Si Dios nos ama y nos quiere amigos, si Cristo nos ganó con su sangre la salvación y la hace posible por los sacramentos, ¿por qué entonces la gracia no es una realidad en todos los hombres y a veces ni siquiera en nosotros? Es que hay obstáculos a la gracia.
EL PLANDE DIOS:
El hombre puede captar el plan de la voluntad de Dios por medio de su conciencia moral y la capacidad de conocer que tiene, en medio de la redención: por medio de la FE.
Dios nos ofrece todo: existencia, vida, persona, mundo Cristo y gracia, por esto el Catecismo nos dice "EL HOMBRE HA SIDO CREADO PARA CONOCER, AMAR Y SERVIRLE A DIOS. EL PLAN, LAVOLUNTAD DE DIOS, ES QUE LOS HOMBRES SE SALVEN POR CRISTO...”
El hombre ha sido creado por Dios. Él, como nosotros, es un pensamiento de Dios (La Sierva de Dios María-Inés-Teresa Arias, utiliza esta hermosa expresión en sus Ejercicios Espirituales de 1941). El Señor nos conoce tal cual somos y nos llama constantemente a la vida de la gracia. Un ejemplo muy claro de esta llamada se puede palpar en San Pablo, en quien la primera invitación de Jesús a seguirle se pierde entre voces y ruidos interiores: «Él (Saulo), respondió: ¿Quién eres, Señor?» (Hch 9,5a), y Jesús claramente le dice: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Hch 9, 5b).
Según sabemos, Saulo nació en la ilustre ciudad de Cilicia (Hech 9, 11; 21, 39. Para más datos sobre la vida de San Pablo conviene leer la introducción a las epístolas de San Pablo en la Biblia de Jerusalén). Cilicia rivalizaba con Roma y Atenas por su cultura, y de cuyas escuelas de Retórica y Filosofía salieron hombres famosos de aquel tiempo que hicieron honor a la fama de su ciudad natal. Se sabe que nació más o menos hacia el año 10 de nuestra era. Miembro de una familia judía, pero al mismo tiempo con ciudadanía romana. Externamente, en Saulo de Tarso se puede ver, antes de que se le apareciera Jesús, a un perseguidor de cristianos, a un hombre que «hacía estragos en la Iglesia; entraba por las casas, se llevaba por la fuerza hombres y mujeres, y los metía en la cárcel» (Hch 8,3), pero el hombre mira las apariencias, Dios ve al interior del corazón y puede descubrir lo que hay en él (1 Sam 16,7b).
A San Pablo lo conocemos mejor que a ningún otro personaje del Nuevo Testamento por la riqueza de sus cartas y por los Hechos de los Apóstoles, y hay que recordar que Dios lo llamó y confió en él antes de que hiciera tantas cosas tan maravillosas. Dios vio al interior de su corazón y encontró disponibilidad a la gracia. San Pablo, al igual que nosotros, “es escogido por Cristo no como una «cosa», sino como una «persona»” (Cf. Pastores dabo vobis # 25). El Señor busca a cada persona a la que quiere llamar, sin ahorrar esfuerzos y ocasiones. Dios supo ver en San Pablo «un alma de fuego que se entregaba sin medida a un ideal» (Ver la introducción a las epístolas de San Pablo en la Biblia de Jerusalén.) San Pablo nos dice, en la Carta a los Efesios, que Dios nos eligió antes de la creación del mundo “para que fuésemos santos e inmaculados ante Él en el amor”. (Ef 1,4). El Señor le dice a Pablo: «Levántate, entra en la ciudad y se te dirá lo que debes hacer» (Hch 9,6). Basta con que el Señor dé su gracia y nosotros colaboraremos. El mismo Pablo dirá tiempo después: «Por la gracia de Dios soy lo que soy» (1 Cor 15,10).
El «Apóstol de las gentes» –como se le llama a San Pablo–, es un instrumento de elección, como cada uno de nosotros lo somos. Él ha sido tocado por la gracia de Dios y no sabe ahora nada, no tiene claridad, ha quedado ciego, sin comer y sin beber. (Hch 9,9) Luego el Señor le mostrará todo lo que tendrá que padecer, (Hch 9,16) y le irán explicando las cosas (Es interesante ver que por medio de otro elegido de Dios, “Ananías”, se le explicará a Pablo lo que aconteció en su llamado y la misión: «Saúl, hermano, me ha enviado a ti el Señor Jesús, el que se te apareció en el camino por donde venías, para que recobres la vista y seas lleno del Espíritu Santo» Hch 9,17). Por ahora conviene que el llamado se purifique para seguirle; que reconozca su propia pequeñez, que vea los obstáculos que puede encontrar en el camino y que se haga consciente de su propia miseria para ponerla luego al servicio de la misericordia.
