Cualquier experiencia vivida en plenitud no nos deja indiferentes, cala hondo en nuestras vidas y nos transforma. «A medida que las experiencias son profundas y auténticas, las personas quedan transformadas, cambiadas. Es difícil que haga verdadera experiencia quien no está dispuesto a cambiar, así como es difícil cambiar de vida, si no se viven experiencias significativas.» (Alberich, Emilio. “La catequesis en la Iglesia”. Ed. CCS. Madrid. 1991)
Los que, auténtica y profundamente, han vivido la experiencia del Señor Resucitado resultan transformados. Este acontecimiento les suscita la fe como un dinamismo que brota de la Pascua de Cristo. Ésta es la experiencia de la primera comunidad de Jerusalén. Experiencia cercana y viva que hacía exclamar a los que los veían: «Miren cómo se aman» «¡Miren cómo se aman! Miren cómo están dispuestos a morir el uno por el otro» decía Tertuliano que comentaban los paganos en el siglo II. ¿Dónde encontraban la fuerza de tal amor? En una relación viva y de confianza con el Señor Jesús resucitado. Y esto es así aún hoy. El acontecimiento de la resurrección se hace testimonio por la fe. «¿Por qué son así? ¿Por qué viven de esa manera? ¿Quién los inspira? ¿Por qué están con nosotros?... Este testimonio constituye ya de por sí una proclamación silenciosa…» (Cfr. L.G. nº 21).
Cuando vivimos en el gozo y la comunión del Cristo resucitado, el egoísmo deja paso al amor. La piedad, esa relación de fe y de confianza entre Dios y nosotros sus hijos, es renovada y se vuelve más viva y sincera. La fidelidad de Cristo da un nuevo impulso al corazón y a la vida. ¡Gracias a su ayuda es que podemos ser su s testigos hacia los que nos rodean!
Y es ese mismo testimonio el que se hace Palabra en el primer anuncio y en la catequesis. La Verdad gustada, saboreada, conocida y vivida se comunica a otros. Resuena en el corazón de los que la reciben, dejando que ella se encarne en sus propias vidas. Por eso, la experiencia de fe nunca es, del todo, una experiencia de soledad. Está llamada a hacerse eco y a suscitar una adhesión de corazón a la Persona de Jesús, a su Mensaje y a un nuevo estilo de vida. Nuestra fe es, por lo tanto, una experiencia eclesial.
Los catequistas, como hombres y mujeres de fe, son hombres y mujeres de la Iglesia. Su vida es sostenida y animada por el acontecimiento de la resurrección. Es como si recién regresaran de Jerusalén. Como si hubieran visto la piedra corrida y el sepulcro vacío; como si hubieran escuchado al Señor alentándoles a echar las redes mar adentro, allí donde hay buena pesca; como si hubieran visto las llagas del cuerpo glorificado de Jesús; como si se hubieran quedado mirando al cielo durante la Ascensión del Maestro y como si hubieran recibido al Espíritu Santo estando las puertas cerradas del Cenáculo.
La fe del catequista no proviene esencialmente de cuánto puedan saber o de cuánto hayan estudiado, ni siquiera de cuán buenos son o de su habilidad metodológica —aunque es muy necesaria—. La fe del catequista es, fundamentalmente, don que Dios otorga gratuitamente, y respuesta que se funda en la certeza de la Resurrección como piedra angular de la Revelación. Ante tantos que, como el etíope de las Escrituras, peregrinan sedientos de una respuesta que dé sentido a su vida, los catequistas no son cristianos que guarden su fe, sino que la entregan a manos llenas. Y, mientras más la comunican, más crecen en esa misma fe, recordando aquello que San Juan Pablo II decía en la encíclica Redemptoris missio, cuando afirmaba que «la misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola!» (R Mi nº 2). Su palabra y su vida, la de cada uno de ustedes, se hacen testimonio en la comunidad. Los catequistas deben conocer y profundizar nuestra fe, celebrarla, rezarla, vivirla y comunicarla con toda la fuerza de nuestra vocación de cristianos. Los catequistas hacen de la vivencia de la fe un preciado vínculo con Dios, con nuestros hermanos y consigo mismos.
