Meditar en las virtudes humanas es una buena base para la reflexión de nuestro retiro mensual. Una de las virtudes que son necesarias para perseverar en la vida espiritual es la virtud de la perseverancia, recordando, en primer lugar, que esta es la virtud que se define como la acción de mantenerse firme y constante en un propósito o decisión.
El estar convencidos de que Cristo está vivo, trae para nosotros siempre esperanza de vida nueva para construir un mundo mejor, pero, depende del "Sí sostenido" a nuestra respuesta al llamado que Dios nos hace como bautizados el que podamos seguir colaborando con Cristo hasta alcanzar la transformación del mismo en un mundo nuevo donde reine la civilización del amor.
El Diccionario Bíblico define «Perseverancia» como una palabra que viene del griego «Proskarteresis» que significa «constancia«, «persistencia« y «Proskartereo», atender constantemente, continuar sin desvíos, adherirse firmemente, agarrarse bien. La Palabra griega «Proskartereo« se encuentra en Marcos 3,9 y se refiere al esquife o la barca pequeña que Jesús les dijo a sus discípulos que le preparaban para alejarse de la multitud, la barca estaba agarrada bien de la estaca a la orilla del mar y aunque viniera fuertes olas ella se mantenía firme. La perseverancia es la que da valor definitivo a las demás virtudes, pues la virtud más grande pierde todo su mérito si no va unida a la perseverancia.
Por muy pequeña que sea una virtud, sólo por ir acompañada de la perseverancia ya vale mucho. Por ejemplo, la perseverancia debe ir siempre adjunta a la fortaleza, como virtud secundaria para prolongar esa fe en las buenas y en las malas. La perseverancia va muy unida también a la constancia. Aquella vence las dificultades que emanan de la misma dilatación de la obra; ésta vence los impedimentos y obstáculos que vienen del exterior. Se oponen a la perseverancia y a la constancia, los vicios de la inconstancia, que desiste pronto de lo emprendido, y la pertinacia o terquedad, que se obstina en sostener lo que no es razonable. Santa Teresa nos dice que: "en esta perseverancia está todo nuestro bien". Aunque la perseverancia se mide más por lo que tiene de bien que por su dificultad.
San Pablo dice: «¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos corren, pero uno solo alcanza el premio? Corred, pues, de modo que lo alcancéis» (1 Col. 9, 24). En Getsemaní ruega Jesús: «Padre mío, si es posible, posible pase de Mí este cáliz; pero, no se haga como yo quiero, sino como quieres Tú» (Mt. 26, 39). La gracia de la perseverancia es la gracia de las gracias que debemos pedir sin cesar para no desmayar.
La Sagrada Escritura, cuando nos habla de los primeros cristianos, pone esta virtud como característica de sus vidas: “Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, fieles a la comunión fraterna, a la fracción del pan y a las oraciones...Acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y con sencillez de corazón (Hch 2,42.46). Perseverancia y aguante son esenciales para todo cristiano de hoy y de siempre.
A lo largo de su ministerio, nuestro Señor Jesucristo vio cómo multitudes le seguían, pero también observó cómo «muchos de sus discípulos volvieron atrás y ya no andaban con él» (Jn. 6,66), éstos eran el grano de semilla que, sembrado en pedregales, brotó pronto prometedoramente, pero «cuando salió el sol se quemó» porque apenas tenía raíces (Mt. 13,5-6). No debe tener en cuenta el cristiano, –decía San Jerónimo–, sus comienzos, sino su término. Lo importante no es empezar sino acabar bien. «Nadie, después de haber puesto la mano en el arado y que ponga la vista, es apto para el reino de Dios» (Lc 9, 62). Dice san Bernardo: "A los que comienzan se les promete el premio. A los que terminan se les da el premio". "¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos corren, pero uno sólo alcanza el premio? San Bernardo escribe también: «a los que empiezan se les promete el premio, pero no se da sino a los que terminan». San Agustín en el libro “De Libero Arbitrio”, dice que nadie puede decirse que es perseverante mientras vive si no mantiene su perseverancia hasta la muerte.
