lunes, 2 de marzo de 2015

EL ESTÍMULO DE LA CARIDAD PARA LAS BUENAS OBRAS... Un retiro de Cuaresma


Introducción.

Estamos en el tiempo privilegiado de Cuaresma, sabiendo que este tiempo litúrgico no es en si mismo un fin, sino el tiempo de preparación para la Pascua. Este año, el Papa Benedicto XVI nos ha invitado a reflexionar en torno a la cita Bíblica «Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras» (Hb 10, 24). El Santo Padre ha querido recordarnos, en su Mensaje para la Cuaresma 2012, que este tiempo nos ofrece una vez más la oportunidad de reflexionar sobre el corazón de la vida cristiana: «la caridad», haciéndonos ver que este es un tiempo propicio para que, con la ayuda de la Palabra de Dios y de los Sacramentos, renovemos nuestro camino de fe, tanto personal como familiar y comunitario en un itinerario marcado por la oración y el compartir, por el silencio y el ayuno, en espera de vivir la alegría pascual.

De alguna manera, esta Cuaresma el Santo Padre nos está invitando a ver hacia el interior de nuestro corazón al mismo tiempo que le pedimos al padre Misericordioso que nos dé su mirada para ver las necesidades de los hermanos, sobre todo los más necesitados. Pudiéramos decir que las palabras “Dame, Señor, tu mirada” (1Sam) se han de hacer nuestras palabras. Este es nuestro desafío cuaresmal: contemplar la realidad con ojos nuevos para descubrir a Dios en ella, tanto en la cotidianeidad como en lo diferente, en lo de cerca y lo de lejos, en lo sencillo y en la fragilidad… para que seamos capaces de seguir reflejando en nuestra vida diaria su vida de caridad y su paz. Por eso, pedimos unos por otros: “Que el Padre ilumine los ojos de su corazón” (Ef. 1,18). El Papa, orientado por la Carta a los Hebreos (cap. 10), quiere que nos acerquemos al Señor «con corazón sincero y llenos de fe» (v. 22), que nos mantengamos firmes «en la esperanza que profesamos» (v. 23), con una atención constante para realizar junto con los hermanos «la caridad y las buenas obras» (v. 24). Asimismo, nos recuerda que para sostener esta conducta evangélica es importante participar en los encuentros litúrgicos y de oración de la comunidad, mirando a la meta escatológica: la comunión plena en Dios (v. 25).

1. Para vivir la caridad hay que dejarse mirar para poder mirar.

Para poder vivir la caridad, hay que ver la realidad de forma justa, sin distorsiones, y para eso debemos —en primer lugar— reconocer la condición en la que estamos y sentirnos mirados con ojos limpios que no desfiguren nuestra imagen como los espejos deformes de las ferias que estiran o engordan a las personas. Hay ojos que saben mirar desde una hondura que crea vida en las personas sobre las que se posan. Por el contrario, cuando resultamos insignificantes para alguien, entonces decimos: “Ya ni me mira”, “no tiene ojos para mí…”

Acercarse a Dios en la Cuaresma, es acercarse a su mirada. Su mirar compasivo es su manera de ser: “Clemente y compasivo” (Sal 103,8). Orar bajo la mirada del Dios Padre de bondad y cercanía que nos reveló Jesús, sentirse mirado por él, es la manera de situarnos para orar. Madre Inés, cuando habla de su conversión, dice que su mirada se cruzó con la mirada de Jesús en la Eucaristía y que su corazón se fue tras Él. Nada se esconde a la mirada de Dios, Èl es un Dios que seduce. Desde siempre y por siempre, el Señor mira con amor a cada uno de sus hijos y no tiene límite su tarea de salvación. Nadie es pequeño o imperceptible para Él. Para Dios no hay nada ni nadie insignificante ni despreciable: “y vio Dios… y todo le pareció bueno” (Gn 1,4.10.12.18.21.25.31). Dice Madre Inés: “Tienen que enseñarse a vivir en Dios, a trabajar en su presencia, a obrar bajo su mirada paternal, a ser suyos, totalmente suyos” (Cartas colectivas f. 3180).