«Muchos de nuestros contemporáneos se han alejado de la tradición cristiana y hoy, sin desear volver atrás, prosiguen su camino con la esperanza de redescubrir en toda su novedad y en toda su libertad lo esencial de la fe. Ellos se preguntan: ¿y si fuera cierto todo lo que aquellos hombres escribieron hace veinte siglos y que ha sido tan deformado por el miedo, la violencia y el ansia de poder…?» (Foisson André, “Volver a empezar. Veinte caminos para volver a la fe”, Ed. Lumen Vitae, Bélgica, Contratapa de la edición en español).
La fe de los catequistas es rica en perseverancia, tesón y esperanza. Los catequistas deben vivir en la serenidad de una fe sin sobresaltos, en la dulzura y en la calma de la fe. Pero eso no excluye que de repente puedan sentir que andan por los desiertos y las noches del alma y tengan que retornar a la fe. No desde el mismo lugar en el que estaban. Regresan después del dolor, el enojo o el desengaño. Vuelven fortalecidos, amando más al Señor Jesús, siguiéndolo más de cerca y con un don renacido para comprender y acompañar a los que están lejos de la fe. Tanto los catequistas de la serenidad como los catequistas del retorno deben saber que es absolutamente cierto lo que aquellos hombres escribieron hace veinte siglos. ¡Creemos que es verdad todo eso! Lo sabemos en la profundidad de nuestro corazón. Por eso, los catequistas buscan estar a los pies del Señor escuchándolo, más allá de los quehaceres del mundo, y saben quedarse junto a la cruz de Jesús, tanto en el arrepentimiento de aquel ladrón como en el enojo de aquel otro. Siempre junto al Señor, aunque volver junto a Él nos cueste la vida.
Pero los catequistas no son personas solas, Los catequistas se saben parte de la comunidad eclesial que, desde los primeros tiempos, vive la fe en comunidad. Quizá la nota más característica de la vida de los primeros cristianos era cómo sabían quererse entre sí. Esta será la señal por la que serán reconocidos por los paganos. Procuraban llevar a la práctica el mandato de Jesús: «ámense los unos a los otros como Yo los he amado» (cf. Jn 13,34-36). Ésta es la herencia que nos han dejado, y la que nosotros deberemos trasmitir a los que vengan después. No se trata de hacer catequesis como filantropía o de una ayuda humanitaria sin más. Los catequsitas son auténticos cristianos de comunidad, que están dispuestos —como dice Tertuliano— a dar la vida por los demás.
Ya hace mucho tiempo, la Iglesia subrayó la dimensión comunitaria de la Catequesis. La comunidad como fuente, lugar y meta ha situado el ministerio catequístico bajo el signo eclesial de la koinonía. Los catequistas se inician en la fe de la comunidad y allí maduran sus opciones de vida, haciéndose testigos de esa misma fe. No constituyen un simple grupo de la parroquia. Somos la voz y el gesto de la fe de la comunidad. A ustedes Cristo les ha delegado la misión del anuncio.
Pero la verdadera «catequista» es la comunidad misma. La Palabra del Señor se hace eco en la profunda experiencia de fe que viven sus miembros. Y el eco no puede callarse. Una vez vivida la experiencia de la fe, ella resuena en todo el espacio catequístico, que es la comunidad eclesial. Resuena y se propaga suscitando la fe naciente de los que se acercan y fortaleciendo la fe más madura de sus integrantes.