La función de la perseverancia es soportar la duración en los actos de virtud y en todos los demás, practicando la firmeza en la dificultad procedente de la duración. Modera el temor a la fatiga o al desfallecimiento por la larga duración y proporciona fortaleza de ánimo. Como hábito sobrenatural es inseparable de la gracia santificante; perdida la gracia, se pierde la perseverancia, juntamente con todas las demás virtudes.
La experiencia ha demostrado que es una de las virtudes más difíciles de mantener, especialmente en el discipulado cristiano. Muchos creyentes son capaces de auténticas proezas pero sólo en un momento dado; la mayoría carece de la energía suficiente para perseverar. En unos juegos olímpicos espirituales pueden ganar la prueba de los cuatrocientos metros, pero no un maratón, quedarán postrados a mitad de la carrera o renunciarán a acabarla y la abandonarán. Pero esta defección es inadmisible en la carrera cristiana y en la respuesta vocacional, pues sólo «el que persevera hasta el fin alcanzará la salvación» (Mt. 10,22). Esta perseverancia, si nos atenemos al verbo original griego que mencionamos «Proskateréo», en la dimensión del Nuevo Testamento significa no sólo continuidad, sino firmeza; ocuparse de modo incansable en algo, ser fielmente incondicional. El hombre se basta él solo para caer en pecado; pero no puede por sí mismo levantarse de él sin la ayuda de la gracia. Para perseverar necesita el auxilio de la gracia. E incluso se requiere el empuje de la gracia actual ordinaria, que Dios no niega a nadie que no ponga obstáculo a su recepción, para ejercitar cualquier virtud infusa.
La perseverancia vence la dificultad que implica la duración del acto, se opone a la flojedad, que se inclina a desistir fácilmente de la práctica del bien cuando surgen las primeras dificultades que provienen de la costumbre, pues quien está acostumbrado a los placeres podrá soportar con mayor dificultad su privación y no soportará la tristeza de la misma abnegación. Para la mayoría de la gente parece un tanto difícil perseverar en algo. En general nuestra perseverancia, no va más allá de 3 días. Sucede como el chiste ese de los tres seminaristas que fueron a Ejercicios Espirituales y ya de regreso, al ser interrogados el primer día por su formador sobre cómo les había ido, contestaron: ¡Gloria al Padre!, nos fue de maravilla; el segundo día el padre les vuelve a preguntar sobre el fruto de los Ejercicios y los muchachos seminaristas le dicen: ¡Gloria al Hijo! Todo fue de maravilla; el tercer día, antes de que el formador les diga algo, ellos dicen a coro: ¡Como era en el principio, ahora y siempre! El 1° día está todo bien, con entusiasmo realizamos el objetivo con pensamientos positivos y haciendo un plano mental de lo que será. El 2° día comenzamos a dudar un poco acerca del objetivo. El 3° día estamos convencidos de que no vale la pena seguir, tiramos por la borda la meta fijada, y así nuestra esperanza de lograrlo.
El tema sobre la perseverancia es de gran actualidad, pues es lamentablemente preocupante el número de miembros que se alejan de la Iglesia en general o que, sin llegar a abandonarla, viven una vida espiritual raquítica e infructuosa que trae como con secuencia una escases de vocaciones sin precedentes. Abrumados por dudas, por problemas o simplemente por indiferencia, más que «correr la carrera que les es propuesta» (Heb. 12,1) muchos creyentes, aún personas de grupos apostólicos, coordinadores e grupos o ministros extraordinarios, parecen arrastrarse pesadamente por los caminos del Señor. Como consecuencia, su testimonio tiene muy poco de atractivo para que personas de su entorno creyentes o no creyentes, se interesen por el Evangelio.
En el campo de la experiencia cristiana se destacan cuatro áreas en las que debe ejercitarse la perseverancia y que son las que vamos a profundizar en nuestro retiro: la fe, la oración, la comunión eclesial y el servicio.