Dios nos comunicó su vida y su espíritu, nos quiere portadores de vida, de alegría y esperanza. Dios mira más desde las entrañas que desde el corazón y la cabeza. La mirada de Dios no es una mirada de vigilancia, de control, como a veces enseñan algunos catequistas, sino una mirada de cuidado, de atención, de vida. En cualquier situación, por difícil que parezca, podemos sentir la mirada recreadora de Dios: “Yahveh se ha inclinado desde su altura, desde los cielos ha mirado la tierra para oír y liberar al cautivo” (Sal 102,20-21). A veces, sólo mucho más tarde, nos damos cuenta de que estuvimos caminando al borde del abismo en medio de la noche más oscura, pero que la mirada de Dios nos contemplaba y desde dentro de nosotros mismos, en su discreción infinita, nos estuvo salvando (Sal 25,15-18).

Dios también nos invita a mirarnos a nosotros mismos como nos mira Él. Él es quien “escruta los riñones” (Jer 11,20) “y el corazón” (1Sam 16,7). Él es quien conoce nuestros movimientos y pensamientos: “Sabes cuándo me siento y me levanto, mi pensamientos calas de lejos” (Sal 139,2). Así nos presenta Jesús a Dios como “a tu Padre que ve en lo secreto” (Mt 6,4.6).

Una «mirada» puede encender y alimentar el fuego del amor entre las personas. Una mirada inagotable es la que necesitamos, pues estamos esencialmente creados para un encuentro —sin final y sin intermitencias— con Dios encarnado en su Hijo Jesús. Diría Madre Inés: “Un Himno ininterrumpido de alabanza”. Nosotros vivimos de la Vida de Jesucristo pero con Madre Inés también podemos decir que somos “un pensamiento de Dios, un latido de su corazón”.

En el mensaje de Cuaresma para este año, el Santo Padre se detiene en un verbo griego usado en el Evangelio, es el verbo katanoein, que significa «observar bien», «estar atentos», «mirar conscientemente», «darse cuenta de una realidad». Este verbo —dice el Papa—, lo encontramos en el Evangelio, cuando Jesús invita a los discípulos a «fijarse» en los pájaros del cielo, que no se afanan y son objeto de la solícita y atenta providencia divina (cf. Lc 12,24), y a «reparar» en la viga que hay en nuestro propio ojo antes de mirar la brizna en el ojo del hermano (cf. Lc 6,41). Lo encontramos también en otro pasaje de la misma Carta a los Hebreos, como invitación a «fijarse en Jesús» (cf. 3,1), el Apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra fe. Por tanto, es un verbo que invita a fijar la mirada en el otro, ante todo en Jesús, y a dejarse mirar por Dios.

Solamente si nos dejamos mirar por Dios es que podemos estar atentos los unos a los otros, a no mostrarnos extraños, indiferentes a la suerte de los hermanos. Sin embargo —dice el Santo Padre con un poco de pena— con frecuencia prevalece la actitud contraria: la indiferencia o el desinterés, que nacen del egoísmo, encubierto bajo la apariencia del respeto por la «esfera privada». El Siervo de Dios Pablo VI afirmaba que el mundo actual sufre especialmente de una falta de fraternidad: «El mundo está enfermo. Su mal está menos en la dilapidación de los recursos y en el acaparamiento por parte de algunos que en la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos» (Carta. enc. Populorum progressio [26 de marzo de 1967], n. 66).

¡Cómo nos hace falta volver a la mirada de Dios! Creo que en un pasaje sencillo de la Biblia, la visitación de María a su parienta Isabel, podemos ver muy claramente lo que es esta mirada de Dios que nos lleva a prolongarla en los que nos rodean.

