miércoles, 31 de octubre de 2018

«Exigencias del Reino»... Un pequeño pensamiento para hoy


En la carta a los Efesios, que hemos leído con detalle por varios días en la liturgia de la palabra de Misa, San Pablo insiste en aspectos que distinguen nuestra conducta como discípulos–misioneros, seguidores e imitadores de Cristo. San Pablo, de acuerdo a la vocación específica y a la condición de cada uno, quiere ayudarnos a descubrir cuál es la condición de vida y el compromiso que debemos adoptar. Así, a pesar de las diferencias inevitables en el comportamiento, indicadas por el Apóstol, aparece, en cada caso, la referencia a la conciencia del creyente, que debe vivir como Cristo para que nuestro comportamiento sea digno de la fe que profesamos. Todos debemos vivir con una conducta recta y honesta, sin comportamientos mezquinos o hipócritas, sino con el compromiso del amor «de todo corazón», de un profundo respeto, como a Cristo. Hoy dice textualmente, «como esclavos de Cristo que cumplen de corazón la voluntad de Dios» (Ef 6,1-9). En el fondo, San Pablo está reflejando aquí el gozo de su propia condición personal como Apóstol de Cristo, y la exigencia que el seguimiento de Jesús exige, pues se sabe siervo de Dios y de los hombres y sabe que, en el Evangelio, en el sermón de la montaña, el Señor ya nos había avisado: «entren por la entrada estrecha, porque ancha es la entrada y espacioso el camino que lleva a la perdición, mas ¡qué estrecha la entrada y qué angosto el camino que lleva a la vida!» (Mt 7,13-14). 

Después de haber hablado a los esposos, hoy San Pablo se refiere a los hijos y les dice que obedezcan a sus padres, para cumplir al antiguo, y siempre actual mandamiento: «honrarás a tu padre y a tu madre», al que él califica como «muy importante». A los padres les recuerda que no deben ejercer su autoridad con tiranía, exasperando a sus hijos, sino formándolos y corrigiéndolos «como el Señor quiere». A los esclavos —según la época y la realidad que se vivía en torno a esta situación— les pide que obedezcan a sus amos con respeto, de buena gana, «como a Cristo», «como quien sirve al Señor y no a los hombres». Mientras que a los amos les urge a que no sigan una política de amenazas y castigos, que también ellos tienen que recordar que «tienen el mismo amo, que está en los cielos y en el cual no hay favoritismos por una persona o por otra». Tanto en núcleo familiar, como en cualquier otro grupo humano, siguen siendo válidas las consignas de San Pablo. El que tiene una responsabilidad sobre los demás, no tiene que hacer sentir el peso de su autoridad caprichosamente, sino abrir el corazón al diálogo y establecer relaciones de respeto. Por eso la obediencia tiene que estar hecha de sinceridad y de corresponsabilidad. Tanto a los esposos, como a los hijos y a los padres, al igual que a los sirvientes, nos recuerda Pablo un criterio básico, el ejemplo de Cristo Jesús: «¡Como el Señor quiere!», «¡Como haría el Señor!». Este es un principio fundamental de la dignidad de la persona humana y de su compromiso con los hermanos buscando ser los últimos, los servidores de todos. 

Pero ¿quiénes son los últimos y quiénes los primeros? Hoy Jesús toca el tema en el Evangelio (Lc 13,22-30). Hoy, a Jesús, que va de viaje, por el camino uno le pregunta: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?» y el Señor da su respuesta: «Esfuércense para abrirse paso por la puerta, que es estrecha...». Y nosotros, luego de una reflexión de tantísimos años, estamos convencidos de que no se entra por la puerta de la salvación eterna sin empeño y a ciegas. ¿Cuánto tiempo me queda a mi en este mundo? Tengo que vivir cada día como si fuera el día del juicio. Debo vivir en plenitud cada día como si fuera el último de mi existencia o, por lo menos, el último en la condición en la que estoy, porque no se, en unos segundos más, qué es lo que pueda suceder. ¿Serán pocos los que se salvarán? Jesús no quiso contestar a esa pregunta que podría ocultar fácilmente una «buena conciencia». El Reino es exigente, no se gana cómodamente. En otra ocasión Jesús mismo dirá que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que no un rico, uno lleno de sí mismo, entre en el Reino (Mt 19, 23-30). Y rico puede ser hasta el esclavo, que se aferra a sus ideas y a sus egoísmos. Para salvarse se necesita la decisión personal que cada uno tome según su condición y estado de vida de ser el último, el servidor de todos. Las lecturas de hoy nos previenen contra la tentación de creer que «ya estamos aprobados» y que da igual vivir de cualquier manera. Nos sentimos urgidos a vivir una vida nueva y le pedimos a María, «la humilde sierva del Señor» que nos ayude a no quedarnos fuera. ¡Bendecido miércoles, último día de octubre! 

Padre Alfredo.

martes, 30 de octubre de 2018

«El sentido cristiano del amor matrimonial»... Un pequeño pensamiento para hoy

La unión del hombre y la mujer en el matrimonio —unión que brota de la ternura y el amor mutuos—, es, para todo católico, el sacramento que habla de la unión de Cristo y la Iglesia. Ya el profeta Oseas, en el Antiguo Testamento (Os 1,3-9), había visto en el sentimiento tan profundo que tenía por Gomer, su mujer —a pesar de su infidelidad tan terrible— un reflejo del amor de Dios a la humanidad; así el matrimonio, con sus alegrías y sus penas, con su parte de traiciones y de perdones, estaba destinado a convertirse en el símbolo más puro de la alianza eterna que Dios había establecido con los hombres. El pasaje, que hoy San Pablo nos ofrece es uno de los mejores textos que ilumina esta doctrina eclesial sobre la Iglesia y el matrimonio (Ef 5,21-33). Partiendo de una situación concreta, común en aquella época, que era la autoridad incondicional del padre de familia, San Pablo ilumina claramente la visión de la pareja humana. Para él, esta autoridad es, ante todo, una autoridad de servicio: el marido tiene que amar a su mujer como a su propio cuerpo, un cuerpo al que alimenta y cuida, como lo hace Cristo con la Iglesia. La Iglesia ha nacido del sacrificio supremo de Cristo en la Cruz, de su exceso de amor, de un amor como debe ser el del esposo por la esposa y viceversa en la unión matrimonial.