Perseverancia en la fe.
Los tiempos actuales no son muy propicios a la fe. Vivimos nuestra vocación de cristianos católicos en medio de un mundo con una serie de corrientes de pensamiento profundamente antagónicas al credo cristiano. Desde los días del Renacimiento hasta hoy han ido ganando terreno el humanismo y el racionalismo. El hombre es «la medida de todas las cosas», idea que se ha acrecido con los avances científicos y tecnológicos. Y es el hombre quien, guiado por su razón y por la luz de las ciencias naturales, ha de definir la verdad con todos sus contenidos (doctrinales o éticos). Para los defensores más radicales de esta filosofía, toda creencia religiosa es una rémora para el progreso. Desde la existencia de Dios hasta la resurrección de Jesucristo, todo es negado o puesto en tela de juicio. De ahí la proliferación de ateos y agnósticos, muchos de los cuales ridiculizan las doctrinas esenciales del cristianismo y presionan por todos los medios a la sociedad para imponer sus opiniones.
Si a esto se añaden las dudas que, independientemente del entorno, suelen asaltar al creyente, o las inconsistencias que éste descubre en su propia vida y en la de otros cristianos, se comprenderá que necesita una elevada dosis de conocimiento y poder espiritual para perseverar en la fe.
También el problema de la injusticia y el sufrimiento nos turba con frecuencia. La forma de ver y conocer a Dios que hemos vivido en la Iglesia no cuadra con la experiencia de vivir en un mundo obsesionado más por el «tener» que por el «ser», y entonces muchos piensan que en la providencia de Dios algo no funciona o actúan como si no existiera aún creyendo en ella. O la sabiduría, el poder, el amor y las promesas de Dios no son tan maravillosos como se pensaba o la teodicea es un misterio indescifrable. Cualquiera de las dos opciones tiene efectos debilitantes sobre la fe. Éste fue el problema que en determinado momento afectó aún a Juan el Bautista, que no podía entender que si Jesús era el Mesías prometido, instaurador del reino de Dios, permitiera injusticias como la de su encarcelamiento. Hasta tal punto la oscuridad en este punto turbaba su fe, que envió a dos de sus discípulos con un mensaje angustioso, una pregunta que le corroía el alma: «¿Eres tú el que había de venir o esperaremos a otro?» (Mt. 11,3). La respuesta del Señor fue una referencia a las maravillas de su obra, que nadie podía negar. La grandeza del Cristo de los evangelios es tal que las dudas quedan acalladas. Y lo sublime de sus enseñanzas robustece la fe. Así lo experimentaron los discípulos que permanecieron junto a él cuando muchos otros le abandonaron. A la pregunta de Jesús, «¿Ustedes también quieren dejarme?» los discípulos dan una respuesta conmovedora: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn. 6,67-68). Hagan lo que hagan otros, nosotros no dejaremos de andar en pos de ti. Eso es la perseverancia en la fe de Cristo que hemos heredado en la Iglesia y que la Venerable Madre Inés quiso que se mantuviera siempre viva en las almas. Ella mantuvo siempre con firmeza un alto ideal, sin dejarse zarandear por problemas, obstáculos, negativas, críticas. Prosiguió hacia adelante con cada vez mayor fuerza, poniendo toda su confianza en el Señor.
Perseverancia en la oración.
Mientras el creyente se mantiene en comunión con Dios mediante la escucha de su Palabra y la oración, está en condiciones de resistir los embates del adversario contra su fe. Por algo resaltó el Señor Jesucristo «la necesidad de orar siempre y no desmayar» (Lc. 18,1). También en los escritos apostólicos se enfatiza la práctica de la oración: (Rm. 12,12; 2 Co. 1,11; Col. 4,2; Col. 4,12, entre otros).