En María, en este pasaje de la visitación (Lc 1,39ss), tenemos a una mujer tocada y transformada por la «mirada de Dios» para realizar su plan de salvación y bien de toda la humanidad. Ella está «llena de gracia» y Dios realiza obras grandes en ella y a través de Ella. La imagen bíblica del encuentro de Isabel con María abre nuevos horizontes. Son dos mujeres que gracias a la fe engendran en su seno a dos niños y «viendo» lo que Dios les pide, salen al encuentro la una de la otra. María «mira» de ofrecer diligentemente su servicio e Isabel «mira» de acogerla con alegría en su casa. Son dos generaciones: la joven «mira» la necesidad llena de alegría, y es portadora de una nueva vida, la anciana «mira» la humildad de María que va a servirle y es fecunda a pesar de la edad, pero llena de entusiasmo por el nuevo ser. Dos madres llenas de alegría y sorpresa por los dones que cada una «mira» en la otra y que se intercambian recíprocamente; además, el fruto de sus entrañas no es para ellas mismas sino para que «vean» la misión a la que han sido llamadas. María estará presente y firme al lado de Jesucristo, desde el principio hasta el final y también después de su ascensión para dar continuidad a la misión de Jesús (Lc. 2,39-45) y «ver» crecer y establecerse a la Iglesia naciente.

Vale la pena que en este día cada uno de nosotros se pregunte: ¿Me pongo, sin prisas, delante de la presencia de Dios, sintiendo su mirada y viviendo de su mirada que me invita a mirar? ¿Qué es lo que miro? ¿Hay alguna diferencia entre la mirada de María y la mía?

2. Liberar nuestra mirada.

Nuestra manera de mirar está muy determinada. A veces, incluso, nos ocurre lo que expresa el autor bíblico: “porque tienen ojos y no ven…” (Dt 4,28; Sal 115,5-7). Por eso tenemos que liberar nuestra mirada, el objetivo es que nos transformemos como aquellos discípulos de Emaús: “Y se les abrieron los ojos y le reconocieron” (Lc 24,31).

Todo comienza con ver, con mirar la vida, la realidad. Según miremos la vida, así nos situamos, reaccionamos y nos comprometemos con y ante la misma. La vida pública de Jesús, lo mismo que su vida en Nazareth, comenzó con una toma de contacto con las personas y situaciones (Mc 1,16). El problema está en «¡cómo miramos la realidad!». Para nosotros la referencia es la bondad de Dios: “¿Va a ser tu ojo malo porque yo sea bueno?” (Mt 20,15). Nuestros modos de mirar dependen del lugar donde estamos situados.

Necesitamos suplicar, como aquellos ciegos del relato de Mateo: “Señor, que se nos abran los ojos” (Mt 20,33), para poder reconocer, agradecer… y descubrir puertas donde antes veíamos muros. Hoy nos tientan muchas cegueras: no se ven los que no cuentan económicamente, y hay millones de personas consideradas invisibles; estamos amenazados por la ceguera de la seguridad, y los diferentes nos resultan extraños; vivimos cegados por la prisa y las seguridades y las rupturas y las divisiones embotan nuestros sentidos y nos ciegan sobre nuestra unidad esencial.

El gran mandamiento del amor al prójimo exige y urge a tomar conciencia de que tenemos una responsabilidad respecto a quien, como cada uno de nosotros, es criatura e hijo de Dios: el hecho de ser hermanos en humanidad y, en muchos casos, también en la fe y en la comunidad eclesial, debe llevarnos a ver en el otro a un verdadero «alter ego», a quien el Señor ama infinitamente. Si cultivamos esta mirada de fraternidad, la solidaridad, la justicia, así como la misericordia y la compasión, brotarán naturalmente de nuestro corazón, —dice el Papa en su mensaje—. Una sociedad como la actual puede llegar a ser sorda, tanto ante los sufrimientos físicos, como ante las exigencias espirituales y morales de la vida. En la comunidad cristiana no debe ser así.

