lunes, 2 de marzo de 2015

El valor del Celo Apostólico. Darse como Cristo en la misión. "Dame almas y quítame todo lo demás". Tema de Retiro

Introducción.

Ser misionero es un don muy grande, sin el cual el don del Maestro divino Jesús y el don del Maestro de la Verdad, el Espíritu Santo, no llegan en plenitud a muchas almas.El Espíritu que anima nuestro ser y quehacer como misioneros, es un espíritu «misionero por excelencia» y casi todos los temas inesianos hacen referencia al celo misionero. 

Cuando la Madre María Inés Teresa del Santísimo Sacramento enviaba, allá a fines de los años cincuentas a unas novicias a Japón les decía: “Amadas hijas: como Jesús envió a sus apóstoles en medio del mundo, así hoy, por la misericordia del Señor y con su autoridad, os enviamos a las misiones entre infieles, rogando a Dios nuestro Señor os adorne con su mansedumbre, su humildad, su prudencia y, sobre todo, con su inmensa caridad y ardentísimo celo apostólico.” (Cartas Colectivas, f. 3391). En toda la vida de Madre Inés aflora siempre el tema de “las almas”, es decir el celo apostólico, el “OportetIllumRegnare” (1 Cor 15,25).

Sabemos que por medio del sacramento del bautismo se reciben excelentes dones, desde la filiación divina hasta el ser hijo-discípulo de Dios, de María Santísima y de la santa Iglesia y a partir de ese momento, convertirse en un misionero. Pero como dichos dones —incluido por supuesto el ser misionero— se reciben en estado de germen, hay que nutrirlos, actualizarlos y acrecentarlos con la educación, la formación, la vida litúrgica y la vida apostólica.

De manera muy notoria nuestro Señor nos hace ver que para ser misionero —es decir, su enviado—tenemos que ser, en primer lugar,sus discípulos. Y la cualidad del discipulado se debe conservar toda la vida; pues debemos hacer conciencia de qué se es discípulo y misionero a la vez. El ser discípulo habla de la vida de unión con él, es decir, de la oración. Madre María Inés Teresa del Santísimo Sacramento pide a Dios que le deje “como herencia el anhelo insaciable de la salvación de las almas. Pero que ese anhelo se base ante todo en la unión con Él” (cf. Ejercicios Espirituales de 1951, p. 485) y dice: “Recuerden siempre, hijos, que un misionero debe ser alma de mucha oración y contemplación, para que de la abundancia de su corazón pueda participar a las almas que se le acerquen” (Cartas Colectivas, f. 4506).

Nacida del amor del Padre Eterno, fundada en el tiempo por Cristo Redentor, reunida en el Espíritu Santo, la Iglesia en la que hemos sido bautizados es “misionera por naturaleza” (A.G. 1), y tiene una finalidad escatológica y de salvación que sólo en el mundo futuro podrá alcanzar plenamente. Esta Iglesia misionera está presente ya aquí en la tierra, formada por hombres, es decir, por miembros de la ciudad terrena que tienen la vocación de formar en la propia historia del género humano la familia de los hijos de Dios, que ha de ir aumentando sin cesar cubriendo el orbe entero hasta la venida del Señor. Unida ciertamente por razones de los bienes eternos y enriquecida por ellos, esta familia ha sido "constituida y organizada por Cristo como sociedad en este mundo" y está dotada de "los medios adecuados propios de una unión visible y social". De esta forma, la Iglesia, "entidad social visible y comunidad espiritual", avanza juntamente con toda la humanidad, experimenta la suerte terrena del mundo, y su razón de ser es actuar como fermento y como alma de la sociedad, que debe renovarse en Cristo y transformarse en familia de Dios.

Al buscar su propio fin de salvación, la Iglesia, por medio de su tarea misionera, no sólo comunica la vida divina al hombre, sino que además difunde sobre el mundo, en cierto modo, el reflejo de su luz, sobre todo curando y elevando la dignidad de la persona, consolidando la firmeza de la sociedad y dotando a la actividad diaria de la humanidad de un sentido y de una significación mucho más profundos. Cree la Iglesia que de esta manera, por medio de sus misioneros y por medio de su entera comunidad, puede ofrecer gran ayuda para dar un sentido más humano al hombre y a su historia (cf. G.S 40).