No siempre será fácil dar este sentido cristiano al amor, y muchas veces habrá que acudir expresamente al recuerdo y al Espíritu de Cristo para ser capaces de llevar el amor hasta el extremo que Él lo llevó (Ef 5,25-28). Los esposos, son invitados a continuar, en su estado propio, el misterio realizado por Cristo en su Iglesia. Cristo se ha desposado con su Iglesia, se ha vinculado a ella, ha hecho causa común con ella, y nunca se separará de ella... ¡porque la ama! El Señor ha «entregado» su vida por ella, ¡ha muerto por ella para embellecerla! ¡La quiere santa e inmaculada en el amor! ¡Cuida de ella y con ella quiere ser sólo uno, se dan totalmente el uno al otro, para dar a luz al mundo nuevo. Apoyándose en el estado social de la época, San Pablo insiste en la sumisión de la Iglesia a Cristo, porque el «esposo es la cabeza». El Apóstol de las Gentes les da a los Efesios, y con ello a nosotros también, a Cristo y a la Iglesia como modelo de la vivencia del amor. No existe modelo más alto: la relación conyugal y la sexualidad en la pareja, son promovidos a nivel de «sacramento», de signo de gracia, de vía de santidad. Para evitar toda irritación inútil a las parejas «modernas» y a los encarnizados defensores de ideas raras que se quieren infiltrar en nuestra cultura eclesial, bastaría releer estos textos, pensando que en una pareja, desde el punto de vista esencial, no se reparten los papeles en dirección única: marido y mujer han de ser fuente de gracia, y de santidad, el uno para el otro, entregándose y haciendo crecer el amor que empieza como el tamaño de «un granito de mostaza» y debe crecer «como la levadura en la masa».

El amor, en los esposos cristianos, debe crecer en las mismas dimensiones que lo hace el Reino: en extensión, como el grano de mostaza que se transforma en un arbusto en el que vienen a anidar los pájaros y, en intensidad, como la levadura que hace crecer la masa (Lc 13,18-21). el mostacero no puede llegar a ser un árbol grande si no se cuida, si no se abona la tierra en donde está, si no se poda a tiempo; ni ninguna mujer puede llegar a amasar tres medidas de harina si no tiene amor a los que va a alimentar. El amor mutuo exige una tarea que hay que cumplir y que se realiza en un proceso de crecimiento que deja espacio para los demás. Un matrimonio ha de ser fecundo, no sólo o únicamente de forma biológica, sino con una fecundidad que vaya más allá, en donde algunos puedan hacer nido y otros puedan comer. Así como el Reino escatológico es una obra por hacer, un edificio por construir, un proyecto de catolicidad que se ha de realizar progresivamente, el matrimonio también se ha de estar edificando continuamente, teniendo a Cristo y a la Iglesia como modelo. Ese crecimiento que edifica, tanto la relación entre Cristo y la Iglesia, como la de los esposos, es un crecimiento incoercible, que no se puede frenar, porque es la potencia misma de la vida. Así es de maravilloso el amor de Dios y desde Dios, pero se ve poco hoy... ¡Agradezco y admiro a cada uno de los matrimonios cristianos que luchando cada día nos ofrecen la oportunidad de profundizar en este concepto del amor y del Reino! La Virgen y San José los acompañen para que, como el arbolito de mostaza y la levadura que fermenta la masa, sigan creciendo y nos sigan regalando a todos los que vivimos otra vocación, el gozo de entender cómo ama el Señor a su Iglesia. ¡Los bendigo y los encomiendo a todos en la Basílica e Guadalupe esta tarde de martes!

Padre Alfredo.

lunes, 29 de octubre de 2018

CARTA DE LOS PADRES SINODALES A LOS JÓVENES...


Los Padres sinodales, al terminar la Misa de clausura del Sínodo de los Obispos ayer 28 de octubre de 2018, dirigen una carta a los jóvenes de todo el mundo dándoles una palabra de esperanza, de confianza, de consuelo. En estos días, reunidos para escuchar la voz de Jesús, «el Cristo eternamente joven», los padres sinodales han escuchado, estudiado y hablado en nombre de la Iglesia encabezados por el Vicario de Cristo con el tema: «Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional». Comparto con mucho gusto el texto que nos dejan en esta carta como preámbulo para el documento final que, seguramente, es de una gran riqueza no solo para los jóvenes, sino para toda la Iglesia y el mundo, según he podido empezar a leer.

«Conocemos sus búsquedas interiores, sus alegrías y esperanzas, los dolores y las angustias que les inquietan. Deseamos que ahora puedan escuchar una palabra nuestra: queremos ayudarlos en sus alegrías para que sus esperanzas se transformen en ideales. Estamos seguros que están dispuestos a entregarse con sus ganas de vivir para que sus sueños se hagan realidad en su existencia y en la historia humana.

Que nuestras debilidades no los desanimen, que la fragilidad y los pecados no sean la causa de perder su confianza. La Iglesia es su madre, no los abandona y está dispuesta a acompañarlos por caminos nuevos, por las alturas donde el viento del Espíritu sopla con más fuerza, haciendo desaparecer las nieblas de la indiferencia, de la superficialidad, del desánimo.

Cuando el mundo, que Dios ha amado tanto hasta darle a su Hijo Jesús, se fija en las cosas, en el éxito inmediato, en el placer y aplasta a los más débiles, ustedes deben ayudarle a levantar la mirada hacia el amor, la belleza, la verdad, la justicia.
 
Durante un mes hemos caminado juntamente con algunos de ustedes y con muchos otros unidos por la oración y el afecto. Deseamos continuar ahora el camino en cada lugar de la tierra donde el Señor Jesús nos envía como discípulos–misioneros.

La Iglesia y el mundo tienen necesidad urgente de su entusiasmo. Háganse compañeros de camino de los más débiles, de los pobres, de los heridos por la vida.

Son el presente, sean el futuro más luminoso.