El apóstol Pablo invita a buscar lo que «fomente la paz y la mutua edificación» (Rm 14,19), tratando de «agradar a su prójimo para el bien, buscando su edificación» (ib. 15,2), sin buscar el propio beneficio «sino el de la mayoría, para que se salven» (1 Co 10,33). Esta corrección y exhortación mutua, con espíritu de humildad y de caridad, debe formar parte de la vida de la comunidad cristiana. Nos dice Madre Inés: “No escuchemos al enemigo. Dios debe triunfar; su gracia es poderosa; recibámosla con humildad y hacimiento de gracias y cooperemos a ella con todas nuestras fuerzas. Que la caridad reine en nuestros corazones y él nos verá con sus miradas de complacencia”. (Cartas colectivas f. 3547). Recordemos el pasaje evangélico: “Este es mi Hijo amado en quien tengo puestas mis complacencias” (Mt 3,17).

Con frecuencia somos impactados por realidades presentadas de un modo tan reiterativo y con tanta violencia y sangre, que se va configurando en nosotros una sensibilidad embotada. A nuestra sensibilidad ya se le hace difícil percibir los detalles más finos de la vida, la cual se va banalizando de tal manera que vemos muertes, secuestros, saqueos y torturas sin inmutarnos, sin distinguir si es una noticia o una película más que compite por ganarse el teleauditorio.

Necesitamos desarmar el corazón hinchado, a veces, porque ya venimos de “vuelta” de la vida y venimos repletos de razones, justificaciones y experiencias que nos impiden descubrir la novedad que se nos presenta ante nuestros ojos. Podemos ir creando en nosotros una intimidad desencantada que nos lleve a vivir en el instante, olvidando nuestra historia de salvación con sus momentos luminosos y oscuros, como con los ojos vendados. Este desencanto puede teñir muy sutilmente nuestras relaciones y actividades, apagando la pasión por Dios, por su Reino y por las personas concretas. Sin pasión creadora, vamos introduciendo en nuestra vida adiciones que nos quitan la libertad.

Hay que mirar de una manera nueva para ver y ofrecer una visión alternativa de la realidad, para saber qué vivimos y desde dónde lo vivimos. Pero esto supone un largo proceso contemplativo que es inseparablemente ascético y místico, íntimo y social, personal y comunitario y así poder escuchar de boca de Jesús: “Dichosos vuestros ojos porque ven” (Mt 13,16).

Los discípulos del Señor, unidos a Cristo mediante la Eucaristía, viven en una comunión que los vincula los unos a los otros como miembros de un solo cuerpo. Esto significa que el otro me pertenece, su vida, su salvación, tienen que ver con mi vida y mi salvación. Tengo que abrir mis ojos a la mirada de Dios y tengo que abrir los ojos para ver a mi hermano. Dejemos que Madre Inés nos diga unas palabras: “Busquemos únicamente la mirada de Dios, su voluntad para cada uno de nosotros, y tratemos de cumplirla con sencillez, sin inquietudes, porque Dios es amor. Y, cuando en una comunidad existe ese amor, todo se ve bajo ese prisma. No seamos causa de mayor sufrimiento para nuestros hermanos. ¿Verdad que así actuarán todos? ¡Se los pido tanto!” (Cartas colectivas f. 3706).

Aquí vendría otra pregunta para nuestra reflexión: ¿De qué tengo que liberar mi mirada?

3. La mística de ojos abiertos.

Quisiera recordar la conocida y profética frase del célebre teólogo Karl Rahner: “El cristiano del futuro o será un místico o no será cristiano”. Hoy no nos basta con un Dios de catecismo, ni siquiera de eruditos cursos de teología. Necesitamos la teología vivida de los santos y hacer la experiencia de Dios, encontrarnos cara a cara con Él y en lo cotidiano de nuestra vida poder decir como Jacob “Dios estaba aquí, y no lo sabía” (Gn 28,16); o poder exclamar en medio del sufrimiento de nuestro mundo roto “Te conocía sólo de oídas; ahora te han visto mis ojos” (Job 42,5) o para dejarnos sorprender por una persona de otro color o de otra religión o de otro país y poder exclamar: “Os aseguro que no he encontrado a nadie en Israel con tanta fe” (Mt 8,10). «Que todos los miembros se preocupen los unos de los otros» (1 Co 12,25), afirma san Pablo, porque formamos un solo cuerpo.