Ignoramos el tiempo en que se hará la consumación de la tierra y de la humanidad. Tampoco conocemos de qué manera se transformará el universo. La figura de este mundo, afeada por el pecado, pasa, pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada y una nueva tierra donde habita la justicia, y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano.

En el creyente, esta tarea está bastante clara en el bautismo y va ligada a la vida y a la práctica del apostolado, aportando un sello sacramental y eclesial que lo completa y perfecciona. “En este aspecto el ideal inesiano que ha trazado Madre Inés no pierde nunca nada de actualidad, sino que resuena plenamente con la virtud del celo apostólico en la acción y en la contemplación para el servicio de la salvación de las almas. 

Para Madre Inés, la forma de vida apostólica que adopta quien es consciente de su compromiso bautismal, va ligada siempre a la oración personal y comunitaria, a la pobreza y a la itinerancia misionera, con una movilidad ligada al celo apostólico y al deseo de contribuir al bien más universal. El celo apostólico se articula de un modo integral en cada uno. El celo misionero privilegia todos los ministerios de la Palabra, celebra los sacramentos, pero también practica una amplia y variada gama de obras de misericordia. Todos estos elementos van acompañados por el ideal de la unión de virtud, vida litúrgica y vida apostólica. La Madre Inés dice: “Unos me dicen: «quisiéramos convertirnos en misioneros que no pierdan nunca el celo apostó­lico y jamás se limiten en la entrega y en la lucha por la conquista de las almas». Hijos, eso es lo que quiere la Iglesia, nuestro Señor, y su congregación. Pero tenemos que pedirlo los unos para los otros, ya que la oración de intercesión, unida, tiene muchísimo valor siempre, pero ante todo durante la santa misa y la liturgia de las horas” (Cartas Colectivas, f. 4268).

Qué duda cabe que cualquiera que sea el género de apostolado en que se desenvuelvauno, no puede de ninguna manera cambiar la naturaleza y los fines esenciales de su condición de discípulo y misionero de Cristo. Cada creyente, cada hombre y mujer de fe, tiene la misión de trabajar hasta el último día de su vida por la extensión del Reino de Cristo; fórmula ésta que, reducida a su significación propia, sin revestimiento de metáforas, nos dice claramente que lo único que debe importarnos en la vida es el mantenernos en gracia y amistad con Dios para, unidos a Jesucristo en su obra de redención, darnos sin reserva alguna a la obra de la santificación y salvación de las almas.

Son ellas, las almas, las que han de constituir la ilusión y la idea fija de nuestro apostolado; y si nos tocara un campo de trabajo donde las almas no aparecieran por ningún lado, a nosotros nos tocaría ir a buscarlas por medio de la oración y el sacrificio, convencidos de que cada uno de nuestros actos, hechos con intención apostólica, han de obrar maravillas en orden a la salvación de las almas, como enseñó con su vida Madre Inés.

Y, ¿qué cabría decir cuando a lo largo del día, por una u otra razón, nos vemos obligados a tratar con un sinnúmero de personas de toda edad y condición? ¡Cuántas oportunidades de entablar contacto directo con las almas y de sembrar en su interior un poco de inquietud, de consuelo o de luz, según sus propias necesidades...! 

a) El celo apostólico ayuda al misionero a identificarse con Cristo para salvar almas.

El amor a Cristo lleva al misionero a identificarse con él, y con su amor ardiente por la humanidad. Entonces se siente contagiado por la urgencia y el deseo apasionado de luchar infatigable y ardientemente por anunciar y extender el Reino por todos los medios que le están al alcance, hasta conseguir que Jesucristo reine en el corazón de los hombres y de las sociedades.