El hombre y mujer sencillos normalmente reconocen el valor de la plegaria, porque así lo han aprendido desde los inicios de la vivencia de su fe en la infancia, pero no pocas veces tropiezan con dificultades para dedicarse a ella más asiduamente, con más fervor y confiando en su efectividad cuando ya está en medio del trabajo ordinario. Sucede esto especialmente en tiempos de sequía espiritual, cuando aún cumpliendo con la Misa Dominical se ora fríamente, sin convicción, con la sensación de que la oración no va más allá del techo y la gente se contenta sólo con la asistencia a Misa. Aun en esta situación, conviene no renunciar a medio tan importante para la comunicación con el Padre celestial. Si se mantiene la perseverancia en este terreno, la experiencia sombría de un orar sin confianza en un estado de debilidad espiritual cesará para dar lugar a otro de fervor renovado en que el «estar siempre gozosos» va emparejado con el «orar sin cesar» en la Eucaristía, en la visita al Santísimo, en la lectura de la Biblia, en la oración personal (1 Ts. 5,16-17). Con esta renovación se recupera la certidumbre de que «los ojos del Señor están sobre los justos, y atento sus oídos al clamor de ellos» (Sal. 34,15 ), y hace suyas las palabras del salmista que atestiguan esa confianza: «En cuanto a mí, a Dios clamaré... tarde y mañana y a mediodía oraré y clamaré, y él oirá mi voz» (Sal. 55,16-17).
Tres de los testigos de la causa de canonización de la Venerable Madre María Inés Teresa y que vivieron muy de cerca a ella, declararon que la Madre María Inés no sólo “hacía oración” sino que ella misma “era oración”. Que aun en medio de su trabajo, vivía siempre en presencia de Dios. Esto corrobora aquello que escribía en sus notas íntimas: «La oración es la vocación esencial de mi vida» (Doc. 252, f. 518). Lo debe ser también en nuestra vida para perseverar.
Perseverancia en la comunión eclesial.
Es tan bello como ejemplar lo que en el libro de los Hechos leemos en todo el tiempo de Pascua sobre la primitiva iglesia de Jerusalén: sus miembros «perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones... Y perseverando unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón.» (Hch. 2,42, Hch. 2,46).
En aquella iglesia, sus primeros miembros y los convertidos que le fueron añadidos el día de Pentecostés y los demás días por el testimonio de los apóstoles y su tarea evangelizadora, se sentían fuertemente unidos por una misma fe, una común esperanza y un amor antes desconocido. Se sentían como una gran familia y anhelaban vivamente estar juntos, en el templo o por las casas y juntos eran instruidos en la enseñanza de los apóstoles; mantenían una comunión de sentimientos. Todos y cada uno se interesaban por el resto de sus hermanos y así, en la medida de lo posible, eran suplidas todas las necesidades (espirituales, emocionales y físicas) de la comunidad. En aquella comunión cristiana ocupaba un lugar muy especial la participación en la Eucaristía y en la liturgia en general (Oraciones y muy probablemente el cántico de salmos e himnos como Liturgia de las Horas en común).
Muchos católicos de hoy podrían referir experiencias de bendición vividas en la comunión de los fieles y en la participación en la Eucaristía Dominical, todo ello fuente de gozo. A semejanza de los antiguos israelitas piadosos, se alegran con quienes les dicen: «Iremos a la casa del Señor» (Sal 122,1). Deplorablemente ese «ardiente suspirar por los atrios del Señor» (Sal 84,2) demasiadas veces se ha convertido en desinterés y frialdad para muchos. Tal vez porque han tenido problemas en la Iglesia (en no pocos casos por su propia culpa). Pensar en el día del Señor y en la participación en Misa viene a ser para ellos tedio, por lo que su presencia entre los hermanos sólo se ve muy de tarde en tarde, cuando hay buna boda o un quince años. Todo da la impresión de que han perdido «su primer amor» (Ap. 2,4) ¡Situación grave! (Ap. 2,5) No han perseverado.
