una misionera que, aparentemente perdida en el mundo, evangelizaba con su sola presencia cada día. Periódicamente fue atendida en el Hospital Geriátrico Calderón Guardia, cosa que permitió que la hermana Anita Arce tuviera una mejor calidad de vida en sus últimos años. Nunca olvidó que era religiosa y, aunque fue perdiendo el habla, de lo poquito que se le podía entender al hablar, nombraba con frecuencia a la beata María Inés, al Sagrado Corazón de Jesús y a la Santísima Virgen María. Las hermanas dicen que en sus últimos días repetía: "Al cielo, al cielo..."

El pasado 9 de julio tuvieron las hermanas que llamar a la Cruz Roja para que la asistiera, porque se le congestionó el pecho y respiraba con bastante dificultad. Los paramédicos la revisaron y vieron conveniente trasladarla al hospital para darle allá una mejor atención. Así, Anita quedó internada desde esa fecha. El domingo siguiente, ya habían realizado los exámenes necesarios y diagnosticaron que tenía bronco–neumonía por lo que había que administrarle un antibiótico, pero debido a su enfermedad no estaba reaccionando al medicamento. Al saber la gravedad de su estado, la Madre Martha Gabriela Hernández, superiora general de nuestras hermanas Misioneras Clarisas, que se encuentra hasta estos días en Costa Rica, pidió a la familia misionera que nos uniéramos en oraciones para acompañarla y se dirigió, acompañada de la hermana Lucy López, vicaria general y de la hermana Ileana Rivera, superiora regional de Costa Rica al hospital para estar al pendiente de ella.

Dios tiene sus caminos. Anita hizo sus votos en presencia de su superiora general, en aquel entonces la beata María Inés Teresa y ahora, al dejar este mundo, lo hace en presencia de su superiora general actual. Así fue el final de la trayectoria en la tierra de esta misionera de mirada serena y sonrisa discreta y esperamos, como dicen nuestras hermanas Misioneras Clarisas, que el Señor haga fructificar todos sus anhelos misioneros y esfuerzos ofrecidos durante su vida, para la mayor gloria de Dios y salvación de las almas. Esta es la primera Misionera Clarisa originaria de Costa Rica que ha sido llamada por el Padre Celestial a las moradas eternas. Dale Señor el eterno descanso a nuestra querida hermana Ana María Araceli del Carmen Arce Hernández y brille para ella la luz perpetua.

Padre Alfredo.

«VIRGINIA CECEÑA CARBALLO»... Vidas consagradas que dejan la huella de Cristo XVI

Definitivamente el Señor, es esposo enamorado de las almas consagradas y las llama a seguirle hasta la eternidad. Me acabo de enterar de la muerte de la hermana Margarita Ceceña Carballo apenas el día de ayer y, me voy dando cuenta, que no he escrito nada de mis recuerdos de su hermana Virginia, también religiosa Misionera Clarisa como ella, y que fue llamada a la casa del padre el 10 de marzo del año 2014 en la Casa Madre de nuestra familia misionera, en Cuernavaca, Morelos, México. Así que hoy pongo por escrito algunos esbozos y recuerdos de Virginia y en seguida vendrá la reseña de la hermana Margarita a quien al igual que Virginia conocí ampliamente.

Virginia nació en Los Ángeles, California, en los Estados Unidos, el 9 de febrero de 1926. Debido a que desde adolescente, perdió a sus padres, fue llevada junto con su hermana Margarita a Los Mochis, Sinaloa, México para que tuviera una crianza en familia. Sus tías, costureras de profesión la formaron en esa ocupación que ocupó gran parte de su vida. En aquella calurosa ciudad de Sinaloa, Virginia creció siendo siempre un ejemplo para su hermana menor, Margarita, a quien alentó siempre mientras estuvo en este mundo. Joven fuerte y decidida, de carácter firme, con una sonrisa que dejaba ver su paz interior, conoció junto con su hermana Margarita a la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento, de quien se sintió, al igual que Margarita, felizmente amada y acogida, y afirmando siempre que a ella le debían su vocación consagrada, en 1953, el día de san Francisco de Asís, 4 de octubre, ingresó en Cuernavaca con las Misioneras Clarisas. Allí realizó su postulantado y su noviciado, emitiendo sus votos religiosos de pobreza, castidad y obediencia el 20 de mayo de 1956. El el 10 de julio de 1961 hizo sus votos perpetuos desposándose con Cristo para siempre y consagrándole al Señor las virtudes que Él mismo le había dispensado, destacando como un alma silenciosa y entregada en la vida comunitaria y en las actividades apostólicas que le asignaban.

Ya como religiosa, en Monterrey, pudo completar sus estudios de Bachillerato y especializarse mas en Corte y Confección, actividad de la que ella hizo una constante y fructuosa dedicación de toda su vida, ocupándose de santificarse frente a la máquina de coser en cualquier casa a donde fuera enviada.

En la República Mexicana estuvo, además de Monterrey, en Cuernavaca hasta 1957. En ese año fue destinada a la casa de Sn Antonio, Texas, U.S.A.,para trabajo pastoral, ocupándose de la catequesis y visitas domiciliaras; sin olvidar su máquina de coser, allí fue nombrada vicaria local. En 1963 fue enviada a trabajar y a enseñar costura a la escuela de la misión de Sierra Leona, en África, donde permaneció generosamente durante 32 años hasta que le tocó salir inesperadamente de esa misión, correteada por las metralletas de los soldados rebeldes que por ese tiempo invadieron el país con uno o varios golpes de Estado que sufrió duramente Sierra Leona. Allá celebró en 1981 sus Bodas de Plata. Era interesantísimo escucharla hablar de aquellos hechos y ver con qué valentía decía siempre que estaba lista para regresar de inmediato si la volvían a enviar. Ella afirmaba que aquella salida de Sierra Leona fue después de un milagro, pues los solados de la guerrilla la abandonaron junto con otros prisioneros al sentirse perseguidos por el ejército contrario y huir de aquel lugar. Realmente su corazón dejó gran parte en Sierra Leona, enseñando corte y confección a las estudiantes de Secundaria en Lunsar, con la esperanza siempre de infundir a sus alumnas la posibilidad de un futuro trabajo que les ayudara a superar la pobreza de las familias que se vivía y se vive allá actualmente. Aunque imaginar este trabajo de costura con los calores y las humedades de África implique esfuerzo, cueste sudor, agote, sea duro e incluso para muchos «insoportable», para Virginia, en su vida consagrada, fue el medio de santificación. Las horas frente a la máquina de coser, sin descuidar sus demás actividades como religiosa, fueron para esta sencilla mujer consagrada un medio insustituible para tender a lo que fue el fin de su existencia y la realización de su vocación: la santidad.