La Iglesia toda posee la función profética y la ha delegado en algunas personas que son especialmente llamadas a anunciar la Buena Noticia de Jesús. Toda delegación supone una simple entrega de la tarea en sí misma, pero nunca es una entrega de la responsabilidad contenida en esa tarea. Si la comunidad eclesial se despreocupara de su función profética, se desnaturalizaría. No sería quien está llamada a ser. La catequesis no es, por lo tanto, un ámbito cerrado y reservado a unos pocos «especialistas» del anuncio. Esta dimensión comunitaria de la catequesis, la Iglesia la deposita de una manera particular en ustedes, no como personas aisladas que nada tienen que ver entre sí o que incluso llegan a criticarse o a juzgarse unas a otras, sino como una parte importante de la comunidad eclesial que «viven en la caridad, sin humana parcialidad y que son irreprochables en el amor. (cfr. San Clemente Romano, Carta a los Corintios, 50, 1).
Los catequistas forman una comunidad que, junto a sus pastores, perciben el hambre de comunión que experimenta el hombre de hoy, atrapado en el individualismo de una sociedad del éxito, del consumo y de la soledad en medio de la masificación. Los catequistas proponen al catecúmeno la fe de la comunidad cristiana, como experiencia global en la que quedan entramadas la fe vivida en el testimonio y en la sana convivencia; la fe conocida a través de toda la función profética, en sus diversas formas, y la fe celebrada en la liturgia con la comunidad. Así, el grupo de catequistas debe ser como si se tomara una pequeña muestra para ver cómo anda la Iglesia.
En el grupo de catequistas «el fuerte protege al débil, el débil respeta al fuerte; el rico da al pobre, el pobre da gracias a Dios por haberle deparado quien remedie su necesidad. El sabio manifiesta su sabiduría no con palabras, sino con buenas obras; el humilde no da testimonio de si mismo, sino deja que sean los demás quienes lo hagan. El que es casto en su cuerpo no se gloría de ello, sabiendo que es otro quien le otorga el don de la continencia. (cfr. San Clemente Romano, Carta a los Corintios, 36). De esta manera es que se puede elaborar y difundir una catequesis, diferenciada y común a la vez, que sabe integrar, en un delicado equilibrio, lo específico de cada persona en su singularidad irrenunciable y lo esencial como propuesta generalizada a todos.
La experiencia de fe de cada catequista es siempre única e intransferible. La misma fe de su catequista y de su comunidad en una experiencia distinta y absolutamente original. En esta experiencia la persona realiza una secuencia de actos valorativos, desde la simple apreciación de los valores evangélicos, que la comunidad creyente y testimonial le propone, hasta la encarnación de esos valores en su proyecto de vida.
La catequesis, tal como la hemos concebido tradicionalmente en el proceso evangelizador, se dirige a quienes ya creen y sigue el orden de la exposición. En cambio, cuando una comunidad creyente propone su fe, sigue el camino inverso: no el de la exposición lógica, sino el camino del descubrimiento. Para entrar en esta lógica, hay que pasar de la experiencia de fe vivida por una comunidad a la enunciación de los objetos de la fe expresados en el Credo. El «Amén» de una comunidad creyente y testimonial suscita la fe del nuevo creyente. Porque, como dice la Didaché: «Todo profeta que predica la verdad, si no cumple lo que enseña es un falso profeta». (Didaché o Enseñanza de los Doce Apóstoles, 11, 1-12).
La multiculturalidad que vivimos hoy, incluso en colonias como las nuestras de la Prohogar y la Euskadi, se manifiesta como verdadero emergente de un mundo globalizado y en permanente cambio y sincronía. La mayoría de los catecúmenos que recibimos en nuestra Escuela de Catequesis parroquial, no provienen ya de familias integradas, e incluso algunos llegan provenientes de familias más que disfuncionales. La poderosa mediación de las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación disuelve las fronteras y provoca la convivencia de diversas costumbres aún en nuestro pequeño mundo. Esta diversidad cultural y de ideología, va de la mano de una profunda diversidad religiosa.