Roma, 28 octubre 2018»

«Ser luz para los demás»... Un pequeño pensamiento para hoy


Entramos a una nueva semana laboral y académica, luego de haber celebrado ayer «el Domingo», que marca siempre el arranque de una semana litúrgica más, ¡ya la número 30! Faltan unas cuantas para terminar el año litúrgico del 2018, que parecía tan largo, casi se acaba ya con la fiesta de Cristo Rey a final de noviembre. Empezamos esta semana singular en la que están esos días en los que recordamos primeramente a Todos los Santos y luego a nuestros fieles difuntos y, como dije desde hace varios días, seguimos con la lectura de la carta a los Efesios, que hoy nos dice: «Ahora, unidos al Señor, ustedes son luz. Vivan, por lo tanto, como hijos de la luz» (Ef 4,32-5,8). El estilo de vida que hemos elegido al seguir a Cristo, nuestros valores y acciones, han de iluminar a todos con el proyecto del Reino. Y para ser luz, San Pablo toca dos aspectos básicos: la caridad fraterna y la llamada a evitar la inmoralidad reinante en la sociedad de aquellos tiempos que era tan perversa, como hoy. Para iluminar con el amor a los demás, tenemos dos buenos maestros, nuestro Padre misericordioso y su Hijo Cristo Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre: «como Dios los perdonó en Cristo, sean imitadores de Dios, como hijos queridos», «vivan en el amor, como Cristo los amó y se entregó por nosotros».

La carta a los Efesios, en el fragmento de hoy, nos recuerda que hay ciertos aspectos que los discípulos–misioneros de Cristo debemos evitar: cuestiones «de inmoralidad, indecencia o afán de dinero», de eso, dice San Pablo «ni hablar». Esas cosas «son las que atraen el castigo de Dios». Los que hemos sido elegidos por Cristo, desde nuestros bautismo, estamos llamados a seguir su mismo estilo de vida y se nos tiene que notar: «por algo —dice el escritor sagrado— son ustedes un pueblo santo», «antes eran tinieblas, pero ahora, como cristianos, son luz: vivan como hijos de la luz». Si en medio de este mundo en el que nos ha tocado vivir, tomamos en cuenta todo esto que San Pablo nos dice, seguro que mejorará la calidad de nuestra vida personal y el ambiente de casa, el grupo de amigos y vecinos y, por supuesto, nuestra comunidad. Se trata de que seamos «buenos, comprensivos» y nos perdonemos unos a otros «como Dios nos ha perdonado». El ejemplo más cercano lo tenemos en Nuestro Señor Jesucristo, que se entregó por todos: así debemos que actuar nosotros para vivir como hijos de la luz. Además, a pesar de toda la oferta de inmoralidad que el mundo nos hace, tan atrayente y atractiva, los discípulos–misionero hemos de evitar toda indecencia e inmoralidad en las conversaciones y en la vida, a pesar de ir contra corriente. ¡Parece como si San Pablo estuviera viendo, no las costumbres de su época, sino las de ahora! 

A lo mejor si viniera San Pablo nos diría lo mismo que dice a los Efesios hoy: «¡Que nadie los engañe con vanas razones!» Debemos luchar contra corriente y saber defender la pureza de corazón en medio de la permisividad reinante que «encorva la gente» y la mantiene como a la mujer que hoy aparece en el Evangelio (Lc 13,10-17), que no se podía enderezar. Jesús «desata» a esa «hija de Abrahán» (cf. Lc 8,42.48.49) de las «ataduras» que le impedían disfrutar de la plena condición humana, devolviéndole su dignidad, por encima del resto de la creación —«el buey o el burro»—, a fin de que pudiera vivir con la cabeza en alto la enseñanza sobre el reino que le impartirá de inmediato. La delicadeza y los signos de Dios, las maravillas que Jesús realiza no solo en la vida de aquella mujer, sino en las nuestras, los detalles del diario vivir en amor y solidaridad, «alumbran» nuestro camino y nos invitan a nosotros también a «ser luz». Sepamos mirar la luz, el amor, la bondad, lo positivo de las personas; y en todo alabemos a Dios, aunque no entendamos bien su lenguaje de amor y elección. La Virgen María por eso guardaba muchas cosas en su corazón, las meditaba y con ello se hacía luego «luz» para los demás. ¡Bendecido lunes iniciando una nueva semana laboral y académica! 

Padre Alfredo.

domingo, 28 de octubre de 2018

Unos días en «La Trapa» VII...

Muchos místicos y pensadores de todos los tiempos, coinciden diciendo que el silencio interior es la disposición indispensable para captar la realidad tal como es... ¡y cuánta razón tienen! Porque, es lo mismo que nos dicen tantos santos y beatos, teólogos y demás hombres y mujeres de Dios. Hoy 6 de septiembre de 2018 amanezco pensando que vine a La Trapa a llevar silencio. Sí, toneladas de silencio para mí y para regalar al que lo quiera, al que se de cuenta de cuánto lo necesita como yo, para hablar enriquecido por un callar.

Hace rato hemos celebrado la Eucaristía en un silencio colosal que lo envolvía todo. El padre Ceferino presidiendo y cuatro sacerdotes más concelebrando con él, unas 22 monjas, una novicia y dos postulantes; finalmente, otras 18 personas participando en la parte que la sobria y elegante capilla tiene para los laicos. Así, , viviendo cada parte de la Misa envueltos en el silencio para gozar el encuentro amoroso con Dios que nos recibe, que nos habla, que escucha la serenidad de los salmos en sencillas melodías que invitan a silenciar el corazón para no dejarlo todo allí en el templo, sino a llenarse del silencio que Jesús Eucaristía nos deja en el corazón para llevarlo al salir de aquí.

¡Cuánto hay que aprender a callar cuando no hay necesidad de hablar! ¡Cuánto parloteo en el mundo que me espera al regresar mañana a mi selva de cemento! ¡Cuánto ruido se puede anidar en el corazón! ¡Cuando hay que callar!

Aquí se escucha el correr del agua que baja al río al que avecina La Trapa, el mugir de las vacas del corral de las monjas, el ave que canta en la infinidad de árboles que rodean el monasterio... y a mí, ¿qué me dice todo este silencio? ¿Qué me espera saliendo de aquí?... la barahúnda de los camiones desde las 4:30 de la mañana que llegan a descargar al mercado, la irritante bocina del que vende los discos piratas exactamente frente a la parroquia, las mototaxis con sus estruendos y el claxon de cada una de ellas que parece hacerse sentir como la única... por eso quiero llevarme dos toneladas de silencio de aquí. ¡Ven, Jesús, ven conmigo!

Padre Alfredo.

Unos días en «La Trapa» VI...