Al salir de África pasó un tiempo en la Casa General de Roma y en Pisoniano, allá en Italia, confeccionando hábitos y velos hasta que regresó a México en el 2001 de donde viajó rumbo a Nigeria, West África, para impartir un curso intensivo de costura a las Novicias de esa Región y volver a México para ir a la Escuela-Granja, en San Cristobal de las Casas, Chiapas, impartiendo un curso de costura a las chicas internas y a las hermanas en formación;.

Yo la conocí precisamente en aquellos años. La tuve varias veces en tandas de Ejercicios Espirituales y Retiros en la Casa Madre en donde me dejó ver espíritu religioso amante de los actos de comunidad en la sencillez de la vida de Nazareth, como decía la beata María Inés Teresa cuando se refería a las tareas de casa. Las hermanas la recuerdan como una mujer entera, sencillísima, recta, dócil, atenta y respetuosa, de espíritu silencioso y alegre. Yo puedo recordarla siempre con su sonrisa aún en medio de los sufrimientos que Dios le dio a probar en distintas ocasiones, especialmente en su ancianidad, las últimas veces que la vi, aceptando y ofreciendo los dolores físicos que la acompañaron, por la salvación de las almas. En la Casa Madre, en 2006 celebró sus Bodas de Oro.

Su habilidad para coser, remendar y utilizar retazos o partes aprovechables de hábitos se fue minando. Fue impresionante para muchas hermanas su despedida de su compañera la máquina de coser, este maravilloso instrumento creado por el sastre Bartolomé Thimonnier en 1830 y que a Virginia la acompaño por años y años en tres continentes y a la que tuvo que dejar cubierta luego de una alegre, ardua y comprometida laboriosidad junto a la mesa de corte en la que, fuera en la casa que fuera, confeccionaba hábitos, velos y hasta uno y otro saquito para el padre Esquerda. La salud se fue minando y un problema renal acabó de extinguir la vida terrena, de esta misionera en la misma serenidad y aceptación de la voluntad de Dios que había vivido siempre. Silenciosamente, en su humilde habitación en la que la vi días antes, cerró sus ojos y entregó su alma al Padre de los Cielos, en quien confiamos la acogió con todo su amor para llevarla y hacerla feliz eternamente en la Gloria. 

Desde la «Singer» en turno, según fuera América, África o Europa, la hermana Virginia nos deja el ejemplo maravilloso de santificar el trabajo, santificarse en el trabajo y santificar a los demás con el trabajo. Algunas hermanas dicen que ella se sentía tan feliz cuando las veía probarse ya el hábito terminado, que parecía que quien estrenaba, le hacía un favor a la hermana costurera.

Hombres y mujeres como Virginia, son los hombres y mujeres de Dios, que levantan la cruz del triunfo en este mundo para ir a gozar de los premios del cielo. Sus vidas, unidas a la pasión de Cristo cargando esa cruz de cada día, resultan casi una provocación para una sociedad y una época que desprecian el esfuerzo y el rendimiento en el trabajo. ¡Descanse en paz nuestra querida hermana Virginia Ceceña Carballo!

Padre Alfredo.

«La paciencia de nuestro Dios»... Un pequeño pensamiento para hoy

El profeta Isaías había lanzado, en su tiempo, la idea de que Jerusalén no podía ser destruida porque era el lugar por excelencia de la presencia divina (Isaías 37,10-20; 33-35). De ahí se deducía una henchida seguridad, demasiado cómoda, de que esa protección existiría de nuevo y sin duda alguna de modo incondicional. La gente se entregaba al pecado y se complacía en el ejercicio de un culto formalista, repitiendo más como una superstición que por la fe: «¡El Templo, el Templo, el Templo!», como fórmula mágica para librarse del peligro. Jeremías es sin duda uno de los primeros en enfrentarse abiertamente al culto formalista del templo de Jerusalén allá por el año 608 y la lectura de hoy sábado nos lo presenta así (Jer 7,1-11). El profeta reacciona contra esa falsa seguridad que el Templo suscitaba para muchos que pudiéramos comparar a quienes hoy piensan que les basta decir: «¡Soy católico, soy católico, soy católico!» para sentirse salvados, pero no van a Misa los domingos, no se confiesan, no ejercen la caridad ni la misericordia. Podemos imaginarnos en este contexto, el escándalo que supuso la intervención de Jeremías. En sus palabras, que son un oráculo del Señor, hoy Jeremías es bastante fuerte, y tal vez a más de uno lo incomode, como hizo con la gente de aquel tiempo; basta releer esto: «porque roban, matan, cometen adulterios y perjurios, queman incienso a los ídolos, adoran a dioses extranjeros y desconocidos, y creen que, con venir después a presentarse ante mí en este templo, donde se invoca mi nombre, y co9n decir: “estamos salvados”, basta para seguir cometiendo todas esas iniquidades. ¿Creen, acaso, que este templo, donde se invoca mi nombre es una cueva de ladrones? Tengan cuidado, porque no estoy ciego, dice el Señor» (Jer 7,9-11). Más adelante, el profeta Ezequiel, verá incluso la Gloria de Dios evadirse de su santuario. (Ezequiel 11, 23). 

Si se lee y escucha al profeta, hay que escucharle hasta el final: y resulta que es precisamente una vida comprometida y auténtica la que se exige aquí prioritariamente. Como se exigen también las normas más elementales de la conciencia: respetar los bienes del prójimo, respetar la vida, respetar la sexualidad, respetar la verdad... y esto es cosa de todos los tiempos. Cristo, como Mesías salvador, tratará de purificar el Templo (Mateo 21,12-13). La clave de la seguridad no consiste en afirmar que el Señor está en medio de nosotros en su templo y que por eso somos trigo y no cizaña, sino en obrar de acuerdo con esta presencia de Dios en nuestras vidas, no solamente cuando estamos en el templo y todos nos portamos requetebién. Hay que hacer justicia velar por nuestros hermanos, no oprimir al que tiene menos, al huérfano y a la viuda, no derramar sangre inocente, no seguir dioses extranjeros (Jer 7,5-6). Pero Dios es paciente, soporta la cizaña y soporta el daño que la cizaña causa al buen grano (Mt13,30). Así revela su infinita misericordia para con todos nosotros que así, salimos beneficiados, porque si Dios hubiera decidido destruir la cizaña, hubiera tenido que destruir también una parte de nosotros mismos. Cuando los discípulos querían hacer llover fuego del cielo sobre un poblado que había rechazado a Jesús, el Maestro se lo prohibió (Lc 9,54). 