Dios nos ama y nos llama tal como somos, con tal que nos esforcemos honradamente por mejorar. Pablo pasará de perseguidor a perseguido, unido a Cristo y diciendo: «... es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20a). Cada uno de nosotros somos una historia de amor que se concretiza en una llamada y una respuesta. Se ve que los padres de san Pablo le dieron educación judía y lo hicieron crecer en una cultura concreta. Los Rabinos de Israel declaraban «maldito el hombre que enseña a su hijo la sabiduría griega». Pronto le enviaron a Jerusalén, donde realizó los estudios superiores a los pies de Gamaliel. Hacia los diecisiete o dieciocho años vuelve a su ciudad natal, luego es doctor de la Ley, «fariseo según la secta más estrecha de la religión judía» (Hech 26,5). El mismo se glorificaría de ser «de la raza de Israel, hebreo hijo de hebreos y, según la Ley, fariseo» (Fil 3, 5). Todo parece indicar que Saulo no contrajo matrimonio, permaneció soltero. Tal vez hizo suya la sentencia de un Rabí de aquel tiempo: «Toda mi alma está pendiente del estudio de la Ley. Que se ocupen otros de conservar el mundo.»
Como hombre joven y dinámico, tal vez fue llamado por el Sanedrín para dirigir las operaciones de aniquilamiento de la nueva «secta». Él mismo atestigua que «perseguía con gran furia» a la Iglesia de Dios (GaI 1, 13), que la devastaba entrando en las casas y arrastrando a cuantos profesaban la fe cristiana haciéndolos encarcelar (Hech 8, 1). Con estos antecedentes y estas circunstancias le sorprende la aparición de Cristo en el camino a Damasco. En el capítulo 26 de los Hechos de los Apóstoles, san Pablo vuelve a platicar de su llamada en estos términos: «En este empeño iba hacia Damasco con plenos poderes y comisión de los sumos sacerdotes; y al medio día, yendo de camino vi, oh rey, una luz venida del cielo, más resplandeciente que el sol, que me envolvió a mí y a mis compañeros en su resplandor. Caímos todos a tierra y yo oí una voz que me decía: “Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues? Te es duro dar coces contra el aguijón”. Yo respondí: “¿Quién eres, Señor?” Y me dijo el Señor: “Yo soy Jesús a quien tú persigues. Pero levántate, y ponte en pie; pues me he aparecido a ti para constituirte servidor y testigo tanto de las cosas que de mí has visto como de las que te manifestaré» (Hch 26,12-16). Ya en otra ocasión había San Pablo hablado de su vocación a los judíos de Jerusalén (Cf. Hch 22,6-21). Tal vez Pablo no recuerda exactamente algunas cosas, y las cuenta de manera diversa, pues en ese relato dice que los que iban con él vieron la luz que los envolvía, y en éste del capítulo 26 dice que solamente él vio la luz. Lo importante es que se nota que el recuerdo de la llamada del Señor está vivo en su corazón. Es interesante ver utilizada aquí una expresión común en el mundo greco-romano: “Te es duro dar coces contra el aguijón”. La persecución que Pablo emprendía contra los discípulos del Señor no tenía sentido. Jesús es más fuerte que él.
La llamada de Dios es una sorpresa que llega de repente, una declaración de amor que queda grabada en el corazón y que se renueva cada día. “En la mirada de Cristo (cf. Mc 10,21), «imagen de Dios invisible» (Col 1,15), resplandor de la gloria del Padre (cf. Hb 1,3), se percibe la profundidad de un amor eterno e infinito que toca las raíces del ser. La persona, que se deja seducir por él, tiene que abandonar todo y seguirlo (cf. Mc 1,16-20; 2,14; 10,21.28). Como Pablo, considera que todo lo demás es «pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús», ante el cual no duda en tener todas las cosas «por basura para ganar a Cristo» Flp 3,8.” (Vita Consecrata # 18).