La noche de este día 5 de septiembre de 2018 va empezando. Acabamos de rezar completas con las monjas, con ese tinte especial que imprime el monacato a la oración de la Liturgia de las Horas. Un sonido muy tenue de la cítara acompaña a los salmos que brotan de los labios agradecidos por la bendición de otro día más. El rezo es a oscuras, solamente con una suave luz de quien toca la cítara y unas cuantas lucecitas de noche para no tropezar al caminar.

Con la noche llegan las tinieblas, y, con ello, la invitación a pensar en la muerte; pero no como la percibe el mundo, sino como la ve y la experimentó Cristo: un tiempo de espera breve para resucitar a la vida eterna.

Cuantos, en el mundo de hoy, han hecho de la noche día y del día noche. ¡De cuánto se han perdido! Ya no viven más, ya no pueden esperar el clarear del nuevo día y gozarlo como lo gozo yo, que no me hice para trasnochar a la manera infame del mundo, que consume las hermosas horas de la noche entre ruidos, alcohol y pecados sin freno.

Qué hermosa es la noche aquí en la abadía entre el silencio del campo, escuchando los grillos bajo el brillo e la luna y las estrellas que sólo el hombre puede contemplar y disfrutar... Dice el salmista: «cuando contemplo los cielos, obra de tus manos; la luna y las estrellas que tú has establecido... ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?» (Sal 8,4-5).

Sí, ha llegado la noche luego de un día más en La Trapa, y aquí todo parece ahora callar para dejar hablar sólo a Dios en la quietud. Si no pasa la noche no habrá un glorioso amanecer.

Nos hemos despedido de María de Guadalupe al llegar al inicio de la noche al fin de la oración que cierra un día más y le hemos cantado. Hemos sido rociados con el agua bendita antes de ir al lecho y luego de escuchar las campanas que marcan el final de la jornada. ¡En paz me acuesto y enseguida me duermo dándote gracias, Señor!

Padre Alfredo.

«Como Bartimeo»... Un pequeño pensamiento para hoy

El autor de la carta a los Hebreos, que hemos estado leyendo en la Misa dominical como segunda lectura estas últimas semanas, es un teólogo y estilista absolutamente singular, que pudiera ser Apolo de Alejandría, aquel al que Aquila y Priscila terminaron de formar en la fe (Hch 18,24-19,20) pero no existe ninguna certeza porque aunque hay alusiones al encarcelamiento que sufrió San Pablo en varias ocasiones (Heb 13,18-25), el estilo y la teología de la carta difieren considerablemente de las cartas paulinas. Lo cierto es que estamos leyendo en estos domingos el libro del Nuevo Testamento escrito en el griego más elegante y con un conocimiento de la Biblia admirable. La carta destaca el sacerdocio de Cristo como incomparablemente superior al sacerdocio de la antigua alianza (Heb 4,14-8,13) y en este contexto es donde está el fragmento que leemos hoy (Heb 5,1-6) y en donde el autor se refiere, obviamente, al sumo sacerdote judío, cuando entra en la parte más sagrada del templo —el llamado «Santo de los Santos»— para pedir perdón por sus propios pecados y por los pecados del pueblo. Todos los cristianos —no solo el sacerdote ministro de nuestros días— participamos, por el bautismo, del sacerdocio de Cristo y todos debemos pedir perdón a Dios por nuestros propios pecados y los pecados del pueblo. Lo debemos hacer a todas horas, pero de una manera especial al celebrar la Santa Misa, en el sacrificio de la Eucaristía. 

Toda nuestra vida debe ser una petición al Señor para que nos haga santos, al estilo de su Hijo, sumo y eterno sacerdote, que lo fue por designación de su Padre Misericordioso (Jn 8,54), quien lo hizo Rey y Sumo Sacerdote como lo había prefigurado en Melquisedec, «Rey» de Salém y «Sacerdote» del Dios Altísimo en la antigua alianza en tiempos de Abraham (Gn 14,18-20). Esa santidad a la que aspiramos, no la podemos alcanzar por sí solos, necesitamos a este Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo, que venga en nuestro auxilio y nos alcance la gracia del Padre. Ese anhelo de santidad lo podemos ver hoy reflejado en el alarido del ciego que, en el Evangelio de hoy, tiene un nombre concreto: «Bartimeo», y me hace recordar el hermoso poblado de Jericó, situado a unos 30 km de Jerusalén, y considerado una de las más antiguas ciudades de Palestina y por muchos, la ciudad más antigua del mundo. Aquel ciego, adosado a la orilla del camino, al escuchar salir Jesús del pueblo, que le grita con todas sus fuerzas una y otra vez: «¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!» (Mc 10, 46-52), reconociendo así su ser de Mesías anunciado desde antiguo. ¡Cuántas veces nuestra vida se parece a la situación de aquel ciego!». Allí está Jesús, el Sumo y Eterno Sacerdote que nos alcanza la santidad, la claridad de la vida, pero no le vemos. Cuántas s veces estamos al borde del camino de la vida, ciegos, sin ser capaces de ver ni de reconocer lo que sucede por la acción misericordiosa de Dios a unos cuantos centímetros de nuestros ojos, ciegos quizá por la tristeza, por el egoísmo, por nuestro afán de tantas cosas que en este mundo nos atraen y nos atrapan, pero sin casi darnos cuenta Jesús pasa por nuestra vida invitándonos a ser santos. 

Hoy, en medio de un mundo que ya anuncia la Navidad con ventas de «adornos» innecesarios de brillos alucinantes que nos dejan ciegos y nos cautivan a pesar de eso, debemos gritarle al Sumo y Eterno Sacerdote que todo lo puede, que nos cure, que escuche nuestro grito suplicante: «¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!». Hemos de gritarle a Dios, no una sola vez sino muchas, porque el mundo nos deja ciegos una y otra ves. Cada vez que celebramos la Santa Misa nos acercamos a este Sumo y Eterno Sacerdote, nos ponemos en Él ante Dios y le gritemos, como aquél ciego, para que nos escuche, con fe, reconociéndole como al Mesías y Señor de la Eucaristía en esa hostia consagrada en donde Él está como Sacerdote y Víctima, y nos reconocemos ante él como el ciego del camino, hombres y mujeres necesitados de su misericordia. Que sepamos vivir nuestra Eucaristía dominical con un corazón sencillo como el de María que dejó entrar la luz a su corazón, que le supliquemos como Bartimeo que nos devuelva la vista, que nos cure de nuestra ceguera, para así poderle reconocer en cada momento de nuestra vida, en cada hermano, en cada acontecimiento y como el ciego del camino le sigamos llenos de alegría sabiendo que el Sumo y Eterno Sacerdote, cada vez que celebramos la Eucaristía nos vuelve a preguntar: «¿Qué quieres que haga por ti?» ¡Bendecido domingo a todos... nos unimos espiritualmente en la Eucaristía en todo el mundo! 