Un misionero con celo apostólico, no se conforma con cumplir medianamente las tareas correspondientes a su cargo o encomienda. Se convierte en cambio en el apóstol que sirve de guía a quienes le rodean, los conoce, los convence, se entrega por ellos y los contagia del deseo de salvar almas. El misionero, por el celo apostólico, debe ser capaz de hablar, como Cristo, como san Pablo, en el campo o en la ciudad, en una barca, en un viaje, en una reunión familiar. El misionero, por el celo apostólico, pone a las gentes frente a frente con Cristo. Les deja el uno al otro y desaparece él. Lo único importante para él es que Cristo sea anunciado, conocido y amado. 

El celo apostólico es la virtud que el misionero va cultivando y que le hace ver con claridad que no se va por la vida apostólica para cosechar triunfos personales, ni para ser la figura principal. El misionero asume con claridad, que Cristo es la única figura.

El celo apostólico ayuda al misionero bien dispuesto a ser humilde, a vivir con rectitud de intención, a rechazar los deseos de vanidad y de vanagloria, etc. Como un padre de familia que cuida de los suyos, y da a cada uno lo que necesita (Mt 13, 51-52), no lo que a él le parece. El misionero, lleno de celo por las almas como predicador de Cristo, tendrá que acostumbrarse en ocasiones a ser impopular, a ir contra corriente, y a buscar sólo la salvación de las almas y la extensión del Reino de Cristo.

b) El celo misionero hace que Jesús sea el centro de la vida del misionero que le impulsa a salvar almas.

Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles. ¿Quiénes son los que trabajan en la construcción? Todos los que predican la Palabra de Dios en la Iglesia, los catequistas, los misioneros, hombres y mujeres de todas las edades, de toda clase y condición.

¿De dónde sacaba, por ejemplo Pablo esa fuerza que le impulsaba? “Todo lo puedo en aquel que me conforta” (Fil 4,13). La tarea apostólica del misionero difícilmente tendrá eficacia si no está apoyada, centrada sólidamente, en una vida de continuo trato con el Señor.

Podemos amonestar con el sonido de nuestra voz, pero si dentro no está el que enseña, vano es nuestro sonido. Nosotros hablamos desde el exterior, pero es Cristo, quien edifica desde dentro. Toda actividad misionera tiene su origen y su fuerza en la caridad, por eso la caridad es el alma de todo apostolado. Si tuviéramos el celo misionero al cien, ya no habría ningún pagano, todos los bautizados nos comportaríamos como verdaderos cristianos.

El misionero, al aceptar la llamada del Padre, participa y prolonga la misión de Jesús, el primer evangelizador: “Jesús mismo, Evangelio de Dios, ha sido el primero y más grande evangelizador” (EvangelliNuntiandi, 7).

El misionero sigue e imita a Jesús justamente como Maestro, catequista de sus discípulos, que les envía a su vez a transmitir el Evangelio por todo el mundo: “Id y haced discípulos a todas las gentes” (Mt 28,19). Este seguimiento e imitación de la persona de Jesús y de su ministerio constituye para el misionero el modelo determinante de toda su tarea.

c) El celo misionero mantiene viva la conciencia de vivir en estado de misión haciendo a un lado los obstáculos que impiden darse.

La conciencia de la misión apostólica del bautizado, que es consciente de este compromiso, va tomando cuerpo paulatinamente durante su vida, siempre con la responsabilidad de la autoformación y autoevaluación. Gracias a esto el misionero vive en un esfuerzo constante de superación de sí mismo en su vida espiritual, en su formación intelectual y humana, en su preparación pastoral. Habrá momentos de cansancio, fracaso y desánimo pero el celo apostólico, si se cultiva, nunca decaerá. Siempre resonará de nuevo en su interior el grito del apóstol: “Ay de mí, si no predicara el Evangelio” (1 Cor 9,16), porque siempre tendrá presente el mandato de Cristo: “Vayan por todo el mundo y proclamen la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15).

Se puede sentir cansancio tedioso cuando no se renuevan las fuerzas con la oración, la Palabra, y el encuentro con los hermanos. La fe, que brota de la Palabra y de los sacramentos y en ellos se expresa, y la comunión de gracia y servicio con los demás arrojarán fuera ese peligro.