Aventurarse a seguirle es cuestión de responder con toda la vida, recordando siempre el llamado, siendo transparencia de Aquel que nos llamó. Una transparencia clara, «pues en Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28). El Señor renueva la llamada en nosotros cada día: «No tengas miedo, sigue hablando y no calles; porque yo estoy contigo» (Hch 18,9b-10a). Nos llamó y Él no abandona. Nos llamó por nuestro nombre y no nos dejará jamás. Nadie nos puede suplir ni representar en la respuesta que debemos dar al llamado que nos hace cada día. Por todas partes por donde pasemos hemos de ir dejando sus huellas, «el buen olor de Cristo» (Cf. 2 Cor 2,14-16. Conviene leer todo el texto completo). Somos un instrumento en las manos de Cristo.
Cuando san Pablo escribe: «Pero cuando Dios, que me había elegido desde el vientre de mi madre, me llamó» (Gal,15), se sabe instrumento como Jeremías. Sabemos qué quiere decir esta «elección» de alguien que me conoce «desde el vientre de mi madre», sabemos que es un redescubrimiento de la dimensión de la fe como la dimensión ineludible para poder comprender qué ha sucedido cuando el Señor se ha asomado a nuestra vida.
San Pablo fue valiente y fiel. Junto con sus colaboradores más cercanos (se calculan más de 100) fue acusado y aprendido (Hch 4,1-3; 21,30); le prohibieron hablar de Jesús (Hch 4,18); lo llevaron al tribunal (Hch 18,12); lo metieron en la cárcel varias veces (Hch 5, 18; 6,8-15; 12, 1-18; 16,16-24); murió por implantar la Palabra; tuvo discusiones y problemas con quienes le ayudaban (Hch 15,1-29. 36-41); se enfrentó a dificultades con los judíos (Hch 17,1-15); naufragó (Hch 27,9-44); le levantaron falsos (Hch 6, 8-11; 20,33-38). El Señor, que lo había llamado, estaba con él siempre y su presencia se dejaba sentir: «No tengas miedo, sigue hablando y no calles» (Hch 18,9); «¡Ánimo!» (Hch 23,11). Él junto con los demás decía: «Es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios» (Hch 14,22). En Gálatas 1,10 nos dice: “¿Busco yo ahora el favor de los hombres o el de Dios? ¿Acaso busco agradar a los hombres? Si aún buscase agradar a los hombres, no sería Siervo de Cristo.
La obra de la gracia, por la acción del Espíritu Santo es algo tangible en san Pablo. La transformación es instantánea: como un relámpago, como un rayo. Es la respuesta inmediata al llamamiento divino de una voluntad que casi no tiene conocimiento de haber consentido. El que conoce esta clase de crisis experimenta el sentimiento más claro y posee la intuición más viva de que todo el mérito de la conversión debe ser atribuido a Dios, y se recrea en representarse la acción de la gracia como fulminante, la fe como un acto de obediencia».
La misión del apóstol será prolongar la Palabra del Señor, su sacrificio de entrega total, su acción salvífica y pastoral, su oración, su diálogo con el Padre en amor del Espíritu Santo en bien de la salvación de todos sin buscar nada a cambio. El Evangelio sigue siendo gracia y conquista, Palabra del Señor para todos. El enviado, enamorado de Cristo, no se preocupa tanto de explicaciones teóricas cuanto de imitar a Cristo, conocerlo y amarlo para hacerlo amar. El apóstol se preocupa de tener los sentimientos de Cristo y de vivir de los amores de su corazón (Cf Flp 2,5). “El testimonio de vida cristiana es la primera e insustituible forma de la misión” (Redemptoris Missio # 42) y “aún antes de ser acción, la misión es testimonio e irradiación” ( Ibídem # 26).