Hay que ponerse a cooperar pacientemente en el lento trabajo de Dios: ¡otorgándole nuestra confianza! Esto supone una Fe muy sólida, una gran bondad y la paciencia de Jeremías y muchos de los profetas. Ni aparentar ser católicos de hueso colorado, o contentarse con ser religiosos o haber sido llamado a ser ministros del Altar, son, de por sí, una garantía de fidelidad o de salvación. Ni tampoco el decir unas cuantas oraciones de memoria o llevar medallas al cuello o participar en la Eucaristía ¡sólo de bulto!, nos salvarán solo por el simple hecho de hacerlo. Jesús nos dijo que «no todo el que dice... sino el que cumple la voluntad de Dios» (Mt 7,21). Jeremías nos advierte que la prueba de nuestra fidelidad no está en nuestras visitas al Templo que, naturalmente, ¡son cosa buena y necesaria!», sino en la caridad, en la justicia, en nuestro trato con el prójimo y en nuestra fe en Dios, evitando quemar incienso al Baal de turno. Ante esto me hago unas preguntas: ¿Cuál es mi participación en las misas o en otros oficios según mi vocación? Mis gestos y actitudes religiosas ¿corresponden a un esfuerzo de conversión verdadera en mi vida ordinaria? ¿Salgo de la celebración eucarística cada vez más convencido de mejorar mis comportamientos concretos con los demás? Cada una de mis oraciones y de mis plegarias, ¿me «remiten» a mis responsabilidades y a mi «deber de estado»? Y termino, hoy que es sábado, con unas palabras de la beata Madre María Inés Teresa: «Que María Santísima sea nuestra guía en el peregrinar en esta tierra, para que, guiados por su mano, lleguemos con menos tropiezos al cielo» (Carta colectiva de junio de 1978). Bendecido sábado a todos. 

Padre Alfredo.

viernes, 27 de julio de 2018

EL PAPA PROPONE UN SENCILLO EXAMEN DE CONCIENCIA...


El examen de conciencia se hace antes de la confesión para decir después al confesor todos los pecados que se han recordado. El examen debe hacerse con diligencia, seriedad y sinceridad, pero sin angustias. La confesión no es un suplicio ni una tortura, sino un acto de confianza y amor a Dios. No se trata de atormentar el alma, sino de dar a Dios cuenta filial.

Esta serie de preguntas sencillas que hace el Papa Francisco, ayudan a hacer un buen examen de conciencia procurando recordar los pecados cometidos de pensamiento, palabra y obra, o por omisión, contra los mandamientos de la ley de Dios, de la Iglesia o contra las obligaciones particulares. Todo desde la última confesión bien hecha. 

Estas son las preguntas que el papa Francisco propone para examinarse y hacer una buena confesión:

EN RELACIÓN A DIOS:

¿Solo me dirijo a Dios en caso de necesidad? 

¿Participo regularmente en la Misa los domingos y días de fiesta? 

¿Comienzo y termino mi jornada con la oración? 

¿Blasfemo en vano el nombre de Dios, de la Virgen, de los santos? 

¿Me he avergonzado de manifestarme como católico? 

¿Qué hago para crecer espiritualmente, cómo lo hago, cuándo lo hago? 

¿Me rebelo contra los designios de Dios? 

¿Pretendo que Él haga mi voluntad?

EN RELACIÓN AL PRÓJIMO:

¿Sé perdonar, tengo comprensión, ayudo a mi prójimo? 

¿Juzgo sin piedad tanto de pensamiento como con palabras? 

¿He calumniado, robado, despreciado a los humildes y a los indefensos? 

¿Soy envidioso, colérico, o parcial? 

¿Me avergüenzo de la carne de mis hermanos, me preocupo de los pobres y de los enfermos?

¿Soy honesto y justo con todos o alimento la cultura del descarte? 

¿Incito a otros a hacer el mal? 

¿Observo la moral conyugal y familiar enseñada por el Evangelio? 

¿Cómo cumplo mi responsabilidad de la educación de mis hijos? 

¿Honro a mis padres? 

¿He rechazado la vida recién concebida? 

¿He colaborado a hacerlo? 

¿Respeto el medio ambiente?

EN RELACIÓN A MÍ MISMO:

¿Soy un poco mundano y un poco creyente? 

¿Como, bebo, fumo o me divierto en exceso? 

¿Me preocupo demasiado de mi salud física, de mis bienes? 

¿Cómo utilizo mi tiempo? 

¿Soy perezoso? 

¿Me gusta ser servido? 

¿Amo y cultivo la pureza de corazón, de pensamientos, de acciones? 

¿Nutro venganzas, alimento rencores? 

¿Soy misericordioso, humilde, y constructor de paz?

Padre Alfredo.

UNA ANTIGUA ORACIÓN POR LOS SACERDOTES...


Oh Jesús Sacerdote Eterno,
guarda a estos tus siervos 
en el recinto de tu corazón,
donde nadie puede hacerles daño alguno.
Guarda inmaculadas sus consagradas manos
que a diario tocan tu Sagrado Cuerpo.
Guarda puros sus labios, 
diariamente enrojecidos
por tu preciosa Sangre.
Guarda sin mancha sus corazones,
sellados con el sublime carácter del sacerdocio.
Haz que tu amor los envuelva y separe
del contagio del mundo.
Bendice sus trabajos
con frutos abundantes,
y sean las almas 
por ellos dirigidas y administradas,
su consuelo y gozo aquí en la tierra
y luego su hermosa corona en el cielo.
Amén.

(Con Licencia Eclesiástica)

«La tarea de sembrar»... Un pequeño pensamiento para hoy

Inmersos en la cultura consumista de la «sociedad líquida» que nos rodea, la inmensa mayoría de la gente, en el día a día, no lucha por «ser» alguien, sino por «tener» algo; no se apasiona por llena su alma, sino por tener más tarjetas bancarias o por lo menos lograr un aumento de crédito y poder gastar más. Muchos no se preguntan qué tienen por dentro para dar a los demás, sino qué van a ponerse por fuera para estar por encima de los demás. Tal vez sea ésta la razón por la que en el mundo hay tantos esclavos de la moda y tan pocas, tan poquitas personas originales que sigan, no el camino del consumismo, sino el camino de Dios. Necesitamos gente que venza la tiranía de la moda, la hostilidad de la competencia mal sana, la rabia de no poder tener más, la amargura de no estar en el primer puesto en la sociedad. Hace unos días, mientras se celebraba el Mundial de Futbol, el entrenador de Croacia, Zlatko Dalic, un hombre católico, afirmaba que la clave de su éxito es la fe en Dios y el rosario: «Llevo siempre un rosario en mi bolsillo. Cuando siento que estoy en un momento duro, me aferro a él y luego todo es más fácil». ¿A qué se aferra la mayoría de la gente hoy? 