Se puede caer en el desánimo cuando el esfuerzo no es reconocido, cuando no hay alicientes o cuando produce un efecto contrario, incluso adverso, como sucede en los tiempos de persecución. Con el testimonio de los mártires y la purificación continua de nuestras intenciones, con la oración y la atención continua a los signos de los tiempos podemos superar ese peligro.

La nostalgia nos puede atar a lo que ya no podrá ser; nos querrá amarrar al pasado para que miremos con desconfianza el presente y con miedo el futuro. Puede hacer incluso que nos declaremos derrotados antes de emprender nada. Con el oído atento a la voz de los profetas y con la mirada abierta a las promesas indeclinables de nuestro Señor, iremos entendiendo que cada tiempo tiene su gracia particular, y que, sin perder lo que podamos aprender como enseñanza, lo mejor de nuestra vida siempre se escribe en clave de futuro.

La distracción de las cosas, problemas y posesiones de este tiempo presente produce un cierto tipo de sopor que hay que aprender a vencer. La conciencia de los dolores que afligen a los más pobres, el aguijón de una conciencia despierta y la llamada a la santidad que nos da el Espíritu Santo, nos motivarán a que permanezcamos más atentos frente a este peligro, y que lleguemos a superarlo. Cada día hay que estar cultivando el celo misionero para estar capacitados y  poder responder a los desafíos que la globalización actual nos presenta en medio de las exigencias de los nuevos tiempos.

Tenemos que hacer de cada familia (Iglesia doméstica), una Iglesia discípula y misionera que sea capaz de responder al desafío del crecimiento acelerado de las sectas, la crisis de fe de los católicos, el número cada vez mayor de adolescentes sin fe y la resistencia a una verdadera pastoral. Basta preguntarnos: ¿Qué haría la Madre María Inés Teresa en nuestros tiempos para mantener vivo este celo apostólico?

Debemos ser una comunidad para los que sufren en su alma y en su cuerpo, para que el mundo de hoy pueda creer en Dios cuando vea nuestra solidaridad con el hermano que necesita ayuda.

Queremos ser misioneros que lleven su mensaje a los que no creen, un bautizado «vivo», en el que mostremos al mundo el rostro de Cristo el Misionero del Padre, donde los niños crezcan en un ambiente de fe y de valores familiares, los adolescentes y jóvenes centren su camino en Jesús como amigo y los adultos se realicen viviendo por Él, con Él y en Él. Escuchemos a la Madre María Inés que nos dice: “Sí hijos, misioneros con él, por él y en él. Pero como él, con él y en él en toda la extensión de la palabra: en el sacrificio, en el dolor, en el sufrimiento, hasta la muerte... Pero también en la alegría, en nuestra diaria Eucaristía, en nuestra oración, en nuestra adoración, en nuestro diario apostolado, en cualquier clase de trabajo, mientras dormimos y mientras comemos, mientras descansamos y mientras respiramos, mientras se consume nuestra vida minuto a minuto y en cada latido de nuestro corazón! Siempre hijos, siempre; nuestro espíritu misionero debe ser universal, debe abarcar todos los pueblos, razas y naciones, debe abarcar el mundo, no deben existir fronteras de ninguna especie” (Circulares, f. 5702).

El misionero debe introducir a su propia familia y a las almas de su apostolado en las diferentes dimensiones de la Buena Nueva:

•Enseñando a escuchar la Palabra viva de Dios, “la Palabra del Reino” (Mt 13,19), para que todos lleguen a ser realmente “discípulos de Dios” (Jn 6,45) explicándoles los misterios de ese Reino.

•Haciendo ver a quienes le rodean las consecuencias del pecado de los hombres, sus raíces profundas y la necesidad que tienen de convertirse radicalmente a Dios. Les enseña también la Justicia nueva, cuyas exigencias aparecen resumidas en el Sermón de la Montaña (Mt 5,1-48).

