lunes, 31 de diciembre de 2018

Vida en abundancia...


Jesús ha recorrido las etapas de la vida de todos los seres humanos: niñez, adolescencia, juventud y edad adulta en sus diversas etapas. Al nacer, asumió la condición de niño pobre. Desde pequeño sufrió la persecución y luego vivió sometido a sus padres creciendo en gracia, sabiduría y edad, mostrándonos el camino a Dios, su manera de actuar, su forma de ser, que, desde el Antiguo Testamento, es distinta de la nuestra (2 Cro 20).

Los caminos del Señor suelen ser así. Si nos ponemos de parte de él, todo toma en la vida un cauce muy especial, tal vez incomprensible muchas veces para el hombre, quizá un poco atolondrado, como iban los cantores que en el relato de este segundo libro de las Crónicas, pero Dios hace su obra, como podemos también leer.

Dios quiere que en nosotros haya vida y vida en abundancia. Él nos ha elegido para ser pueblo de su propiedad; somos suyos, le pertenecemos. Él quiere para nosotros la paz, la dicha, la alegría y la felicidad, es decir: La vida en abundancia.

Él devuelve la vida a su amigo Lázaro (Jn 11), resucita al joven hijo de la viuda de Naím (Lc 7,17) y a la hija de Jario, que el mismo evangelio nos aclara: «era una muchachita» (Mc 5,21-43). Hoy él sigue resucitando a muchas que no están muertos, sino que están en la modorra de la depresión, de la angustia, de la soledad y que son de todas las edades y diversa condición. Él sigue llamando a dar sentido a la vida.

La misión de los discípulos–misioneros de Cristo es buscar la manera de tener vida en abundancia, de recobrarla o dejarse llenar de vida por Jesús haciéndose responsables de las estructuras sociales, culturales y eclesiales para contribuir a lograr un desarrollo cada vez más humano y más cristiano (S.D. 111). Por eso, al iniciar un nuevo año, hay que darle sentido a la vida. Y hablo de un nuevo año civil, un nuevo año litúrgico, un nuevo año después de celebrar el cumpleaños, un nuevo año al emprender algo nuevo...

No podemos separar nuestra fe de la vida. Cuerpo y Espíritu deben ser amigos y caminar juntos.

Padre Alfredo.

«¡Adiós 2018... bienvenido 2019!»... Un pequeño pensamiento para hoy


Se considera que un año es un ciclo, el cual comprende un período desde un inicio hasta un fin que el calendario marca, y aunque la vida no se termina cuando el reloj muestra la medianoche del treinta y uno de diciembre, sí es la clausura de un período de la vida que merece cierta reflexión. Hoy ha llegado ese día, estamos en las últimas horas del año 2018. Es un excelente día para elevar al Señor, con el salmista (Salmo 95 —96 en la Biblia—), un canto de gratitud y de alabanza por el regalo del tiempo, el hoy y el ayer que el Señor na da dado y prepararnos a recibir el futuro que el mismo Dios nos depara. Al terminar este año hay que dar gracias por el don de la fe, que nos ha hecho reconocer en un pequeño niño recostado en el pesebre, a la Palabra con la que Dios creó todo cuanto existe (Jn 1,1-18). El evangelio nos muestra a Jesús como punto de referencia único de la historia. Hoy podemos hablar de que todo nuestro tiempo en este 2018 que terminamos y siempre, en la vida humana y en la fe, tiene un único centro y criterio: Jesús. 