Al hombre y a la mujer, que se dan cuenta de la realidad y quieren dejar ese mundo que parece que lo llena todo pero carcome el alma hasta vaciarla, Dios le otorga siempre la posibilidad de rehabilitarse, de volver a la casa que nunca debió abandonar. La primera lectura del día de hoy (Jer 3,14-17) nos deja una serie de verbos que contrastan con la morfología y sintaxis de ese mundo líquido que hasta el significado de las «malas palabras» ha cambiado para que todo fluya sin siquiera darse cuenta de lo que se está diciendo y, por lo mismo, ejecutando. Jeremías dice: «vuélvanse... los traeré... les daré pastores...». ¡Qué bien suenan estas palabras en medio de la dureza de la fría convivencia con Dios que vive la mayoría de la gente hoy! La gente —sobre todo los jóvenes— se ha hecho áspera y ríspida para hablar y para vivir egoístamente. En el mundo líquido se quiere todo fácil y estilo light, pero el Señor, que nunca abandona a su pueblo vuelve a pronunciar hoy las mismas palabras que aparecen en este capítulo 3 de Jeremías: «Vuélvanse a mí, hijos rebeldes, porque yo soy su dueño. Iré tomando conmigo a uno de cada ciudad, a dos de cada familia y los traeré a Sión; les daré pastores según mi corazón, que los apacienten con sabiduría y prudencia» (Jer 3,14-15). El mundo de hoy necesita reencontrarse con Dios. Si en ese sentido «Babel» es el símbolo de la dispersión de los hombres que no logran vivir reunidos ni entenderse. Jerusalén, como se ve al final de ese oráculo de Jeremías, es el símbolo de una concentración universal. 

Dice el profeta que cuando esta vuelta a Dios se realice, no se hablará más del arca de la alianza, ni se acordarán de ella, ni la echarán de menos, ni necesitará ser reconstruida. El Arca de la Alianza era el objeto de culto más sagrado: un cofre de maderas preciosas, en el que estaban encerradas las «Tablas de la Ley», el símbolo más explícito de la Presencia de Dios en el Templo. En 587 junto con el Templo mismo, fue quemada por los invasores caldeos. Jeremías tiene la audacia de pedir que no se le eche de menos y que no se reconstruya. El «Trono del Señor» ya no será esa arca, sino Jerusalén. Y es que el Arca representaba una religión arcaica, demasiado materializada, un culto que se vivía solamente por fuera. La Presencia de Dios, nos dice Jeremías, estará en adelante, en el corazón de la comunidad —que eso es lo que representa Jerusalén—. Hoy, como en tiempos de Jeremías, tenemos que valorar la «presencia espiritual» de Dios, que no está unida a ningún rito externo, ni siquiera a lo más suntuoso o solemne de una celebración, sino en el corazón del que se sabe amado por Dios y asiste al Templo para agradecer, alabar, pedir perdón, suplicar y hacer propósitos de ser mejor para tener un mundo mejor. Así, es fácil entender que Dios se encuentra donde se vive la fraternidad, el amor, la solidaridad, la paz interior y para eso hay que «sembrar» la semilla que el Señor nos da. Jesús, en el Evangelio de hoy (Mt 13,18-23) compara a los hombres con cuatro clases de terreno: la misma semilla, la misma Palabra divina, dan resultados más o menos profundos según lo que hacemos con esa semilla. Jesús nos advierte que la cosecha puede ser maravillosa... pero la siembra es difícil. No hay recolección sin trabajo. El Reino de Dios es semejante a esto, por eso hay que ser optimistas: ¡un solo grano de trigo bien sembrado puede producir cien granos! Pero hay que recordar que tenemos derecho a sembrar, pero tal vez no a recoger. Por lo tanto, hay que preparar el terreno, escoger la semilla, cuidarla y tirarla a tiempo. Hay que regar, quitar las malas hierbas —el exceso de la «modernidad líquida» de hoy, sobre todo, hay que segar en el momento oportuno. ¡Vaya que tenemos que hacer! Pidámosle a María, especialista en todo este asunto, que Ella nos ayude. ¡Bendiciones para este viernes y siempre! 

Padre Alfredo.

jueves, 26 de julio de 2018

«Joaquín y Ana»... Un pequeño pensamiento para hoy

Ayer, hablando de Santiago Apóstol, hacía referencia a algunas tradiciones que nos puntualizan algunos aspectos importantes de la vida y de la obra de este extraordinario misionero que nos ayudaron a conocer mejor su persona y su quehacer como Apóstol. Hoy hago lo mismo con respecto a los dos santos que celebramos: «San Joaquín y Santa Ana», los abuelos maternos de Jesús, porque en la Biblia no se menciona nada de ellos. Los cuatro, evangelios canónicos, con su sobriedad característica, guardan absoluto silencio sobre los padres de María. Ni siquiera sus nombres nos han transmitido, debido a que la genealogía del Hijo de Dios (Mt 1,1ss; Lc 3,23ss) incluye solamente a grandes rasgos el árbol genealógico del lado paterno del Señor, la línea materna queda completamente silenciada. Ante esta situación, son los Santos Padres los que nos acercan a algunos datos creíbles. San Epifanio y San Juan Damasceno se basan en los evangelios apócrifos, ingenuos relatos urdidos por la imaginación fervorosa de los primeros cristianos para completar con ellos los silencios de los evangelios canónicos y en tradiciones orales que fueron llegando hasta sus días. De ahí vienen las innumerables pinturas y esculturas alusivas a María niña en brazos o en el regazo de su madre y a algunas escenas en los que parece su padre. Desde el siglo II, por tradición, se atribuye estos nombres de Joaquín y Ana a los padres de la Santísima Virgen maría. El culto a Santa Ana viene desde el siglo VI y el de San Joaquín es más reciente. 

Ciertamente que estas tradiciones y escritos apócrifos, no constituyen naturalmente un cimiento inconmovible sobre el que se pueda edificar históricamente la vida de los abuelos maternos de Nuestro Señor, porque resulta difícil entresacar la verdad del error o la fascinación, aunque bien pudiera ser que gracias a ellos haya llegado hasta nosotros algún dato auténtico silenciado por los cuatro evangelistas. Pero bueno, hay que ver que los protagonistas de la memoria litúrgica de hoy son los padres de la Virgen y abuelos de Jesús por lo tanto, pero, el objeto de la alabanza de este día es la providencia divina que, en María Santísima, prepara los caminos para la llegada del Salvador. De hecho, la antífona de entrada que se puede decir al inicio de la Eucaristía de hoy nos introduce en una celebración marcada por el signo de la alegría por esta providencia de Dios a través de ellos: «Alabemos a San Joaquín y a Santa Ana porque en su descendencia el Señor ha bendecido a todos los pueblos». Así, la conmemoración de los santos Joaquín y Ana es una buena ocasión para recordar las raíces humanas de Jesús. En él, Dios se ha emparentado con la estirpe humana. El relato evangélico que se proclama en este día evoca las palabras con las que Jesús declara dichosos a sus contemporáneos por haber tenido la suerte de ver y oír lo que habían anhelado los profetas y los justos de otros tiempos (Mt 13,0-17), mientras que el profeta Jeremías, en la primera lectura, nos presenta la situación de oscuridad que reinaba en el pueblo al que debía llegar el Mesías (Jer 2,1-3.7-8.12-13), un pueblo necio que había abandonado los caminos de Dios. Joaquín y Ana representan a los pocos —los pobres de Yahvé— que, en medio de esa perversa y amañada sociedad, esperaban al Redentor. 