Padre Alfredo.

ORACIÓN A SAN JUDAS TADEO...


¡Oh gloriosísimo Apóstol San Judas!, 
siervo fiel y amigo de Jesús, 
el nombre del traidor que te entregó a tu querido Maestro
 en manos de sus enemigos 
ha sido la causa de que muchos te hayan olvidado, 
pero la Iglesia te honra y te invoca universalmente 
como patrono de los casos difíciles y desesperados. 
Ruega por mí que soy tan miserable; 
y has uso, te ruego, 
de ese privilegio especial que Dios te ha concedido 
de socorrer visible y prontamente 
cuando casi se ha perdido toda esperanza. 
Ven en mi ayuda en esta gran necesidad, 
para que reciba los consuelos y socorro del cielo 
en todas mis necesidades, tribulaciones y sufrimientos, 
particularmente (se hace la petición) 
y para que bendiga a Dios contigo 
y con todos los elegidos por toda la eternidad. Amén.

sábado, 27 de octubre de 2018

«O vas o envías, o ayudas a enviar»... Un pequeño pensamiento para hoy

La plenitud de la humanidad está en Cristo y la Iglesia nos conduce hacia nuestra propia madurez, en la medida en que construyamos la comunión, nos recuerda hoy San Pablo en la Carta a los Efesios (Ef 4,7.11-16). En la Iglesia, como en un cuerpo o en todo organismo, hay conexiones y una unidad. En esta Iglesia, Cristo, cabeza de esta unidad, da a unos el ser apóstoles, a otros, el ser profetas; a otros el ser evangelizadores; a otros el ser pastores y maestros. Así cada miembro de la Iglesia ocupará su lugar en orden a las funciones de su ministerio y para edificación del Cuerpo de Cristo hasta alcanzar la plena unidad. ¡Cada uno tenemos un papel, en esa construcción de la unidad eclesial! ¿Cuál es mi papel? Podríamos preguntarnos hoy. En la armonía y la cohesión que entre todos vayamos logrando, todo el cuerpo de la iglesia prosigue su crecimiento, gracias a las conexiones internas que lo mantengan según la actividad propia de cada miembro. Así el cuerpo se edifica en el amor y servicio mutuos. La Iglesia conduce poco a poco a la humanidad hacia su «madurez», en la medida, precisamente, en que construye la «unidad», la «cohesión», la «comunión». 

Desde el fragmento de la carta que leíamos ayer (Ef 4,1-6) San Pablo exhortaba a la Iglesia a vivir en la unidad, basándose en que uno solo es el Señor, y la fe, y el Bautismo para todos. Pero San Pablo también sabe que esa unidad no significa uniformidad, porque, entre sus miembros hay una diversidad que es, precisamente, lo que en armonía, construye esa unidad. La Iglesia es un cuerpo, un organismo viviente, que está siempre creciendo y madurando, hasta que todos lleguemos a la estatura de Cristo, «el hombre perfecto», hasta que todos alcancemos «la medida de Cristo en su plenitud». A eso va encaminada la existencia de los diversos ministerios que se entrecruzan, según la vocación específica de cada uno en la Iglesia. Estamos casi por concluir el mes de las misiones, y debemos alegrarnos de la riqueza de dones que hay en esta Iglesia que ha de llegar a abrazar al mundo hasta en los últimos rincones, y valorar a la vez su unidad dinámica que hace posible esa tarea de evangelización: «o vas o envías, o ayudas a enviar». Si bien no todos podemos salir a las misión «Ad Gentes», siempre hay algo que, en concreto, podemos hacer a favor de la misión, porque unidos como Iglesia, es nuestra misión: «o vas o envías, o ayudas a enviar». Cuando escuchamos la expresión: «ir a las misiones» debemos pensar en nuestra presencia y en el don de nosotros mismos en tierras de misión, porque la unidad nos invita a ser parte de esta tarea y horizonte evangelizador específico: «o vas o envías, o ayudas a enviar». «Enviar» a la misión es tarea de los obispos ciertamente, que son quienes, en este mecanismo de unidad, realizan este envío. Sin embargo para «enviar» a la misión hacen falta los que van a ser enviados, requiere su formación y preparación en las cuatro áreas ya conocidas de la formación: humana, espiritual, intelectual y pastoral. Pero este envío ha de estar sustentado también por toda una comunidad de fe que, con su esfuerzo y con su aportación, va siempre haciendo que el envío se cristalice y sea posible: «o vas o envías, o ayudas a enviar». 

En el Evangelio de hoy (Lc 13,1-9), Jesús llama a los creyentes que le siguen a que consoliden su fe para que no se conviertan en una higuera estéril, sino que se transformen en un árbol que dé abundantes frutos de solidaridad, justicia e igualdad al mundo entero. Por eso, advierte al pueblo que tiene un breve tiempo —el tiempo de la Iglesia—, en el que Dios espera que la higuera dé los frutos que le corresponden. Terminado el tiempo, Dios decidirá qué hacer con ella. Así, el Pueblo tiene que entender que el tiempo no es indefinido, sino que debe comenzar aquí y ahora a cambiar su manera de pensar y a transformar su manera de actuar. ¡Qué gran lección en un tiempo en el que se ha «flojeado» un poco en la pasión por la misión! Se dice que la mentalidad postmoderna no cree en el dar de la misma manera que en el recibir. Vive en cálculos y aproximaciones que va haciendo a tientas, para vivir sin comprometerse con los demás. Pero la Carta a los Efesios y el Evangelio de hoy, nos centran en la capacidad de amar que debe surgir de la unidad en la Iglesia. Quien ama piensa siempre en el otro, esté cerca o esté lejos, tenga la misma vocación que yo u otra diversa, ejerza un ministerio como el mío u otro diferente, porque el amor de Cristo no se rebaja o se devalúa, sino que alcanza para todos. Hoy sábado, bajo la mirada amorosa de María, la «Reina de las Misiones», yo me quedo con esto que, desde que lo escuché en el año 2010, resuena siempre en mi corazón: «o vas o envías, o ayudas a enviar». ¡Bendecido sábado! 