•El misionero les enseña también a orar (Lc 11,1-4) y a centrar sus amores en Jesús Eucaristía bajo la protección de María Santísima.
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•Finalmente, comparte con todos, en el testimonio de la vida de cada día, su propia misión y motiva para que los demás creyentes que le rodean evangelicen, contaminándolos del compromiso misionero (Mc 3,14; Lc 10,1).

d) María de Nazareth, que se encaminó «presurosa» a cumplir su misión, nos alienta con su celo apostólico a ser disponibles.

La misión de María estaba en el pensamiento de Dios desde siempre, desde toda la eternidad, Él escogió a esta jovencita para que fuera la Madre de su Hijo. Escogió a “una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María”. (Lc 1, 26-27).

María era una persona, igual a cada uno de nosotros, no sabía que era una criatura excepcional y le costaba hacer las cosas, igual que a cualquiera. Y nosotros podemos encontrar en ella muchas cosas que imitar. María vivía en Nazaret, en Galilea, la tradición nos dice que sus papás eran Ana y Joaquín y que su infancia transcurrió como la de cualquier otra niña, sin nada espectacular.

Sabía, porque seguramente sus papás se lo habían dicho, que el Mesías tenía que venir para salvar a los hombres. Así lo había prometido Dios después del pecado original. Que vendría un Salvador que iba a vencer el pecado. María tenía mucha fe, lo estaba esperando, pero lo que no sabía era que Dios la había escogido a ella para ser la Madre del Mesías. Al llegar a ser una jovencita tomó la decisión de consagrar su vida a Dios, dedicarse por completo a Él, aunque en aquella época, como en el pueblo judío estaba muy mal visto que una mujer no se casara, María con sus quince años más o menos, ya estaba desposada con José, el carpintero. El estar desposada, significaba que estaba prometida, no que ya estaba casada. Pero, en el fondo de su corazón, su mayor anhelo era ponerse al servicio del Señor.

El Catecismo de la Iglesia Católica en el número 40 nos dice que para ser Madre de Dios, María fue “dotada con dones a la medida de su misión”. Ella tenía que ser una criatura muy especial aunque no se diera cuenta.

El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice también en el número 492 que el Padre "la ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo” (Ef. 1, 3). Él la ha “elegido en él, antes de la creación del mundo por ser santa e inmaculada en su presencia, en el amor” (Ef.1, 4). Podemos afirmar que María fue objeto de la predilección divina. Desde antes de nacer, Dios encontró en Ella un encanto o simpatía muy especial: «Disponibilidad para la misión»

En el momento que se le presenta el Ángel Gabriel, ¿qué estaría haciendo María?. Podemos imaginar que se encontraba en un momento de intimidad con Dios. ¿Qué estaría pensando?, ¿cuáles serían sus sentimientos en esos precisos instantes? ¿Dónde se encontraría? Lo que sabemos es que desde ese momento la vida de esta mujer maravillosa cambió para siempre, como cambia nuestra vida cuando Dios nos hace darnos cuenta del valor y significado de nuestra vocación.

Muchos autores que describen este momento de la vida de María en oración o con un libro entre las manos. El Evangelio deja amplia libertad a nuestra imaginación. Solamente nos dice que Dios envía a su ángel y que éste se presenta a María. No importa los que estaba haciendo la Virgen. De repente un ¡Salve, llena de gracia! Cambia toda su existencia y ella está disponible para la misión.

San Lucas nos narra esa visita del Ángel: “Al sexto mes fue enviado por Dios a una ciudad Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con hombre llamado José, de la casa de David, el nombre de la virgen era María. Y entrando, le dijo: Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo. Ella se conturbó por estas palabras y discurría que significaba ese saludo. El ángel le dijo: No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin”. (1, 26-33)

Hay que fijarnos que Dios la está llamando en medio de su quehacer diario, en un día como otro cualquiera para darle un regalo, un don sin precio, un tesoro de más valor que cualquier otra cosa del mundo y más bello que nada. La estaba invitando a ser parte junto a Él en la obra de la salvación. Cuando menos se lo esperaba María, la invita a la misión más insospechada. ¿Cómo pagar al Señor que nos haga partícipes de esta misión de anunciar a Jesús y ser, como dice San Pablo, sentir dolores como de parto para querer anunciar a Cristo  o Madre Inés en su expresión: “Madre de las almas”?