El recuerdo que hoy tenemos por Santa Ana y San Joaquín no puede ser para nosotros pura memoria, sino expresión fehaciente de su santidad que nadie podrá borrar de la historia por mucho que pasen los siglos. Sólo quien es santo, es decir «perfecto en el amor», puede ser gloria para Dios y gloria para la humanidad. Nunca fenecerá la santidad ni en el tiempo, ni en la eternidad, puesto que la santidad está entroncada y enraizada en el amor de Dios que es permanente y eterno. Nosotros también hoy queremos imitar a Santa Ana y a San Joaquín siendo santos como ellos, nosotros también, como ellos, casi no figuramos, pero nuestros nombres, como los de ellos, están escritos en el corazón misericordioso de Dios (cf. Lc 10,20). Hoy podemos orar y agradecer a Joaquín y Ana agradeciendo el cuidado de María niña: «Insigne y glorioso patriarca San Joaquín y bondadosísima Santa Ana, que fueron escogidos entre todos los santos de Dios para dar cumplimiento divino y enriquecer al mundo con la gran Madre de Dios, María Santísima. Por tan singular privilegio, han llegado a tener la mayor influencia sobre ambos, Madre e Hijo, para conseguirnos las gracias que más necesitamos, les encomiendo todas mis necesidades espirituales y materiales y las de mi familia. Como ustedes fueron ejemplo perfecto de vida interior, obténgame que nunca ponga mi corazón en los bienes pasajeros de esta vida. Denme vivo y constante amor a Jesús y a María. Obténganme también una devoción sincera y obediencia a la Santa Iglesia y al Papa que la gobierna para que yo viva y muera con fe, esperanza y perfecta caridad. Amén». Y no olvidemos a los mayores o ancianos de los que son también patronos Santa Ana y San Joaquín. ¡Los necesitamos, queridos hermanos mayores, por su experiencia y entrega! ¡Los necesitamos porque no sólo han dado lo mejor de ustedes mismos sino que, con sus largos años, son punto de referencia, como maestros, de todos los que estamos a su alrededor! ¡Son expertos de la vida y por ello les agradecemos todo lo que nos han dado y todo lo que se han entregado por nosotros! 

Padre Alfredo.

miércoles, 25 de julio de 2018

«Santiago el Mayor»... Un pequeño pensamiento para hoy


Estamos ya a mitad de la semana, hemos dejado al profeta Miqueas que nos ha alentado varios días mostrándonos la inmensa misericordia de un Dios que perdona y olvida, un Dios Amor que en cada amanecer nos mira con ojos nuevos. Hoy interrumpimos el orden que llevamos en la liturgia diaria en las lecturas de Misa para celebrar la fiesta de Santiago Apóstol, uno de los doce; y es inevitable que mi mente y corazón viajen hasta mi querida comunidad de Capula, ese precioso pueblecito enclavado en una pequeña llanura entre Morelia y Quiroga y de cuya parroquia, que camina bajo el patrocinio de Santiago Apóstol, fui un tiempo poco menor que un suspiro, su administrados parroquial. Allá, en ese hermoso lugar que el artista pintor y escultor Juan Torres escogió como espacio para desarrollar sus admirables habilidades, ha florecido, gracias a la dedicación y al espíritu misionero de una gran Vanclarista, que es Belia Canals su esposa, un apostolado fecundo que despliega sus alas especialmente durante la Semana Santa evangelizando esa y otras comunidades con ayuda de Vanclaristas de diversos grupos del país y de la admirable labor de nuestras hermanas Misioneras Clarisas que, fieles a la beata María Inés, no dejan nunca a la deriva a este grupo misionero de Van-Clar (Vanguardias Clarisas). Allá en Capula andan, por cierto, nuestros hermanos y amigos Magnolia y Lucio acompañando a Belia y a los demás miembros del grupo en las fiestas patronales. ¡Ayer por teléfono los pesqué cansados pero llenos de felicidad, luego de una procesión en las Vísperas de la fiesta que duró apenas cuatro horas! 

La tradición nos dice que lo más probable es que «Santiago el Mayor» —llamado así para distinguirlo del otro discípulo homónimo y menor que él en edad— haya nacido en Betsaida y que su nombre proviene de dos palabras: «Sant» y «Iacob», porque su nombre en hebreo era «Jacob», por eso algunos de nuestros hermanos separados (esperados) le llaman Jacobo. La Escritura nos dice que era hermano de Juan Evangelista y que «Santiago», Jacobo, Yago, Thiago, Jaime, Diego o como queramos llamarle, formó parte de los tres apóstoles más cercanos a Jesús, junto con su hermano y Simón Pedro; así que seguramente presenció todos los grandes milagros que Cristo realizó y presenció, como nos narra el Evangelio (Lc 9,28-36) el momento glorioso de la Transfiguración. Santiago fue un gran Apóstol y un misionero incansable que viajó desde Jerusalén en Israel hasta Cádiz y posteriormente Zaragoza en España. La tradición religiosa española supone que en Zaragoza se le pareció la Santísima Virgen María sobre una columna, en el lugar en donde ahora se encuentra la Basílica de Nuestra Señora del Pilar. Se sabe, por la Escritura, que murió decapitado durante el reinado de Herodes Agripa I (Hch 12,2). Según otra tradición medieval, igual de difícil que la anterior de comprobar, su cuerpo llegó hasta Galicia en donde hoy está el poblado de Santiago de Compostela, lugar al que se hace el famoso «Camino de Santiago» y en donde se encuentra el «Botafumeiro», ese enorme incensario usado desde la Edad Media como instrumento de purificación de esta Catedral en la que se apiñaban las multitudes y que hoy, 800 años después, sigue maravillando a los presentes cuando, tras la Comunión, suena el Himno del Apóstol en los órganos barrocos y este portento de la física comienza su asombroso recorrido pendular frente al altar mayor, para elevarse hasta casi rozar la bóveda del transepto y que yo recuerdo haber admirado en estado inerte en alguna de mis correrías por España. 