Padre Alfredo.

viernes, 26 de octubre de 2018

«Agradecer el llamamiento que recibimos»... Un pequeño pensamiento para hoy

Hoy San Pablo dice a los Efesios: «Los exhorto a que lleven una vida digna el llamamiento que han recibido» (Ef 4,1-6) y yo gozoso le doy gracias a Dios que ayer me permitió recordar y revivir ese llamamiento al tener la Santa Misa en el Templo en donde por primera vez celebré la Eucaristía. ¡Qué alegría regresar a ese santo lugar en el que mi llamado se consolidó en la vocación sacerdotal! San Pablo me hace agradecer esta mañana de nuevo el don del llamamiento no sólo como un recuerdo hermoso de aquel primer día, sino como una convicción que me ha comprometido como a él, en todo mi ser, y que me ha llevado, desde aquel día a adoptar unos comportamientos muy concretos, muy prácticos y muy aplicables en mi vida misionera. ¡Cómo le pedí al Señor, a los pies de Nuestra Señora del Rosario en San Nicolás, que toda mi vida sacerdotal se plasme en una entrega concreta, humilde, modesta y pequeña, pero, sostenida siempre por el «Dinamismo Trinitario» de nuestro Dios! La aplicación del misterio a mi vida como sacerdote, pide que pase por este mundo como pide esta sublime vocación a la que sido indignamente llamado. 

¡Qué difícil la tarea de San Pablo en estas palabras que se dirigen no solo al sacerdote! Buscar con esta exhortación la unidad de aquellos primeros creyentes. Pero, que difícil también la tarea del apóstol de hoy. La cuestión sigue siendo difícil también hoy, porque nuestras debilidades y miserias hacen que la Iglesia no esté tan radiante de fe y de amor como debería estar, y que no presente una imagen de unidad como la que San Pablo quisiera. Tenemos una lista maravillosa de motivos por los que deberíamos estar unidos, pero no lo estamos del todo, ni con los otros cristianos ni entre nosotros mismos. San Pablo no nos habla de una mera coexistencia pacífica y civilizada, sino de raíces de fe que sostienen cada vocación específica y se concretan en una convivencia amorosa que construye el Reino y que crea un ambiente de fraternidad y de credibilidad para el mundo. Muchos de nosotros, en la Iglesia, reconocemos en Jesús al Mesías. Pero seguimos, tal vez, sin reconocer su presencia en tantos «signos de los tiempos» y en tantas personas y acontecimientos que nos rodean, y que, si tuviéramos bien la vista de la fe, serían para nosotros otras tantas voces de Dios que fortalecerían más nuestra condición de discípulos–misioneros. 

Desde anoche me he puesto a pensar: ¿Qué espera la gente de hoy de un sacerdote? ¿Qué tiene que ser el discípulo–misionero para el mundo de hoy? Y voy ahora al Evangelio de hoy (Lc 12,54-59). Pienso en aquellas multitudes que esperaban un caudillo poderoso, rodeado de atributos divinos que les resolviera la vida a la carta. Esperaban de Cristo señales eficaces, eficientes y efectivas, una intervención portentosa por parte de Dios y de su Mesías en medio de la diaria historia del pueblo. Jesús los tilda de hipócritas, sabiendo que la hipocresía era el fermento o levadura de los dirigentes religiosos (cf. Lc 12,1). Las multitudes oprimidas habían oído decir que Jesús hacía frente al sistema teocrático de Israel y habían ido en su busca para convertirlo en su líder. Esto les impedía interpretar correctamente los signos claros y transparentes que les iba dando: el Mesías no vino a hacer la revolución al estilo de los hombres, para que otros se aprovechen de la subversión de la sociedad. El Mesías invirtió la escala de valores de la sociedad, pero condicionando su plena realización al cambio profundo de la mentalidad de cada uno: «Y ¿por qué no juzga ustedes mismos lo que se debe hacer?» (Lc 12,57). Es necesario eliminar todo lo que nos enemista con el hermano y cómo cuesta. ¿Cómo se alcanza esa meta? Contando con la propia voluntad positiva y con el río de gracia que el señor nos envía, por eso es necesario que cada uno viva su vocación específica al cien, con la dignidad que el llamamiento merece. El celebrar la Eucaristía en el mismo lugar en donde celebré por primera vez, me ha dejado un tiempo de reflexión y me ha invitado a re-estrenar la vocación. Bernard Lonergan, el eminente teólogo de la segunda mitad del siglo XX y que me sacó las primeras canas en mi vocación, hablaba de cuatro preceptos trascendentales para ser fieles al llamamiento, y creo que cabe citarlos aquí, como un modo de disponernos a leer la vida como Jesús, como María, como San Pablo y tantos más para vivir plenamente nuestra vocación específica. Se trata de decidirnos a ser más atentos, más inteligentes, más razonables y más responsables, de acuerdo a llamamiento que hemos recibido. ¡Bendecido viernes! 

Padre Alfredo.

jueves, 25 de octubre de 2018

«El fuego el amor al Padre y a las almas»... Un pequeño pensamiento para hoy

Cuando se ha entendido que la esencia del cristianismo se halla en la caridad, en el apasionado amor a Dios y sus intereses, las palabras de San Pablo, que leemos hoy (Ef 3,14-21) no pueden sonar extrañas o exageradas: «Me arrodillo ante el Padre, de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra, para que, conforme a los tesoros de su bondad, les conceda que su Espíritu los fortalezca interiormente y que Cristo habite por la fe en sus corazones. Así, arraigados y cimentados en el amor, podrán comprender con todo el pueblo de Dios, la anchura y la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo, y experimentar ese amor que sobrepasa todo conocimiento humano, para que así queden ustedes colmados con la plenitud misma de Dios». El verdadero amor es así, grande, inmenso, tan grande que cayendo de rodillas ante el Padre misericordioso, se propaga; puesto que quien comprende la hondura y grandeza del amor del Señor, se decide a tratar con ese mismo amor a sus hermanos sinceramente, sin segundas intenciones. San Pablo está tan convencido de la riqueza del plan que el Dios misericordioso ha trazado para salvarnos, que quiere a toda costa que se cumpla en los Efesios. La catequesis y la teología con la que empezó a escribir esta preciosa carta, se han transformado, ahora, en una profunda y rica oración. 