Este fenómeno puede ser uno más de los efectos del secularismo que incluso puede arrastrar a los católicos más comprometidos si se dejan llevar. Muchos de ellos viven hoy fuertemente influenciados por el estilo de vida de quienes no lo son. La vida resulta demasiado ajetreada, estresante. Consecuentemente, tras una semana de trabajo ajetreado se piensa que el ocio, con la desvinculación de toda clase de vida de fe, es una necesidad de primer orden para no sucumbir en el género de vida que se ha creado la sociedad de hoy, ¡como si no lo hubiese sido también el de nuestros antepasados en la fe, agobiados por trabajos mucho más fatigosos! En toda comunidad, –aún en la eclesial–, hay dos clases de miembros: los comprometidos y “los visitantes” o mejor conocidos como “los aviadores”; muchos de estos últimos parecen pensar que es suficiente cumplir con lo indispensable para que no se les llame la atención cuando se van a confesar. Dicen que, en último término, no necesitan de disciplina para mantener su fe. Puro sofisma, porque la disciplina hace la perseverancia y vaya que se necesita. Demasiadas veces se ha visto que el católico que empieza alejándose de la Misa Dominical y de las prácticas de piedad, acaba perdiendo su fe o yéndose a una secta protestante que lo comprometa a nada, o a muy poco, como dar un diezmo y cantar. Podemos enfatizar cómo la abnegación junto con la oración y las almas fueron en la vida de la Madre María Inés como “tres constantes” o pilares que dejó bien delineados en su doctrina espiritual y que ayudan a sostenerse en esta comunión eclesial.
Hoy, como en el primer siglo del cristianismo, es urgente atender a la admonición hecha por el autor de la carta a los Hebreos: «No dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre, sino exhortándonos, y tanto más cuanto que veis que aquel día (el día de la segunda venida de Cristo) se acerca.» (Heb. 10,25). Recuerden los ausentes de la casa del Señor lo mucho que pueden perder con su modo impropio de entender la comunión de los santos. El desanimado Tomás, ausente el día en que el Señor resucitado se apareció a los discípulos en el cenáculo, necesitó una semana más para el reencuentro con él y con ellos que pondría fin a su crisis de fe (Jn. 20,24-29).
Recordemos de nuevo la Iglesia primitiva de Jerusalén. «Perseveraban» todos unánimemente en el seno de la comunidad de Jesús, y allí estaba María, la Madre del Señor, quien era la primera en dar muestras de perseverancia y fidelidad.
Perseverancia en el servicio.
«Así que, hermanos míos amados, estad firmes y constantes, creciendo en la obra del Señor siempre, sabiendo que vuestro trabajo en el Señor no es en vano.» (1 Co. 15,58). Estas palabras del apóstol Pablo son otro llamamiento a la perseverancia, esta vez referida al servicio cristiano.
La obra de Cristo en el mundo ha tenido continuidad mediante sus discípulos. Ellos son los instrumentos para la extensión del Evangelio, la edificación de la Iglesia y el avance de su Reino. Ello constituye la gran viña a la cual son enviados sus obreros (Mt. 20,1; Mt. 21,28). Esta misión implica a todos los cristianos, como se desprende de la parábola mencionada (Mt. 20,1-16). En el seguimiento de Cristo no hay lugar para los ociosos. Aunque en la Iglesia ha habido siempre ministerios especiales, todo creyente debe estar comprometido con la obra del Señor. No todos seremos apóstoles, pastores o maestros, pero todos podemos ser «colaboradores» (Fil. 1,7).
En la obra de Dios el creyente halla una fuente maravillosa de satisfacciones, como lo atestigua el testimonio de muchos sacerdotes, religiosos y laicos discípulos y misioneros. No obstante, es motivo de pena ver algunos que se desentienden de su deber de colaborar en donde la obediencia los haya destinado. Algunos piensan que el trabajo en la «obra» es cosa de otros. Están en la viña en plan de espectadores, no de colaboradores. Otros entienden que deberían ser más activos, pero determinadas experiencias los paralizan: problemas de relación con algún hermano o con los superiores, ejemplos poco estimulantes, absorción total en actividades seculares o simplemente cansancio. Cualquiera de esas causas lleva al cristiano a una retirada del campo de trabajo que lo sume en una indolencia improductiva.