Al igual que cualquiera de nosotros, Santiago llevó el tesoro de la fe n su «vasija de barro», y por eso el pasaje de la primera lectura de hoy (2 Cor 4,7-15) retrata muy bien su vida y su condición de Apóstol y misionero acérrimo, que como nos recuerda el Evangelio de hoy, unido a Cristo «bebió su mismo cáliz» (Mt 20,20-28). Nadie —y hoy más que nunca— puede ser católico por simple nacimiento o definición, para serlo hay que beber del mismo cáliz que Cristo bebió y así llegar a descubrir el amor que Dios nos dispensa a través de su Hijo muy amado. Al celebrar esta fiesta de este hombre de la mar que se dejó arrastrar por el «sígueme» del Señor, celebramos también el «ven» que nos dirige a nosotros. «¡Sígueme y eso basta!»... no hablemos de títulos o lugares especiales, no hablemos de un puesto a la derecha o a la izquierda del Señor, sino de ocupar un puesto especial en el corazón de Jesús como el que ocupó Santiago. Y, si como atestigua la tradición, antes de su dormición y asunción, sobre el año 40 y en carne mortal, la Virgen se le apareció a Santiago sobre una columna de jaspe en Zaragoza, pidámosle a la «Pilarica» que con su presencia nos de también a nosotros los ánimos necesarios que necesitamos para perseverar en la conquista del mundo para Cristo. ¡Bendecido miércoles y felicidades a los que hoy celebran su santo... que sean santos! 

Padre Alfredo.

martes, 24 de julio de 2018

«Somos parientes»... Un pequeño pensamiento para hoy


Hoy, en la primera lectura que la Liturgia de la Palabra nos ofrece (Miq 7,14-15.18-20), Miquea nos ofrece, en su confesión de fe, unas palabras muy consoladoras: «¿Qué Dios hay como tú, que quitas la iniquidad y pasas por alto la rebeldía? Dios tiene entrañas de Padre y de Madre, y sobrelleva nuestras miserias hasta el infinito. A nosotros nos toca corresponder y no abusar de su amor misericordioso. El profeta suplica a Dios que, en esa misericordia que prevalece sobre todos sus atributos, no abandone a su pueblo, sino que realice en él las promesas, de manera que Israel, ahora triste y abatido, pueda levantarse y rehacer su vida. El profeta, siempre claro opero positivo, exulta de gozo pensando en el futuro perdón de Dios, como garantía de las promesas que se van obrando entre los altibajos de la historia y de la condición humana.

Sabemos que Dios no es indiferente al pecado, pero no por ello deja de ser misericordioso y fiel a la alianza. Dios no deja nunca de amar a quien ha elegido. El descubrimiento más importante de los hebreos en el exilio fue que Dios les siguió siendo fiel y fundamentalmente benévolo. La fidelidad de Dios se convirtió, de esta forma, para aquel pueblo de cabeza dura —como para nosotros también— en misericordia, en perdón y en gracia (Miq 7,18). Pero al hombre de hoy no le gusta hablar de la misericordia de Dios, no sólo porque esta palabra tiene para él resonancias sentimentales y paternalistas, sino sobre todo porque ha perdido, en medio del consumismo y materialismo reinantes su condición religiosa. Refugiarse en las manos abiertas de un Dios misericordioso y que nos perdona constantemente lo ven muchos solo como un modo de tranquilizar la propia conciencia y se fijan solamente en los malos testimonios de quienes se exhiben como muy cumplidores de la ley y no la hacen vida. De hecho, la misericordia de Dios invita a la conversión y al cambio; impulsa a quien de ella se beneficia a practicar a su vez la misericordia (Lc 6, 36). No tiene, pues, nada de alienante, sino que, por el contrario, es una llamada a asumir responsabilidades precisas que hacen que Dios se goce contemplando en quienes le siguen ala familia de su mismo Hijo Jesús.

El discípulo–misionero es «un pariente de Jesús», un familiar suyo. El Evangelio de hoy nos deja en claro que Jesús ofrece a los hombres la cálida intimidad de su familia (Mt 12,46-50). Entre Dios y los hombres ya no hay sólo relaciones frías de obediencia y sumisión como entre un amo y los subalternos... Con Cristo entramos en la familia divina, como sus hermanos y hermanas, como su madre. Por todo esto viene un cuestionamiento importante para hoy: ¿qué es lo que debe cambiar en mis relaciones con Dios? Porque los lazos de sangre por importantes que sean no son los decisivos en el Reino de Dios. Se requiere una nueva relación familiar de tipo espiritual y con convencimiento. Un verdadero intercambio de corazón a corazón entre los «hermanos y hermanas de Jesús» puede a menudo ser más rico y más fuerte, que entre parientes según la carne. María Santísima es la primera que cumple la voluntad del Padre y nos enseña a ser «parientes» de su Hijo. Si en todas nuestras acciones de cada día y en cada instante, procuramos mantenernos unidos a Dios haciendo su voluntad, lo estamos también a todas las almas de la tierra, a todos los discípulos–misioneros del Señor Jesús esparcidos por el mundo entero. Si María, que hizo la voluntad de Dios a la perfección, es, también por ello, «su madre», nosotros también, como decía la beata Madre María Inés Teresa: ¡Estamos llamados a ser «padres» y «madres» de las almas!... hermanos, parientes, familia. ¡Bendecido martes y los encomiendo a Ella en la Basílica del Tepeyac!

Padre Alfredo.

lunes, 23 de julio de 2018

«Ser justos, ser buenos y ser humildes cada día»... Un pequeño pensamiento para hoy

Hoy inicio la reflexión haciendo referencia a este texto del profeta Miqueas que se lee en los Improperios, las lamentaciones del Viernes Santo durante la ceremonia de la Adoración a la Cruz: «Pueblo mío, ¿qué mal te he causado o en qué cosa te he ofendido?» (Miq 6,1-4.6-8). El texto nos lleva al corazón de nuestro Dios, que no es un ser abstracto e insensible. Es vulnerable, y hoy se queja como un esposo decepcionado. El primer sufrimiento de Dios es la ingratitud de su pueblo. recibidos. Dios nos dice que lo que espera de nosotros no son los sacrificios rituales, sino que, en la vida de cada día, mantengamos esas tres actitudes espirituales: «ser justos, ser buenos y ser humildes» ante Él y ante nuestros hermanos. Miqueas, como hemos venido comentando, no es un profeta que se queda en silencio ante las injusticias que se cometen en su pueblo. El texto de hoy constituye una llamada a la conversión, a hacer lo que es recto a los ojos de Yahvé. 