EL PECADO:
Pero que pasa en la vida de muchos cristianos. Sabemos que por su dimensión espiritual, el hombre es capaz de abrirse o cerrarse a la verdad, es capaz de aceptar o rechazar el Amor de Dios y ser consciente de su llamado. Todos los creyentes somos conscientes de que frente a Dios tenemos “deudas” que saldar. Un vacío, una insuficiencia, algo que no va con el plan de Dios, el “pecado”. Pero, aunque el hombre tiene esa deuda con Dios, él jamás rechaza al hombre, sino que lo busca con amor misericordioso. Con razón san Pablo podía decir: “Sed, hermanos, imitadores míos” (Flp. 3,17) Es el reflejo del amor misericordioso de Cristo que perdona y olvida, que no es estático, sino que está siempre en movimiento para salir al encuentro… ¡Siempre se anticipa! Los pasos de la misericordia llegan más lejos que los dados por una ruptura. “Si el pecado ha deteriorado la imagen de Dios en el hombre y ha herido su condición, la buena nueva, que es Cristo, lo ha redimido y restablecido en la gracia (cf. Rm 5, 12-2. Documento de Aparecida # 104)”. Dios, en su infinita misericordia, sale al encuentro del hombre. En Cristo, Dios se hace encontradizo al pecador (1 Tes 4,1-7). Todos los escritos paulinos nos muestran el rostro misericordioso de Cristo que perdona y que nos llama a ser como Él. (Cf. Col. 3,12ss)
Sabemos, por ejemplo, que en tiempos de san Pablo la comunidad de Corinto no era nada fácil, a pesar de que era una Iglesia muy joven, y por tanto, con la gracia de los inicios, con una frescura en la adhesión a Cristo nuestro Señor. Se trataba de una comunidad ya atravesada por los problemas del pecado social al que muchos se referían como «vivir a la corintia», los cuestionamientos por las diferentes ideas que se conjugaba en un puerto, las divisiones entre sus habitantes, y el apóstol penetra en su interior, hasta el fondo, precisamente porque es apóstol y sabe que hay obstáculos a la vida de la gracia que hay que vencer.
a) EL ENEMIGO: El demonio, o sea la personificación de las fuerzas del mal. Él es quien tienta al hombre.
b) EL MUNDO: Los criterios, situaciones y ambientes hostiles a Dios, egoísmos, envidias, etc.
C) LA CARNE: La tendencia al mal, la concupiscencia del poder, fama, sexo, etc.
En medio de todo esto San Pablo invita al discípulo a re-estrenar la vocación y a no dejarse llevar por el desaliento, que puede llegar siempre como una tentación sutil del demonio y es, tal vez, el más grande de los obstáculos a la vida de la gracia y el triunfo del demonio en nuestro tiempo. Ya san Pablo nos ha enseñado que no es la propia fuerza ni los méritos adquiridos lo que da valor a la respuesta. San Pablo se nos ha presentado como «menos que el menor» de todos los llamados (Ef 3,8). Algunos de los eruditos han creído que San Pablo hacía tal vez un chiste aludiendo a su propio nombre que, literalmente, significaba «pequeño». Ciertamente esto no fue por falsa humildad, sino que fue ocasionado por la memoria de su propia historia de perseguidor, la cual Dios le perdonó a fin de dar a su vida un nuevo rumbo.
San Pablo quiere, entre otras cosas que ambiciona, que Timoteo se dé cuenta de que el desaliento y el desánimo no pueden tener cabida en el discípulo y misionero aunque reconozca que es poca cosa. A los Corintios, en la primera carta que les escribe, les dice, entre otras cosas, que Jesucristo se le apareció a él que es como «un aborto», el menor de los apóstoles que no es ni siquiera digno de ser llamado apóstol, pues persiguió a la Iglesia (15,8-9). En la segunda carta que dirige a esa misma comunidad les dice que es un loco y que él es la nada (12,11) y en la primera carta al mismo Timoteo le hace ver que él es el primero entre todos los pecadores (1,15. Cf. HOMER A. KENT, JR., “Efesios, la gloria de la Iglesia”, Ed. Portavoz, Michigan 19996 p.p. 59-60). La Madre María Inés Teresa Arias, fundadora de nuestro instituto de Misioneros de Cristo, en una carta colectiva que escribe, dice: “Cuando alguien comprende sus defectos y se deja llevar por el desaliento, cuán contento deja al demonio. Es precisamente lo que quiere. Si yo caigo en un camino, no voy a decir: pues ahora aquí me quedo. Me caí, y ya no hay remedio. Todo esto es soberbia y muy grande. Quisiéramos ya vernos santos; y lo que Dios quiere de nosotros es que sepamos, sí, reconocer nuestra nada y miseria”. (Marzo de 1978, f. 4329) San Pablo mismo habla de su ruindad al reconocer su pasado cuando dice: «Conocéis mi conducta anterior dentro del judaísmo: con qué crueldad perseguía y trataba de aniquilar a la Iglesia de Dios» (Gal. 13 ).