María oyó la invitación y en lo profundo de su alma sabía que venía de Dios. Sin embargo, también escuchó la voz del miedo, el temor a lo desconocido, a lo que iba a encontrar al otro lado de la montaña. No veía el camino para llegar allí, ignoraba lo que podía suceder.

Allí estaba María en su cuarto o donde fuera. ¿Intuyó quizás las implicaciones de su respuesta? Posiblemente no se daba cuenta de que en ese momento preciso, la historia de la salvación dependía de ella, pero algo alcanzaba a vislumbrar el plan maravilloso de Dios.

La joven siente miedo, no entiende lo que le dice el ángel que al ver su expresión le dice que no tema, que el Señor está con Ella. Estas palabras le bastan a María, pues confía plenamente en el Señor. María nunca fue una mujer pasiva, no era conformista, sino que era una mujer de acción, como debe ser el misionero. Por eso, duda y le pregunta al ángel ¿cómo puede ser esto, si yo no conozco varón?

Ante la respuesta del ángel, sin detenerse a pensar en el sufrimiento que le espera. Con un corazón grandísimo, lleno de amor, y segura que para Dios todo es posible, dice. “He aquí la esclava del Señor; hágase en mi según tu palabra”. Dando así su consentimiento al plan misionero que tiene el Padre Dios para salvar a la humanidad.

Ella no regateó el precio, no puso condiciones, ni fue a preguntar la opinión de los de su pueblo. Dijo ¡Sí! Como nosotros cuando nos decidimos a venir aquí. El llamado de Dios es demasiado hermoso como para andar escatimando sacrificios. María contempló el don, lo meditó, como siempre hacía, en su corazón enamorado y se entregó con entusiasmo al plan que Dios le propuso.

Al dar su sí, María acababa de confiar el volante de su vida a Dios. Comenzaba para ella un viaje maravilloso por tierras nunca vistas. Pero un viaje en el que no iba a contar con otra luz que la que Dios le da, la fe. Con esta luz comprendió que el que la llamaba era Dios mismo. Y si Él la llamó, ¿qué podía temer? No hay obstáculo demasiado grande para Dios. Es cierto no conocía el camino, tampoco las piedras que la estarán esperando por el camino... pero ¿con tan buena compañía, que le podía suceder?

Después de decir el primer sí, de muchos que a lo largo de su vida tendría que decir, María llegó a la segunda etapa de su viaje: a partir de ahora se tratará de cumplir el plan de Dios en su vida tal como se le irá presentando a cada hora, a cada minuto. Siempre. Tarea difícil, sin duda, pero nada hay imposible para el que camina junto a Dios. El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice en el no. 494 que ella aceptó de todo corazón la voluntad divina de salvación y se entregó a sí misma por entero a la persona y a la obra de su Hijo, al Misterio de la Redención.

María pudo dar su sí por su obediencia a la fe. Durante toda su vida, su fe no vaciló. Nunca dejó de creer. Ella es un ejemplo para nosotros de fe que sostiene el celo por la misión. María siguió siendo la misma, no le dijo nada extraordinario a nadie. Ella, siguió su vida como si nada. Eso sí, llena de celo misionero emprendió el viaje para visitar a su prima Isabel. Otra vez, vemos como María no regatea en esfuerzos, no pensó en su estado, sólo pensó en ayudar y servir a su parienta necesitada.

La Virgen es para cada hombre o mujer, el modelo más acabado de celo apostólico, de amor a las almas, de dedicación al servicio de Dios en la misión, de colaboración con su obra redentora. Y nuestra misión no es diferente. Es preciso tener la docilidad y entrega total de Ella para aceptar y vivir con todas sus consecuencias la misión para la que Jesucristo nos ha llamado.

Para cuidar nuestro celo misionero hay que profundizar en ella. Conocerla lo mejor posible. En la medida en que nos acerquemos a la Virgen y busquemos imitarle en todo esto, seremos capaces de ser firmes ante estas ideas.

e) La beatificación de Madre María Inés Teresa del Santísimo Sacramento: Un reto para vivir plenamente el celo apostólico.