En su reflexión, el profeta quiere mostrar al pueblo y a cada uno de nosotros, para que comprendamos, la incoherencia de un comportamiento malsano respecto a Dios. Con este fin, Miqueas se presenta en primer lugar (Miq 6,1-4) como el portavoz de Dios ante todo el país. Yahvé tiene una querella, una causa pública con su pueblo. Este, con su comportamiento injusto, muestra no reconocer la rectitud de la actuación de Yahvé en su historia pasada, cuando lo hizo subir de Egipto, lo rescató de la esclavitud, sin abandonarlo nunca, sino poniéndole como guías a enviados suyos, y protegiéndolo hasta la posesión de la tierra prometida. De ahí la dolorida pregunta a la que ya me referí: «¿qué mal te he causado o en qué cosa te he ofendido?» (Miq 6,3). El pueblo no puede responder y por eso es Miqueas quien hace la reflexión que el pueblo mismo tendría que hacerse (Miq 6,6-8) dejándonos ver las injusticias sociales y religiosas en contraste con la rectitud y fidelidad de Yahvé. ¿Pueden creer todavía que Dios aceptará sus holocaustos? La prevaricación interior, el pecado del alma, echa a perder toda otra obra externa y legal del culto a Yahvé. Por eso, por encima del conocimiento de las prescripciones legales y cultuales, el pueblo ha recibido una enseñanza que le ha hecho conocer los caminos por los que puede «defender el derecho, practicar la lealtad y caminar en la presencia del Señor» (Miq 6,). Estas son las «cosas justas y buenas hechas con humildad» que realmente pide Yahvé. 

Esta es la forma en que actúa Jesús ordinariamente y la manera en que también a nosotros nos invita a comportarnos. Jesús no ha querido ofrecer una señal de su poder por fuera o por encima de aquello que está realizando con su gesto de Evangelio, como nos lo recuerda hoy (Mt 12,38-42). Su propia vida, el gesto «humilde» de encarnación al servicio de los demás, es signo de la «bondad» de Dios que es «justo» para con todos los hombres. Por tanto, en esta línea debemos entender el contenido de la negativa de Jesús a dar el signo extraordinario que los escribas y fariseos le piden y ofrecer como única señal la del profeta Jonás. Lo que estos hombres incrédulos piden a Jesús es exactamente lo que el diablo le pide en el relato de las tentaciones (Mt 4,1-11; Mc 1,12-13; Lc 4,1-13): ser un mesías espectacular, deslumbrante, hacedor de todo aquello que sea del agrado de los millones de «fans» que esperamos demostraciones palpables de su poder. La respuesta que da es desconcertante: «A esta generación» —la nuestra y la de todos— no se le dará más señal que la del profeta Jonás. El «signo» que ofrece es un Mesías escondido durante tres días en el seno de la tierra—la ballena—. La señal es, una vez más, el misterio de la Pascua: dejarse «derrotar» por la muerte para hacerla estallar desde dentro. Es decir, morir para dar vida. Jesús es más que Jonás —profeta— y es más que Salomón —rey—. No tenemos que esperar a nadie más. Que María Santísima, que vivió ese «morir para dar vida» cada día, nos ayude a entender esta señal, porque el Jesús obrador de milagros no es precisamente el que necesita la Iglesia de nuestro tiempo. Necesitamos, en medio de esta sociedad «malvada e infiel» más bien la señal de su propia persona que transforma nuestra conciencia individual y colectiva y nos invita a mantener el «sí» en las condiciones rutinarias de cada día. ¡Bendecido lunes! 

Padre Alfredo.

domingo, 22 de julio de 2018

«Como ovejas sin pastor»... Un pequeño pensamiento para hoy


No hay muchos sacerdocios ni muchos sacerdotes, sino uno solo: el Sacerdocio de Jesucristo, el Buen Pastor, el Sumo y Eterno Sacerdote. El Concilio Vaticano II, en la Lumen Gentium nos dice: «Cristo Señor, Pontífice tomado de entre los hombres (cf. Hb 5,1-5), de su nuevo pueblo «hizo... un reino y sacerdotes para Dios, su Padre» (Ap 1,6; cf. 5,910). Los bautizados son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo, para que, por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien el poder de Aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz (cf. 1 P 2,410)» (LG 10). De tal manera que si Él, el Sumo y Eterno Sacerdote es «Pastor» y un «Buen Pastor», cada uno de los bautizados debemos serlo. La imagen del Buen Pastor fue muy familiar a los bautizados de los primeros tiempos, y es la imagen por excelencia de Jesucristo, en la Iglesia naciente. En las figuras con las que aquellos primeros artistas del cristianismo querían representar a Jesús, en las catacumbas romanas, más de 88 veces está la imagen del Buen Pastor con sus ovejas. Esas ovejas por las cuales Jesucristo siente compasión, como nos lo recuerda el Evangelio de hoy (Mc 6,30-34). 

La Palabra de Dios ofrece este domingo XVI del Tiempo Ordinario, una larga y profunda enseñanza, no sólo para los obispos, sacerdotes y diáconos poseedores del sacerdocio ministerial que se equipara, en la Iglesia con esta figura del Buen Pastor, sino para todos los bautizados. El principio de la narración es el retorno feliz de los 12 discípulos, contentos, comunicativos, después de haber sido agentes de la misión de anunciar que Jesús era el Mesías esperado por los siglos. Esa fue la Buena Nueva que ellos proclamaron y con la cual alentaban a un pueblo que por años había sido maltratado y abusado por presuntos guías —pastores que solo sangraban a sus ovejas— y anhelaba la liberación: «Les daré pastores que las apacienten... y ninguna se perderá» (Jer 23,1-6) había prometido el Señor a las ovejas de su rebaño. Así llega Jesús y los que son de Jesús, entre los que había hombres y mujeres cercanos (Lc 8,1-3) que, como Él, pastoreaban el rebaño del Señor. Y es que la figura de Pastor, como digo, ha de ser referida a todo bautizado, cada uno en su condición. 