La caridad para con los hermanos, una de cuyas expresiones es la limosna —una típica práctica cuaresmal junto con la oración y el ayuno—, radica en esta pertenencia común. Todo cristiano puede expresar en la preocupación concreta por los más pobres su participación del único cuerpo que es la Iglesia. La atención a los demás en la reciprocidad es también reconocer el bien que el Señor realiza en ellos y agradecer con ellos los prodigios de gracia que el Dios bueno y todopoderoso sigue realizando en sus hijos. Cuando un cristiano se percata de la acción del Espíritu Santo en el otro, no puede por menos que alegrarse y glorificar al Padre que está en los cielos (cf. Mt 5,16).

La mística es una dimensión de toda vida humana y no un privilegio de personas especiales. Existir implica estar en relación con Dios, comunicarnos con Él de alguna manera, pues cuando salimos de sus manos empezamos un diálogo con Él que ya no tiene punto final y que se prolonga en el diálogo con los hermanos. Esto es real para toda persona, pues todos “en él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17,28), aunque no todas las personas sean conscientes.

La “mística de ojos abiertos” abre bien los ojos para percibir toda la realidad, porque sabe que la última dimensión de lo real está habitada por Dios. Se relaciona con el mundo dándose cuenta de las señales de Dios, que llena todo lo creado con su acción incesante. La pasión de la vida de Cristo es mirar, y no se cansa de contemplar la vida, porque busca en ella el rostro de Dios: “Mirad las aves del cielo… y los lirios del campo… ¡Cuánto más cuidará el Padre de vosotros!” (Mt 6,25-34). Jesús recrea la mirada y recrea la vida de las personas a las que mira y que se reflejan en el espejo de sus ojos. Y, tercamente, seguimos preguntando: “¿Cuándo te vimos, Señor…?” (Mt 25,37- 46). Al encontrarnos con los hambrientos, desnudos, emigrantes, enfermos y encarcelados, hemos visto al Señor.

A la luz de esta desconcertante manera de juzgar el valor de la vida humana, que no es medida por el encuentro con los primeros, sino con los últimos, intentamos afinar nuestra mirada para ver ya hoy lo que en ese momento definitivo veremos con absoluta nitidez. Con insistencia volvemos a nuestra petición de toda la Cuaresma: “¡Dame, Señor, tu mirada!” y con nitidez podemos escuchar las palabras de Jesús: “¡Hágase en ti según tu fe!” (Mt 9, 27-31). El desafío contemplativo para estos días de desierto, de ayuno y de oración es descubrir a Dios en la profundidad de todas las cosas, y a todas las cosas en la profundidad del corazón de Dios. Es un don y es también nuestra tarea. Podemos ahora preguntarnos: ¿Cómo es, en este momento de mi vida, mi relación con Dios?

4. Una mirada comprometida.

Sólo se puede contemplar bien lo que se ama. El amor permite reposar la mirada, volver una y otra vez sobre la realidad amada, para ver lo que el ojo simple no es capaz de percibir. Jesús “vio con amor” al joven rico (Mc 17,21). Donde está el corazón, allí se posa la mirada. Es el corazón el que orienta, reposa y confiere calidad a la mirada (1Sam 16,7). Por el amor se ve; con el amor se ve. Es el amor quien ve.