En este momento particular de la historia de la Iglesia mexicana y universal, la beatificación de esta mujer mexicana, misionera sin fronteras, da muestra de que el celo apostólico como algo que es extremadamente necesario. Hay que imitar el ansia misionera que ella tuvo por los pobres, a quienes ayudó a romper sus cadenas compartiendo la vida con ellos en Chiapas, en África y en muchos lugares más. 

Basta recordar aquella circular que envió en los años setentas en donde dice: “Ser misioneros, es nuestro más caro derecho, nuestra más dulce obligación y nuestro más sagrado deber. Deber y derecho que no debemos olvidar en ningún momento de nuestra vida. Ser misioneros... ¿Cómo?... hasta dar la vida si es necesario!... ¿Dónde?... En todas partes!... ¿Cuándo?... Siem­pre!... ¿Medida? la obediencia. Como él, que «fue obediente hasta la muerte y muerte de cruz» y «heme aquí que vengo para hacer tu santísima voluntad»” (Circulares, f, 5702).

La beatificación de Madre Inés nos reta a que nos insertemos en el corazón de las almas arrastradas por la miseria no sólo material sino moral, a las almas atrapadas por la injusticia y la violencia, que  son el pan de cada día. La beatificación de esta maravillosa mujer nos debe alentar a acrecentar este celo apostólico en acciones concretas que nos solidaricen con todos aquellos que enfrentan los efectos de la crisis económica que se vive en el mundo entero. El celo apostólico de Madre Inés se tradujo en un anuncio no en el aire sino con los pies bien puestos en la tierra, como en verdad debe ser ahora la evangelización, que si no cambia las estructuras sociales y políticas de este mundo idolátrico y se esfuerza por construir la nueva civilización del amor, será “bello poema” pero no Palabra del Señor capaz de demoler la muerte y edificar sobre sus ruinas la vida digna para todos, especialmente para los marginados de la historia. La próxima beata mexicana nos invita a vivir el celo apostólico siempre y en todo lugar.

Antes de dejar una pregunta final, transcribo unas palabras que en una de las muchas cartas que escribió a sus hijas Misioneras Clarisas: Es natural que todas tengan hijas, deseos de misionar, de ir a misiones, puesto que... somos misioneras. Pero acuérdense que en esto, como en todo en la vida religiosa, es la obediencia la que tiene que regularla, y nunca debemos sentirnos defraudadas, si no nos toca ser del número de las que van a misiones. Todavía no se habrá llegado la hora... también son necesarias hijas en las diferentes casas, ya que es imposible que únicamente se funden estas en países de infieles. Si así fuera, quién y cómo se sostendrían nuestras misiones. Así es que, yo les suplico por amor de Dios, que no me insistan en que las mande, que no se sientan, que no se disgusten, pero sí hijas, traten de santificarse más y más, darse más de lleno a nuestro Señor, olvidarse de sí mismas, ya que a las veces, es ese famoso amor propio el que quiere verse en misiones... para que se diga, etc. Una buena religiosa manifiesta su deseo, y es bueno que los manifiesten, pero... no insiste, no quiere forzar la voluntad de su superiora. Si las ansias de salvar almas en la vanguardia la consumen, entonces, allí está Jesús, a él se lo debe pedir, al él recurrir, ya que él es capaz de trastornar los mundos por cumplir la oración de una alma confiada. Pero a las veces se hace el sordo, quiere que sigamos pidiendo, y hasta que él ve nos conviene, o ya no nos necesita en el trabajo que desempeñamos, que nos dará eso que le hemos pedido. Así lo van a hacer, ¿verdad, hijas?" (Colectivas, f. 3398)

Ahora sí, viene la pregunta que quiero dejar: ¿Sentimos el amor ardiente de anunciar a Cristo a dónde sea, en las circunstancias más difíciles y estamos dispuestos a morir por Él? Es necesario dejarnos interpelar por el celo apostólico y analizar si en verdad lo tenemos.

Alfredo Delgado, M.C.I.U.

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