Muchos recordamos, por ejemplo, la incansable actitud de pastor de San Juan Pablo II, quien tenía tiempo para los jóvenes, los adultos, los niños, los enfermos, los presos; en fin, para todos. Y esta es la misma figura que hemos visto en Benedicto XVI, en Francisco y en tantos obispos y sacerdotes tan pastores como nuestros hermanos Nicaragüenses que, en medio del dolor y de la persecución acompañan al pueblo, recordando que el pastor es siempre guía, pero también compañero. Entre los religiosos y los laicos, destacan también innumerables figuras de bautizados que han sabido desarrollar su condición de pastores, pues todos, como afirma hoy San Pablo (Ef 2,13-18), estamos «unidos a Cristo Jesús». Hoy quisiera destacar la figura pastoril de dos mujeres extraordinarias: María Magdalena, «Apóstol de los Apóstoles» y María Inés Teresa del Santísimo Sacramento, «Misionera mexicana sin fronteras». La Magdalena, como una pastora responsable, fue quien anunció el gozo e la resurrección a los seguidores más cercanos del Señor, aquel primer rebañito; María Inés Teresa, como humilde pastorcita fundó una familia misionera y con ella se presentaba ante nuestro Señor diciéndole: «Aquí estamos, pastora y rebaño para ser enviados» y se lanzó a la conquista de muchas almas. Hoy es la fiesta de María Magdalena y en un día como hoy, pero de 1981, la beata María Inés fue llamada por el Dios Misericordioso a regresar a la Casa Paterna. Ninguna de las dos llegó al cielo con las manos vacías... ¡Llegaron con un rebañito de almas! Sí, almas, ovejitas como las que se nos encomiendan a nosotros en cualquier condición y vocación: Los feligreses, los hijos, los alumnos, los sobrinos, los compañeros de escuela y de trabajo... «¡almas, muchas almas, infinitas almas!» como decía María Inés. ¡Que María Santísima, a quien se le venera como «Divina Pastora de las Almas» —según una imagen venerada en el convento capuchino de Nuestra Señora de los Ángeles de El Pardo, en Madrid y cuya imagen surgió en Sevilla, España, a comienzos del siglo XVIII, y está presente en varios países— interceda para que todos los bautizados experimentemos esa misma compasión de Cristo por tantas almas que vagan por aquí y por allá como ovejas sin pastor! Les deseo un bendecido domingo a todos. 

Padre Alfredo.

sábado, 21 de julio de 2018

«El dolor de Nicaragua es dolor del mundo»... Un pequeño pensamiento para hoy


Como los demás profetas, Miqueas —de quien hoy tenemos la primera lectura (Miq 2,1-5)— es a la vez un hombre impetuoso y pacífico, amenazador cuando se trata de fustigar la injusticia o la idolatría, y de compasión y esperanza cuando se trata de reconfortar. Miqueas («quién como Yahvé»), vivió en tiempos de los reyes de Judá, Yotán, Acaz y Ezequías y es más bien conocido por la célebre profecía: «Y tú Belén no eres la más pequeña entre las familias de Judá, de ti nacerá el que ha de conducir a Israel» (Miq 5,2), que leemos durante el Adviento para preparar la Navidad. Miqueas se enfrenta con los poderosos de su época y denuncia con arrojo sus despropósitos: abusan del poder, traman iniquidades, codician los bienes ajenos, roban siempre que pueden, oprimen a los demás, son idólatras de sí mismos y con valentía, les anuncia el castigo de Dios: les vendrán calamidades sin cuento y serán objeto de burla por parte de todos, cuando caigan en desgracia.

Los peligros del poder y del dinero —por lo general unido a éste— siguen siendo actuales. También en nuestro mundo nos enteramos continuamente de atropellos contra los débiles, de injusticias flagrantes, de abusos cínicos por parte de los poderosos, como sucede actualmente en Nicaragua. Basta leer las llamadas continuas de los Papas por una justicia social en el mundo; por ejemplo, en las valientes páginas de la encíclica de San Juan Pablo II «Sollicitudo rei socialis», de 1987 o las voces proféticas de tantos misioneros, eclesiásticos o laicos, cristianos o, simplemente, personas honradas, en muchas partes del mundo ahora más oídas gracias a las redes sociales, para darnos cuenta de esta realidad que Miqueas entona con un amargo lamento por la injusticia que sufre el pueblo, o mejor dicho, como siempre ocurre, una parte del pueblo. Cuando hay oprimidos, tiene que haber opresores, los que tienen el poder, dice Miqueas. Y la imagen que elige para expresar el sufrimiento causado por la injusticia es la imposibilidad de caminar erguidos porque el robo, la mentira y la avaricia son un yugo que oprime a cada persona y la va encorvando.

Algún día, quienes hoy contemplan la maldad de los hombres ingratos gloriándose de sus hazañas, dirán con lamento: éstos son los que acabaron con nosotros y vendieron la heredad del pueblo... ¿De qué les ha servido su soberbia? También ellos son puro polvo, barro y miseria. Al igual que la irritación de los fariseos que nos presenta el Evangelio de hoy (Mt 12,14-21) llega al extremo de que no podían tolerar más que «ese hombre», como lo llamaban despectivamente, siguiera diciendo las cosas que decía, a muchos poderosos de hoy, infestados de soberbia, Cristo y todo aquel que le represente, les estorba. La soberbia humana se encierra ante la hermosura de Dios y no ve lo que la inteligencia y la misericordia logran tocar tan claramente. Es en esta paradoja cuando se siente la voz de Aquel que lo ha enviado para amar hasta el extremo a los hombres, así como Él mismo había amado a su pueblo elegido. De este modo la Voz del Padre, que se dejaba oír en los profetas del Antiguo Testamento, como en Miqueas, en Isaías y otros más, es la Voz del Hijo, y ese Padre es capaz de expresar cálidas palabras de amor, como Cristo lo hizo con Corazón de Dios y Hombre. No es posible, por tanto, que ante tanto amor, el discípulo–misionero permanezca indiferente y encerrado ante el egoísmo de hombres necios que, por el abuso del poder, cometen genocidios como el que vemos en Nicaragua. Los fariseos que de alguna manera representan la parte más horriblemente egoísta de que se dice que «cree», se cerraron a las entrañas de amor de Dios y no quisieron ver ni a Cristo ni a los que son de Cristo. No seamos como ellos, intentemos sólo aplicar los oídos del alma al Corazón de Jesús y aprender el amor del Padre en Él, para ser dignos hijos de Aquel que nos hizo suyos por el bautismo y la gracia. Recordémoslo, también nosotros somos hijos de Dios, hermanos de toda esta gente que sufre y mucho podemos hacer por ellos si oramos y alcanzamos del Señor el milagro de la paz. Hoy sábado miremos a María, que, como Madre de Dios y Madre nuestra escucha el grito de sus hijos que suspiran con gran dolor entre lágrimas, pisoteados por los poderosos: «No nos dejen morir. Por favor, intervengan, hagan algo» (Augusto Gutierrez, sacerdote nicaragüense). Sabemos lo que podemos hacer, lo sabemos... busquemos, en la oración, en el ayuno, en la ayuda que nos sea posible, la cercanía y solidaridad con el pueblo nicaragüense y con sus pastores «profetas de justicia», ante esta dramática y dolorosa crisis social y política que allí se vive actualmente y que no podemos sentir ajena contemplando a la vez las situaciones de injusticia que si no componemos —en nuestro corazón y fuera de él— nos llevarán a lo mismo. Les invito a decir junto conmigo: «Acuérdate, ¡oh piadosísima Virgen María!, que jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a tu protección, implorando tu auxilio haya sido abandonado de Ti. Animado con esta confianza, a Ti también yo acudo, y me atrevo a implorarte a pesar del peso de mis pecados. ¡Oh Madre del Verbo!, no desatiendas mis súplicas, antes bien acógelas benignamente». Amén

Padre Alfredo.