A veces escogemos balcones privilegiados para contemplar una procesión que pasa por la calle, un espectáculo que se realiza en un escenario o en un campo deportivo… Pero ni los balcones ni los árboles —como el de Zaqueo (Lc 19,4)— son el espacio adecuado cuando se trata de contemplar la realidad. Hay que bajarse, hay que entrar dentro de ella, hay que amarla. Como Jesús, tampoco nosotros somos invitados a situarnos en un palco privilegiado para ser espectadores de las personas y de la historia humana, ni podemos quedarnos arriba del árbol para ver a Jesús pasar sin que nos comprometa a nada. “¡Zaqueo, baja pronto porque hoy me hospedaré en tu casa!” (Lc 19,55). Sólo al implicarnos y complicarnos podremos experimentar cómo crece el dinamismo del Reino. Al comprometernos no sabemos nunca dónde acaba nuestra mano —aunque nos tiemble por la edad o la enfermedad, por el cansancio natural— y dónde empieza la mano de Dios y cómo se unen las dos.

Nosotros, como misioneros, ejercemos nuestro ministerio misionero desde nuestro bautismo en todas partes y en todo tiempo. Desde el bautismo hemos sido consagrados para ser «profetas», es decir, anunciadores de la Buena Nueva.

Nosotros, como misioneros, estamos al tanto de lo que pasa en el mundo entero y sabemos que se mata en muchas partes del mundo. Lugares que ni siquiera sabemos situar en el mapamundi. ¿A quién le suenan los conflictos de Cachemira, Armenia-Azerbvayán, la guerrilla islamista de Filipinas o los ataques del ejército sudanés contra las poblaciones de Kordofán…?

Nosotros, como misioneros, conocemos de miles y miles de habitantes del globo terráqueo que sufren una crisis alimentaria sin precedentes. Cerca de 14 millones de personas sufren esta situación que, según las Naciones Unidas, en septiembre de 2011 habría provocado ya la muerte de al menos 30.000 niños.

Nosotros, como misioneros, sabemos de mujeres explotadas y maltratadas. Las mujeres representan el 70% de los pobres del mundo. Pero tal vez no sepamos que el mayor atentado lo sufren las mujeres en India y China con los abortos selectivos. Se calcula que en la última década seis millones de niñas han sido abortadas.

Nosotros, como misioneros, contemplamos muchas veces de cerca las condiciones de refugiados y desplazados, personas sin hogar. Según datos publicados a mediados de 2011 por las Naciones Unidas, en el mundo hay 43 millones de personas que han huido de sus hogares debido a situaciones de conflicto.

Nosotros, como misioneros, sabemos que cada día surgen nuevos pobres: las víctimas de la crisis. Sólo en 2010, las Cáritas de España, la Madre Patria, en el primer mundo, recibieron 1.800.000 solicitudes de ayuda, un incremento de un 104% con respecto a 2007. Al menos un tercio de las personas que residen en España, están en serio riesgo de exclusión social y ese es el mundo que está mejor, sí, mucho mejor que el de nuestra gente en México.

Cada uno de nosotros, como misioneros, desde donde estamos y según lo que conocemos y vivimos, podría seguir añadiendo personas y situaciones olvidadas…

Ante toda esta realidad... podemos mirar para otro lado, o mirar de frente, con la misma mirada de Jesús (Mt 9,35-38), por eso le pedimos: ¡Dame, Señor, tu mirada! y hacemos propósitos de Cuaresma muy concretos que pudieran girar en torno a:

a) Una mirada dignificadora:

1. Si nos han encomendado una tarea determinada en casa, en la oficina o en el grupo al que pertenecemos, hay que hacerla bien.
2. Unirnos con los pobres y no desperdiciar agua, jabón, luz, etc.
3. En el tema de la comida: no tirarla; no avergonzarse de pedir para compartir; no ser remilgosos al comer, ser sacrificados y no buscar lo mejor.
4. En el tema de la denuncia: orar por los miembros de las instituciones pacifistas; creer en el valor de la denuncia con humanidad; hacernos visibles con nuestro testimonio orante y sacrificado que no hace ostentación en el vestir o en la diversión insana.
5. En el tema del dinero: compartir todo y vivir de verdad la pobreza. 