La diversidad como una de las expresiones más reiteradas de la multiculturalidad es, ciertamente, uno de los desafíos más repetidos hoy a nuestro ministerio catequístico. ¿Cómo los ve la gente? ¿Qué piensan los papás o tutores de los catequistas de los niños de hoy? ¿Cómo los ven como grupo? Este es un desafío que se presenta como realidad de la vida social en la que estamos inmersos y que ustedes, como catequistas deben conocer y valorar: la educación, la política, la economía, la evangelización. Todo esto se convierte, en no pocas ocasiones, en reclamo a la equidad y demanda respuestas justas y creativas. Este desafío asume distintas perspectivas. La diversidad es amplia y variada en sí misma.
En otros tiempos, en los cuales la socialización religiosa y la cultural se identificaban, las personas llegaban a los procesos catequísticos en situaciones de fe más similares. Hoy, cuando la religiosidad de los padres, tutores y maestros ya no constituye el modelo único a transmitir, los niños, jóvenes y adultos llegan a la catequesis desde caminos diversos y reclaman, explícita o calladamente, itinerarios diversos que les hablen de unidad y que les dediquen tiempo en un testimonio de vida de familia espiritual. En una carta de San Ignacio de Antioquía a San Policarpo de Esmirna, gran evangelizador, hablándole de los catecúmenos y del grupo de creyentes le escribe: «Llévalos a todos sobre ti, como a ti te lleva el Señor. Sopórtalos a todos con espíritu de caridad, como siempre lo haces. Dedícate continuamente a la oración. Pide mayor sabiduría de la que tienes. Mantén alerta tu espíritu, pues el espíritu desconoce el sueño. Háblales a todos al estilo de Dios. Carga sobre ti, como perfecto atleta, las enfermedades de todos. Donde mayor es el trabajo, allí hay rica ganancia. (San Ignacio de Antoquía, Carta a san Policarpo de Esmirna, 1,1-4).
El mundo de hoy cree muchas veces que la tolerancia es respuesta suficiente ante la diversidad. Si el grupo de catequistas asume esta postura, estaría realizando una interpretación liberal donde todo vale en un aparente pacifismo sin compromiso y sin diálogo con aquél que piensa o es diferente. A veces centrados en cuestiones que tienen que ver con la organización o con la cantidad de los que vienen o no vienen, ¿advierten que la diversidad los desafía hoy a ser diversos? ¿O siguen queriendo uniformar y cerrar su propuesta con rígidos monólogos, sin permitirse entre ustedes mismos la creatividad de la escucha y del diálogo?
Una buena formación de catequesis propicia el diálogo. Sus reuniones no deben ser espacios de discursos magistrales, sino de intercambio de experiencias, de esa experiencia de vivir en Cristo. San Policarpo de Esmirna —me voy siempre a los primeros tiempos de la Iglesia— escribiendo a los Filipenses les dice: «Manténganse firmes e inquebrantables en la fe amando a los hermanos, queriéndose unos a otros, unidos en la verdad, estando atentos unos al bien de los otros con la dulzura del Señor, no despreciando a nadie. Cuando puedan hacer bien a alguien, no se echen atrás, (…). Sométanse unos a otros y procuren que su conducta entre los gentiles sea buena, así verán con sus propios ojos que se portan honradamente; entonces los podrán alabar y el nombre del Señor no será blasfemado a causa de ustedes. ¡Porque ay de aquel por cuya causa ultrajan el nombre del Señor! (San Policarpo de Esmirna, Carta a los Filipenses, 9,1 -11, 4)
Los catequistas deben echar mano de su vocación para el diálogo y para la diversidad. Les basta volver la mirada y el corazón hacia Jesús catequista. Él advierte la diversidad de sus Apóstoles y de las mujeres que le acompañaban, la considera y la incluye en su propuesta. Llama la atención y conmueve la originalidad de cada diálogo. Nicodemo, la samaritana, el recaudador de impuestos, los niños, los enfermos, los pecadores, el joven rico… A todos los incluye. Nadie queda afuera del anuncio. Con todos ellos entabla un diálogo único y personal.
Jesús animaba a los apóstoles a echar las redes mar adentro. Resulta sencillo imaginarlo junto al mar de Tiberíades remedando nudos y asegurando la fortaleza de la red. Que alcance para todos, que todos se beneficien con la pesca compartida. Esta y otras escenas evangélicas, son las que deben inspirar a los catequistas. Se enseña y se construye en red.