Para extender el reino, Cristo necesita discípulos valientes, arriesgados, que no se limiten a padecer las repercusiones del mal, sino que combatan el pecado. Cristo no quiere gente resignada ante el mal, sino hombres y mujeres activos, valerosos, fuertes en la oración. El temor, la cobardía, los complejos, son cosas que alejan de los valores del reino y que no nos hacen dignos portadores la Palabra. Ya sabemos que el pecado es el rechazo del plan de Dios, la ruptura con su voluntad, pero al mismo tiempo podemos decir que es la falta de confianza en él y en su misericordia infinita y que hay ciertas condiciones para que exista pecado mortal como son: Conocimiento, voluntad y materia grave. Las consecuencias del pecado mortal las conocemos o las podemos imaginar: Pérdida de la gracia haciéndonos desagradables a Dios, y ya que el pecado es causa del último mal en el hombre, debilita su inteligencia, perturba el orden social y afecta a la Iglesia y la figura de Dios. El pecado como estado habitual priva de la gracia por ofender a Dios haciendo al hombre como un hijo desheredado o como un templo destruido; enemigo de Cristo y esclavo del diablo hasta poder llegar a caer en el infierno.
La Sagrada Escritura nos deja ver que después de su conversión, san Pablo no subió en seguida a Jerusalén a ponerse en comunicación con los apóstoles, sino que «partió para Arabia» (Gal 1,17), región cercana a Damasco. ¿Qué hizo allí? ¿Comenzó al instante su vida apostólica, predicando a los judíos que abundaban en aquella región? San Lucas no menciona ésta en la lista de las actividades apostólicas de Pablo. Tal vez no estuvo inactivo cerca de sus correligionarios. Pero las razones fuertes de su ida a Arabia fueron otras. Pablo conocía muy bien las Escrituras del Antiguo Testamento. Pero ahora descubre que Jesús de Nazareth, muerto en la cruz, es el Mesías anunciado por los profetas que trae el perdón y la salvación. Pablo tenía que construir un nuevo edificio doctrinal sobre esa piedra angular. Y esto no se consigue en dos días, como ahora, que todo se quiere tener al instante. San Pablo necesitaba serenar su espíritu, unir su alma con Dios, transformarse en Cristo y hacer a un lado todo obstáculo en su nuevo caminar como discípulo y misionero. Eso se consigue en la soledad y el silencio. Las grandes almas que han convertido al mundo han hecho uno o más largos paréntesis antes de su actividad apostólica.
San Pablo buscará los medios para vencer los obstáculos de la gracia y salir victorioso a recoger la corona merecida.
Son los mismos medios que nosotros podemos tener ahora:
a) LA MORTIFICACIÓN: La milicia cristiana. “Cumplo en mí lo que resta de padecer a la pasión de Cristo”.
b) LA ORACIÓN: "Vigilar y Orar”. “Sin mi nada pueden hacer” dice Cristo.
c) LA DIRECCIÓN ESPIRITUAL: El apoyo del sacerdote (en especial la penitencia).
d) EL CONTACTO CON LOS AMIGOS: Lo que importa es estar con Cristo, no temer.
Pablo es un hombre que lleva dentro el Evangelio, se hace acompañar por él y llega a decir en este espléndido texto de la Segunda Carta a los Corintios: «Incluso mi fragilidad es una condición oportuna». «Si hay que presumir –dice san Pablo– presumiré de mi debilidad» (2 Cor 11, 30-l33). «De ese hombre presumiré, pero de mí no presumiré sino de mis flaquezas […] y para que no sea orgulloso por la sublimidad de las revelaciones, me han clavado una espina en el cuerpo [...], Tres veces he pedido al Señor que me saque esa espina, y las tres me ha respondido: "Te basta mi gracia, pues mi poder triunfa en la flaqueza". Con gusto, pues, presumiré de mis flaquezas para que se muestre en mí el poder de Cristo. Por esto me alegro de mis flaquezas, de los insultos, de las dificultades, de las persecuciones, de todo lo que sufro por Cristo; pues cuando me siento débil, es cuando soy más fuerte» (2 Cor 12, 5 -11).