Nosotros somos misioneros desde nuestro bautismo, y hay que recordar que el llamado a la vida misionera se presenta hoy, más en una línea de servicio y de colaboración, de escucha y contemplación que de conquista de más adeptos para la Iglesia, lo importante parece ser llegar a todos los rincones del mundo no para ser más solamente, sino sobre todo para que el Reino se manifieste en toda su plenitud a la humanidad entera.
Ser misionero en nuestros días presenta grades retos que van más allá de aprender una lengua distinta o de adaptarse a vivir en ambientes extremosos por el clima o las enfermedades, como nos sucede a los Misioneros de Cristo en Sierra Leona. El desafío principal consiste en ponerse al nivel de la gente a donde se es enviado, llevarles a Cristo en nuestro diario vivir y en un humilde servicio en la parroquia y en las escuelas o los demás apostolados que se tengan. Hay que descubrir los valores presentes en cualquier pueblo como signos de la presencia de Dios. Los misioneros pasarán a la historia no por las cosas materiales que hayan construido, sino por los kilómetros que hayan recorrido con tantos pobres y olvidados, por la esperanza sembrada en las zonas de guerra y violencia donde se encuentran, por haber ayudado a tantos hombres a crear comunidades fraternas.
Numerosos textos de la Palabra de Dios tienen por objeto evitar que caigamos en una situación de rutina o desaliento y nos ayudan a sacarnos de ella si ya hemos caído (Heb 10,35-39; Heb 12,12; Gál. 6,9, entre muchos otros) Todos ellos se pueden resumir en este versículo (1 Co 15,58). Y todos nos animan a perseverar activos en el servicio del Señor. Tenga la palabra final Cristo mismo: «Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida.» (Ap. 2,10).
La perseverancia en María de Nazareth y la nuestra.
La perseverancia es una virtud, y como tal, podemos decir que se trata de una cuestión de actitud. Es una decisión cotidiana que implica, en muchos de los casos, la negación a la comodidad, por la búsqueda de un beneficio superior. No hay secretos mágicos para esto, es la eterna lucha entre el deseo y las ganas. Es una virtud esencial para la progresión del ser humano. Muchas cosas buenas que se pueden hacer en este mundo y se le pueden entregar a Dios se pierden en medio de titubeos, dudas, vacilaciones y falta de determinación.
El hábito negativo que debemos combatir es entonces el desánimo y la falta de voluntad, cosas que si descuidamos pueden llevarnos a una depresión o a una dolencia espiritual grave. Cuando el sentimiento positivo sigue vivo dentro nuestro, con entusiasmo, activo y sin interrupción confiando siempre en la asistencia divina, eso significa que estamos cultivando la virtud de la perseverancia. Pero si nos desanimamos, se pierde todo y debemos comenzar de cero otra vez. Sería bueno fijarnos pequeñas metas, para que el logro sea a corto plazo y así perseverar. ¡Este ejercicio es maravilloso! Pidámosle a Dios poder perseverar en nuestros objetivos, en bien del prójimo y de la sociedad, para que este se torne un mundo armónico y de paz, de nosotros depende.
Lo que nos atrapa, en general, es el hábito de desánimo y también el estado depresivo de muchos que dejan llevar por el desaliento. ¡Es preciso perseverar! Un buen examen de conciencia sincero y un momento de oración para pedir a Dios que fortalezca el deseo de cambiar, hace que todo fluya en forma positiva. De este modo venceremos la apatía, el miedo y pasamos a sentir la voluntad de avanzar. La perseverancia es una virtud preciosa que hace al ser humano realizar cualquier cosa en la vida. La depresión corroe la voluntad, el espíritu, genera una emoción de falta de fe, de no querer continuar, de estar solos, sin hacer nada, desanimados.
Es fácil continuar cuando estamos bien, seguimos así 3, 10 ó 15 días… pocos momentos de negatividad arruinan todo el trabajo de tanto tiempo positivo. El problema será siempre tener esa voluntad necesaria para perseverar, y esa, viene de lo alto.