b) una mirada de vida y de paz:

1. La necesidad de pensar desde el Dios de la Vida y de la Paz, antes de hablar y actuar. Ser, como diría Madre Inés: "Almas pacíficas y pacificadoras".
2. Escuchar a los demás, porque hay muchas cosas y muchas personas a las que no se oyen.
3. Participar en la Misa Dominical siempre con devoción: porque la Eucaristía tiene el grave problema de su rutina.
4. Ser un espacio de santificación para los que nos rodean: que no se vayan de mí sin haberse llevado algo de Dios. Traer a la oración personal a los miembros de mi familia, a los compañeros de trabajo, a los amigos del grupo.
5. Evangelizar fuera del templo: en el trabajo, en la calle, en el supermercado, en la propia casa.

c) Una mirada compasiva:

1. Mirarnos con bondad en nuestras pobrezas: a nivel personal, familiar, eclesial, social… Mirarnos para animarnos a trabajar más por amar a Cristo y hacerle amar del mundo entero.
2. Abrirnos a la gracia de Dios por el regalo de la próxima beatificación de Madre Inés.
3. Vida sobria, honrada y religiosa: como forma concreta de existir. No olvidar dentro y fuera de casa los caminos de lo simple, del disfrute con poco, del consumo controlado de los bienes. Hacer a un lado la «trampa» del consumismo.
4. Creer en la fuerza de nuestro potencial: humano, de medios y de experiencia. Todos tenemos posibilidades de trabajar, de colaborar con el Santo Padre, quien se preocupa por el futuro de lo humano, aunque sea haciendo por nuestra parte pequeñas tareas.

Podemos aquí hacernos una pregunta para la reflexión personal. ¿A dónde y hacia quiénes dirige mi mirada la mirada de Dios esta Cuaresma? Una mirada comprometida no es imposible, ni está fuera del alcance de cualquier persona que la anhele. Basta levantar la cabeza, contemplar la realidad y ver desde los ojos de Dios… tal vez, es la invitación que nos hace el propio Dios en esta Cuaresma y que apunta ya a la Pascua (Jn 4,35). «Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras» (Hb 10, 24).

Dice el Papa que el tiempo que se nos ha dado en nuestra vida es precioso para descubrir y realizar buenas obras en el amor de Dios. Al reconocer y proclamar beatos y santos a algunos cristianos ejemplares —dice el Santo Padre, y recordemos la inminente beatificación de la Madre María Inés Teresa del Santísimo Sacramento—, la sabiduría de la Iglesia tiene también por objeto suscitar el deseo de imitar sus virtudes. San Pablo exhorta: «Que cada cual estime a los otros más que a sí mismo» (Rm 12,10). Con razón Madre Inés dice en una de sus cartas: “Lean las vidas de los santos y todos, desde el principio del cristia­nismo, han sido: sufridos, mortificados, austeros; se han sabido callar, humillar, trabajar en su santifi­cación sufriendo a sus semejantes, siendo dulces y amables, sabiendo disculpar, etc., etc. No encontra­remos ningún santo que se haya hecho criticando, exteriorizando sin ton ni son cosas que hieren la caridad o hacen desunión. Los principales modelos los tenemos en Jesús y María. Primero en Nazareth, en Belén, otra vez en Nazareth después de su regreso de Egipto, luego en la vida pública del Maestro, hasta culminar en la pasión dolorosa y humillante, con la muerte de cruz.” (Cartas colectivas f. 3870).

Termino con las palabras finales de la reflexión para esta Cuaresma que el Santo Padre Benedicto XVI nos regala: "Ante un mundo que exige de los cristianos un testimonio renovado de amor y fidelidad al Señor, todos han de sentir la urgencia de ponerse a competir en la caridad, en el servicio y en las buenas obras (cf. Hb 6,10). Esta llamada es especialmente intensa en el tiempo santo de preparación a la Pascua". 

Alfredo Delgado, M.C.I.U.

dr. algdr2012

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