Yo creo que necesitamos que San Pablo rece también por nosotros, los hombres y las mujeres del tercer milenio, para que, en medio de esta desgarrada sociedad, aparentemente globalizada, lleguemos a esa mayor profundidad y fuerza en nuestra vida de fe. Me pregunto: ¿Rezamos nosotros así por nuestra comunidad, por nuestra familia, por nuestros amigos desde nuestra condición de discípulos–misioneros, pidiendo a Dios que conceda a todos aliento y alegría para vivir la fe que hemos recibido en el bautismo? ¿Oramos para que haya «misioneros Ad gentes» (de tiempo completo) que enseñen a las gentes a ponerse de rodillas ante el verdadero Dios por quien se vive de manera que Cristo habite por la fe en sus corazones? ¿Tenemos confianza en el poder de la oración, y en ese Dios que puede hacer mucho más de lo que pedimos, con ese poder que actúa entre nosotros? ¿Nos hemos dejado nosotros contagiar ese fuego que invadía a San Pablo? La Eucaristía que celebramos y la Palabra que escuchamos, ¿nos calientan en ese amor que consume, o nos dejan apáticos y perezosos, en la rutina y frialdad de siempre? La Palabra de Dios, en especial su Evangelio, que a veces compara con una semilla que se va desarrollando hasta dar fruto, es también fuego que quema. 

En medio del mundo tan contradictorio en el que vivimos, se propaga como un incendio el fuego del amor de Dios. Cada discípulo–misionero que viva su fe se convierte en un punto de ignición en medio de los suyos, en el lugar de trabajo, entre sus amigos y conocidos. Pero esa capacidad de vivir el compromiso misionero, sólo es posible cuando se hace como San Pablo, orando de rodillas por los demás. Jesús se compadecía de los hombres: su amor era tan grande que no se dio por satisfecho hasta entregar su vida en la Cruz para encender a todos en el amor (Lc 12,49-53). Este amor ha de llenar nuestro corazón: entonces sí seremos misioneros de verdad y nos compadeceremos de todos aquellos que no conocen a Dios o están alejados del Señor y procuraremos ponernos a su lado para que, con la ayuda de la gracia, conozcan al Maestro y su corazón experimente el calor del fuego del amor divino que no abandona nunca dejando enfriar al corazón. Todas las almas interesan al Señor: «... déjame vivir y morir en tu amante corazón para que allí se caldee el mío y pueda a mi vez calentar a todas las almas. Dame almas, muchas almas, infinitas almas» repetía con fervor la beata María Inés Teresa en su oración, consciente de que cada una de ellas le ha costado al Señor el precio de su Sangre. Imitando al Señor, a San Pablo, a la beata María Inés y a todos los santos, ninguna alma nos debe ser indiferente. Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Virgen María, la mujer llena del fuego del Espíritu, la gracia de vivir con la máxima responsabilidad y amor la misión que nos ha confiado, de ser portadores del fuego de su amor y de su gracia a todos los pueblos cayendo de rodillas ante el Padre a quien todos queremos que conozcan y amen. ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico! 

Padre Alfredo.

miércoles, 24 de octubre de 2018

«Llevar a Cristo a todos»... Un pequeño pensamiento para hoy

Todos estos días, desde el domingo que celebramos el DOMUND, me ha quedado un riquísimo sabor a misión, pues sabemos que Dios quiere que participen en su proyecto de salvación todos cuantos son los habitantes del mundo que Él ha creado (1 Tim 2,4) y recordarlo de una manera muy especial una vez al año, enfervoriza el alma y la mantiene «vigilante» en esta tarea de misioneros que todos hemos recibido desde nuestro bautismo. Leyendo a San Pablo escribiendo a los Efesios, que estamos leyendo casi todos los días de estas semanas, aunque hoy la liturgia en México toma como primera lectura la de la fiesta de San Rafael Guizar y Valencia, me llega la invitación del Apóstol a contemplar el mundo desde esa mirada de amor de Dios, que ciertamente es la mirada que tuvo San Rafael : discerniendo los deseos de unidad y de solidaridad, los sueños de comunión y de armonía, las aspiraciones a la paz y al amor... y discernir también los graves riesgos de roturas, que hay en el aumento de la discriminación y del desprecio, las soledades y los «egoísmos», los exclusivismos violentos y los sectarismos (Ef 3,2-12) y anhelar con él la conquista de este mundo para Cristo. «A mí, el último de todos los fieles—dice San Pablo— me fue concedida la gracia de anunciar a los gentiles la inescrutable riqueza de Cristo y esclarecer cómo se ha dispensado el Misterio escondido desde siglos en Dios, Creador de todas las cosas. 

Desde siempre, Dios tenía en su mente el proyecto de una humanidad reunida en el amor. Y, hasta el último de los fieles, ha de representar su papel en ese vasto proyecto que abarca todo. Cada uno de nosotros, gracias a nuestra condición misionera, desde donde la Divina Providencia nos ha colocado, podemos hacer avanzar algo este plan poniendo nuestro granito de arena. El tiempo de la espera, de que sea completado este proyecto universal de salvación, es presentado por el Evangelio como tiempo de servicio (Lc 12,39-48), porque el reino se refleja ya de forma decisiva en nuestra vida y en esas pequeñas acciones de cada día. Es muy posible que el mayordomo a quien se ha puesto al frente de la casa, en el pasaje de San Lucas al que me refiero, sea un símbolo de los dirigentes de la Iglesia, porque a todos —sin exclusión alguna— se nos confía un tipo de servicio en el tiempo de la espera. La riqueza del reino se traduce para todos a manera de amor que se dirige hacia los otros. Aquél que ha recibido el gran tesoro que le hace rico para Dios empieza a ser inmediatamente —tiene que ser inmediatamente— fuente de amor para los hombres y mujeres de todo el mundo. Así, lo que rige la vida del Cristiano, es el dinamismo del amor misionero que produce la fe en el Señor: «Qué todos te conozcan y te amen, es la única recompensa que quiero» (Beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento). 