San Pablo hace que los momentos de la prueba, de la caducidad, de la fragilidad y de la debilidad arraiguen en la relación con Jesús, y dice: "Es que son parte del misterio de la Cruz, son lenguaje de la Pascua". Por tanto, yo ante esto no me hundo, yo lo arraigo allí, allí lo sitúo, allí lo implanto, en el misterio de Jesús, por lo que estas cosas no me trituran, no me paran». Es decir, este recolocar su personal debilidad de apóstol en el misterio de la Pascua de Jesús se va convirtiendo progresivamente para él en el verdadero recurso para la misión. Tenemos el hermoso regalo del sacramento de la reconciliación, hermoso momento de encuentro entre la miseria y la misericordia.
Para san Pablo no hay pecados privados; que hay que quitar el mal de en medio porque hace daño a todos. Hay que aclararse como personas que tienen una vida nueva y que por lo tanto hacen una comunidad nueva. La misma Iglesia, será para él «algo que siempre hay que reformar» (Cf. JUAN CARLOS RODRÍGUEZ HERRANZ, “Carta a una comunidad imperfecta” Una lectura popular de 1 Corintios, Ed. Sal Terrae, Cantabria 1999, p.p. 56-57).
¿QUIÉN PERDONA LOS PECADOS?:
A. Los veniales, arrepentirse.
B Los mortales: El Sacerdote en la confesión o un acto de contrición perfecto.
En una parte de sus cartas San Pablo tiene un reproche para la Iglesia de su tiempo en la comunidad de Corinto: “No puedo alabar que vuestras reuniones sean no para bien, sino para daño vuestro (1 Cor 11,17)… Cuando os reunís, no es para comer la Cena del Señor, porque cada uno se adelanta a tomar su propia cena, y mientras uno pasa hambre, otro está ebrio (1 Cor 11,20).
No puede haber levadura contaminante en la masa de Cristo, todo miembro de la Iglesia ha de ser un hombre y una mujer con corazón nuevo y siempre en fiesta.
JUICIO FINAL: LO QUE TÚ HAGAS CON EL MÁS PEQUEÑO DE MIS HIJOS, ME LO HACES A MÍ”… ¡AY DE MÍ SI NO EVANGELIZARA!
Me vienen a la memoria un mensaje que el Cardenal Miguel Obando Bravo dirigió a la Iglesia de Nicaragua en el año 2002 y que están basadas en unas palabras de san Pablo, estoy seguro nos ayudan a ver y pensar en el juicio final: “Si en el juicio final se condenarán los que hayan negado un vaso de agua al sediento, ¿qué sucederá a quienes hayan negado a Jesús, Agua Viva a los demás? ¡Ay de mí si no evangelizara! Si en el juicio final se condenarán quienes hayan negado pan al hambriento, ¿qué sucederá a los que hayan negado el pan de la Palabra de salvación a los demás? ¡Ay de mí si no evangelizara! Si en el juicio final se condenarán los que no hayan vestido al desnudo, ¿qué sucederá a los que no hayan revestido de Cristo a los demás? ¡Ay de mí si no evangelizara! Si en el juicio final se condenarán quienes no hayan visitado a los presos, ¿qué sucederá con los que no hayan libertado a los presos por el pecado? ¡Ay de mí si no evangelizara! Si en el juicio final se condenarán los que no hayan asistido a los enfermos, ¿qué sucederá con los que no hayan dado esperanza a los desesperados? ¡Ay de mí si no evangelizara!... Acertadamente la Virgen María es llamada consuelo de los afligidos, salud de los enfermos, refugio de los pecadores y vaso espiritual. Vale la pena buscarla continuamente para abrevar nuestra sed de Dios y vencer los obstáculos a la vida de la gracia, y resonará en nuestras vidas su evangelio: ¡Haced lo que él les dice! (Jn. 2,5)”. (Carta pastoral del cardenal Obando, Arzobispo Metropolitano de Managua sobre la misión «¡Abrid las puertas a Cristo!», Managua, 16 de diciembre 2002 Arzobispo Metropolitano de Managua).
Contemplemos juntos a María para terminar esta reflexión, ella se supo siempre pobre, pequeña, frágil… «Se fijó en la humildad de su sierva» expresa en el Magnificat. María, desde su pequeñez, se hizo tanto sierva como discípula de la Palabra al punto de concebir, en su corazón y en su carne, la Palabra, el Dios hecho hombre, para darlo a la humanidad. Ella, la toda pura, la dulce María es Madre de los pecadores.
Alfredo Delgado, M.C.I.U.
dr.algdr2011
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