La virgen María es modelo y ejemplo perfecto de perseverancia... respuesta a la invitación especial de Dios, avanzar en la oscuridad de la fe, y perseverar hasta el final. María –aun siendo Madre de Dios– tenía todos los ingredientes para ser una perfecta infeliz: de clase baja, en un país ocupado, perseguida por la autoridad, prófuga en Egipto con un niño recién nacido, viuda en plena juventud, solitaria en una aldehuela miserable, con un hijo al que la familia considera loco, víctima de las lenguas que le cuentan cómo los poderosos desprecian a su único hijo y buscan su muerte. ¿Cómo resaltar la perseverancia en ella si a simple vista lo que tenemos son unos buenos argumentos para un melodrama o una telenovela lacrimógena de TV Azteca o Televisa? Jesús –contra todo pronóstico– la presenta como modelo de felicidad sólo porque oyó y cumplió la palabra de Dios, es decir, porque perseveró. A veces sentimos que nos agobia el mucho trabajo, el estrés, la pobreza, las dificultades con algunos miembros de la familia, la casa y los agobios del trabajo... Sufrimos porque no entendemos la actitud de ese Hijo que se entrega completamente a Dios y parece que nos abandona en el momento más difícil. Todo esto y mucho más vivió la Virgen, añadiendo el aparente abandono de Dios. Sin embargo, aquí no se queda la historia.
Ahora que estamos en Pascua y que contemplamos al Señor Resucitado, no podemos dudar de que fue a ella, a la humilde sierva del Señor, a la primera que se le presentó, porque ella, en perseverancia, vivió en esta vida las cosas más grandes y sublimes en la vida ordinaria, fue elegida predilecta de Dios en todo momento y el amor de Dios invadía su persona y, por tanto, su vida. María rezaba. Nosotros también podemos vivir cosas similares a ella y hemos de ser conscientes de que ante todo, las cruces son una muestra del amor inmenso de Dios, del amor de predilección de Dios hacia nosotros. Él está Resucitado, camina a nuestro lado, nunca va a dejar que estemos siendo tentados por encima de nuestras fuerzas. Y siempre nos dará el ciento por uno y la vida eterna, cada vez que dejemos todo y le sigamos.
Así podemos definir la vida de aquella que fue premiada con el cielo. A imitación de María, mujer perseverante de corazón siempre abierto a la palabra de Dios, debemos perseverar y caminar con serena confianza por el camino de nuestro compromiso de total consagración a Cristo y a las almas.
Quisiera terminar la reflexión con unas palabras de San Bernardo que invitan a perseverar de la mano de María: "Hombre, quien quiera que seas, ya ves que en esta vida más que sobre la tierra vas navegando entre peligros y tempestades. Si no quieres naufragar vuelve los ojos a esta estrella que es María. Mira a la estrella, llama a María. En los peligros de pecar, en las molestias de las tentaciones, en las dudas que debas resolver, piensa que María te puede ayudar; y tú llámala pronto, que ella te socorrerá. Que su poderoso nombre no se aparte jamás de tu corazón lleno de confianza y que no se aparte de tu boca al invocarla. Si sigues a María no equivocarás el camino de la salvación. Nunca desconfiarás si a ella te encomiendas. Si ella te sostiene, no caerás. Si ella te protege, no puedes temer perderte. Si ella te guía, te salvarás sin dificultad. En fin, si María toma a su cargo el defenderte, ciertamente llegarás al reino de los bienaventurados. Haz esto y vivirás".
Las preguntas para la reflexión personal puede formulárselas cada uno desde su propia condición de vida: ¿Qué entiendo por perseverancia? ¿Cómo valoro la perseverancia? ¿Me puedo calificar de una persona perseverante? ¿Qué obstáculos encuentro en mi vida espiritual para perseverar? ¿Qué me ayuda a perseverar en la fe? Etc.
Alfredo Delgado, M.C.I.U.
dr.algdr2014
No hay comentarios:
Publicar un comentario