«Son necesarios los tejedores de redes, es decir, gente que dedique tiempo y esfuerzos a abrir espacios comunes de colaboración con otros individuos y entidades… Ser tejedor de redes requiere tesón y esperanza, pues todo diálogo y toda colaboración suponen una dedicación añadida al trajín de cada día; suponen apertura al otro valorando su identidad y estilo, requieren creatividad y tiempo para poner en marcha formas nuevas de trabajo común.» (Cfr. Soberón, Leticia, “No basta ser uno mismo. Perfil del tejedor de redes”, RIIAL, 2002).
Los catequistas deben ser hombres y mujeres con un fuerte sentido de pertenencia. Aman la comunidad porque en ella han encontrado ellos primero al mismo Jesús vivo y presente entre todos. Al mismo tiempo, saben que una comunidad nunca ha de estar encerrada entre las cuatro paredes de un templo. La comunión que intentan vivir en cada comunidad cristiana es para la misión. «La comunión es misionera y la misión es para la comunión» dice el documento Christi Fideles Laici (ChL 32). Porque el amor se entrega, se abre, se multiplica, se expresa, crece y se hace fecundo. El amor verdadero, el que viene de Dios que es amor, nunca permanece encerrado en un grupito selecto o dividido. El amor verdadero no puede quedarse quieto y se hace misión… No le alcanza la quietud de los que se aman. Se pone en camino, sale a la búsqueda, acompaña, recibe y envía.
Recurran a las nuevas tecnologías que vienen en su ayuda para hacerlos catequistas tejedores de redes, que no piensan sólo en ellos mismos o en su pequeño grupito, sino que hacen comunidad como «nodos» de una gran red, donde circulan los saberes, las intuiciones, los interrogantes y las reflexiones catequéticas de todos unidos. La propuesta es simple. Hoy hay innumerables comunidades de catequistas que tienen algún espacio virtual: redes sociales, blogs, sitios, … Todos ellos son «portales de verdad y de fe; nuevos espacios para la evangelización.» (Del Mensaje para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, Benedicto XVI, 2013). Se trata sencillamente de entretejer esos espacios en una red virtual que los haga compartir y, al mismo tiempo, los mantenga unidos a muchos otros hermanos catequistas de otras comunidades.
Habitar el espacio virtual, manteniéndonos abiertos a la riqueza de los otros para poder recibir de ellos y, al mismo tiempo, disponibles a sus necesidades para brindarles lo que cada uno tiene. Los detalles y las precisiones ya los irán pensando juntos. Ahora se trata, simplemente, de renovar un «sí» de cada uno y de todos como comunidad para saber dar y un «sí» humilde para saber recibir.
Recordemos, antes de terminar, que María, la Madre de Dios, la que pronunció el «sí» que más ha resonado en la Iglesia, es la primera catequista, la anunciadora del misterio. Con su actitud catequística sale, después de haber escuchado la Palabra y de haberla recibido en su corazón a llevar a Cristo en su vientre, que despierta en Isabel la captación del anuncio que surge de quien lleva dentro: Jesús.
Así es el proceso que cada catequista debe vivir, supone una escucha de la Palabra en el contexto en que esta resuena. La Palabra recibida es proclamada, la Palabra proclamada en el contexto donde viene a iluminar termina por ser celebrada: «Mi alma canta la grandeza del Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador porque ha mirado la humildad de su sierva» (Lc 1,46-48).
Ella viene al encuentro de cada catequista para llenar sus corazones de este don maravilloso. Quiero invitarlos a renovar ese don descubriendo cómo el Señor les ha llamado personalmente junto a María, a anunciar la Palabra. La vocación catequística, es el llamado personal y comunitario a anunciar la Palabra, la presencia del Espíritu y el don profético que se encierra en este ministerio.
Alfredo Leonel Guadalupe
Delgado Rangel,
M.C.I.U.