Para el discípulo–misionero, la historia no es un perpetuo devenir sin sentido esperando que el mundo se acabe de repente, sino que es una cuestión que sigue una progresión que alinean unas «visitas» constantes de Dios —incluso a veces inesperadas—, unas «intervenciones» de Dios, en días, horas y momentos privilegiados que no pueden pasar desapercibidas. El Señor ha venido, continúa viniendo y vendrá... para juzgar al mundo y salvarlo. Las plegarias eucarísticas de la Misa, nos ayudan a mantenernos en esa «vigilante espera»: «Esperamos tu venida gloriosa... esperamos tu retorno... Ven, Señor Jesús». Pero la realidad es impactante, Jesús «vino a los suyos y los suyos no lo recibieron» (Jn 1,11) y lloró sobre Jerusalén «porque la ciudad no reconoció el tiempo en que fue visitada por el Señor» (Lc 19, 44). El Apocalipsis nos presenta a Jesús preparado a intervenir en la vida de la Iglesia si las gentes no se convierten (Ap. 2,3). Y cada discípulo–misionero es invitado a recibir la «visita íntima y personal» de Jesús cada día: «Mira que estoy a la puerta y llamo: si uno escucha mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos» (Ap. 3,20). Que María, la Madre de Dios, la primera misionera, siempre «vigilante», nos ayude a no perder de vista nuestra condición de misioneros y a pesar de que cada día nos acechan mil tentaciones para instalarnos o desanimarnos, ojalá podamos llevar a Cristo al conocimiento y amor de muchos y podamos decir a todos como ella: «Hagan lo que Él les diga» (Jn 2,5). ¡Bendecido miércoles! 

Padre Alfredo.

martes, 23 de octubre de 2018

«Vigilantes»... Un pequeño pensamiento para hoy


Cristo, al venir a este mundo, ha inaugurado un nuevo tipo de humanidad en el que desaparecen las diferencias entre judíos y paganos (Ef 2,12-22). Ha realizado la paz que anunciaron y predicaron los profetas (Is 57,19) y ha venido a establecer la paz entre Dios y la humanidad que se ha constituido en Iglesia por su muerte de cruz (Ef 2,16) y por el don del Espíritu Santo (Ef 2,18) y ha ido llegando hasta los confines del mundo, de manera que hasta algunos pueblos de los más alejados han escuchado y aceptado su mensaje igual que los más cercanos. Gracias al anuncio y testimonio de innumerables misioneros, la Palabra de Dios, la celebración de la Eucaristía y los demás sacramentos; las enseñanzas de los apóstoles y de los profetas; el corazón de muchos se va convirtiendo, conociendo y amando a Cristo, que es la piedra angular del edificio que se edifica en la Iglesia. San Pablo nos recuerda hoy que Cristo es la piedra más importante, sobre la que reposa todo el edificio, garantizando su solidez y ofreciéndosele cohesión y armonía a todos los pueblos que vayan formando parte de la misma. 

Gracias a la tarea misionera de la Iglesia, Dios mismo continúa edificando su pueblo en Cristo (Mc 14,58; Jn 2,19) por el compromiso que abrazan sus apóstoles (Mt 16,17-19). El Apóstol de las gentes nos invita a notar el carácter personalista de esta construcción: se trata de una acción personal de Jesús (cf. Ef 2,21-22), confiada a otras personas (cf. Ef 2,22). San Pablo, en este fragmento de su Carta a los Efesios, habla por primera vez de la participación de todos los fieles en la obra de la edificación que, hasta ese entonces, se había entendido como un privilegio de los apóstoles (1 Cor 3,5-17; 2 Cor 10, 8;12,19; 13,10; Rom 15,20). Además, nos hace notar que la edificación no termina nunca, debido a la diversidad y perennidad de los ministerios, pero siempre bajo el único impulso de Cristo. ¡Y vaya que San Pablo tiene razón! Hay que seguir edificando, pues apenas y un tercio de la humanidad conoce a Cristo, pues se calcula que existan aproximadamente 2,180 millones de personas cristianas en el mundo. La Iglesia es templo y habitáculo, y, sin embargo, está todavía en periodo de construcción. Está sólidamente fundada y establecida y, sin embargo, está siempre por terminar. Es obra personal de Cristo y de Dios, pero no puede avanzar sin la colaboración de todos nosotros como discípulos–misioneros. Acabamos de celebrar el domingo el día del DOMUND, recordando a todos esta tarea que nos ha encargado el Señor hasta que vuelva. 

El tiempo intermedio, hasta el retorno glorioso del Señor, este tiempo que vivimos, el de la Iglesia, exige de nosotros, como misioneros que edifican, una actitud vital: «vigilar»: «Estén listos, con la túnica puesta y las lámparas encendidas» (Lc 12,35-38). El Señor volverá y mientras tanto el discípulo–misionero no puede dormirse en sus laureles porque se ha cansado de edificar y a fin de cuentas hay muchos que creen. El hombre y la mujer de fe debe permanecer alerta siempre, siempre en tensión. Sólo así el discípulo–misionero se asegura la acogida por parte de Jesús cuando vuelva. Sólo así se asegura la comunión con él y con la humanidad entera en el gozo y en el amor. Sólo al siervo vigilante servirá el Señor (cf. Mt 25,1-13; Lc 22, 27; Jn 13,4-5). El Cristiano es alguien que está en alerta constante, siempre presto a la acción misionera, preparado para evangelizar. ¿Estoy yo preparado para dar razón de mi fe en todo instante, vivo como discípulo–misionero en todo momento? Vigilar, en un sentido simbólico aquí, es luchar contra el entorpecimiento, la negligencia, la pereza, el confort, para estar siempre en estado de disponibilidad. «¡Dichosos!» dice el Evangelio de hoy, ¡Dichosos los que esperan vigilantes! Aquellas comunidades, como la de los Efesios, tal vez tenía la impresión de que la venida final del Señor era inminente. Aunque ahora no tengamos esa preocupación, sigue siendo válida la invitación a la vigilancia: tanto para el momento de nuestra propia muerte —que siempre será a una hora imprevista— como para la venida cotidiana del Señor a nuestras vidas, en su palabra, en los sacramentos, en los acontecimientos, en las personas que nos rodean. Si estamos despiertos, podremos aprovechar su presencia. Si estamos adormilados, ni nos daremos cuenta. Pienso en María Santísima, siempre vigilante y misionera, discípula fiel e incansable, a ella Dios mediante la veré en un rato, en su casita del Tepeyac, allí le pediré que me enseñe a esperar como Ella, vigilante sin desfallecer, con premura, anhelando la venida gloriosa «del verdadero Dios por quien se vive». ¡Bendecido martes! 

Padre Alfredo.