Este es un día para dar gracias por la vida y el amor, que hemos podido proclamar, como asegura hoy el cantor del salmo: «día tras día». Es un día para ofrecer al Niño de Belén cuanto hicimos en este año, el trabajo que pudimos realizar, las cosas que pasaron por nuestras manos y lo que con ellas pudimos construir. Es un día para presentarnos ante el pesebre con las personas que a lo largo de estos doce meses tuvimos a nuestro lado, las amistades nuevas, los antiguos que conocimos, los más cercanos a nosotros y los que están más lejos, los que nos dieron su mano y aquellos a los que pudimos ayudar, con los que compartimos la vida, el trabajo, el dolor y la alegría y los que tenemos lejos en la distancia pero cerca en el corazón. Es un día también para acercarnos al Nacimiento a pedir perdón por el tiempo perdido, por el dinero mal gastado, por las palabras inútiles y el amor desperdiciado. Es un día para dejarnos ver por María y José junto al pequeñito Niño que llora envuelto en pañales en el regazo de su Madre y pedir perdón por las obras vacías, por los encargos mal hechos, por los momentos sin entusiasmo. Es un día para acercarse y besar al Niño Dios y suplicarle, en una oración que escuche nuestras plegarias por un mundo mejor con el deseo de renovar el corazón y re-estrenarlo en el Año Nuevo. Es un día para pedir a Dios, en presencia de la Sagrada Familia, por cada una de nuestras familias y de todas las que conocemos. Es un día para alabarle, para bendecirle, para glorificarle. 

A pocas horas de iniciar el 2019, pienso en la agenda que ya me prometió Lalo mi hermano y que aún está sin estrenar y le presento estos días al Niño Dios seguro de que Él sabes si llegaré a vivirlos y cómo los viviré en mi tarea y conquista de cada día. Hoy contemplo el Nacimiento al pie del árbol de Navidad en casa de mis padres, en esta casita en donde pasé tantos años de mi infancia y le bendigo por este regalo que me da de cerrar este año aquí —hace como 20 años que no pasaba Año Nuevo con ellos— y de celebrar, junto a mi familia de sangre esta noche, el regalo de la fe y la esperanza, el amor y la paz, la confianza y la alegría, la fuerza y la prudencia, la claridad y la sabiduría y tantas cosas más. Quiero vivir cada día del Año que está por llegar con optimismo y bondad, llevando por doquier, como misionero andariego, un corazón lleno de comprensión, de escucha y de conciliación. En medio de tantas fiestas que se suscitan en el mundo esta noche, la última del 2018 y la primera del 2019, aquí estamos nosotros, ustedes y yo, otros cuantos entre los millones y millones de habitantes del mundo, un reducido grupo de creyentes, de hombres y mujeres de fe que seguramente acudiremos al Templo para participar de la «Mesa del Señor» y cerrar el año. Yo celebraré la Misa de fin de Año a las 7 de la tarde en el Espíritu Santo, mi parroquia de origen, el lugar en donde mis padres se casaron, en donde fui bautizado, en donde acudí cada domingo a Misa por años y años con Lalo mi hermano y mis papás, en donde hice mis votos perpetuos y me ordené de diácono y eso me emociona. Luego concelebraré Dios mediante a las 9 de la noche con mis hermanos Misioneros de Cristo en la parroquia de Nuestra Señora del Rosario en San Nicolás, en donde celebré por primera vez la Eucaristía... Hermoso día, último día del año que me recuerda que somos ciudadanos de un mundo siempre sometido a cambios espectaculares dentro y fuera de nuestro ser, cambios que si los sabemos valorar en un recuento como el que podemos hacer el último día del año, deben significar, como cada año hasta hoy, un motivo de esperanza, de ilusión, de expectación por lo que el Buen Dios nos traerá. ¡Adiós 2018... bienvenido 2019! 

Padre Alfredo.

domingo, 30 de diciembre de 2018

«LA SAGRADA FAMILIA»... Un pequeño pensamiento para hoy


Este domingo, dentro de la octava de Navidad, la Iglesia celebra la solemnidad de la Sagrada Familia. Nos acercamos al portal de Belén a ver a Dios que ha nacido hecho niño y está acostado en un pesebre, y vemos junto a Él a María y a José. De esta manera en este mundo globalizado en el que el tema de la familia es tan delicado y sobre el que se habla tanto para bien y para mal, según el punto de vista y la propia experiencia, la liturgia nos muestra el modelo de todas las familias cristianas: Jesús, José y María: la «Sagrada Familia» de Nazaret. Yo por mi parte no cambiaría por nada del mundo a mi familia de sangre y mi familia extendida, y, como dicen que para muestra basta un botón, me bastaría hablar de estos días que he pasado en Monterrey para corroborar esta afirmación. El salmista canta hoy con el gozo del salmo 83 (84 en la Biblia) la dicha de ser parte de la familia del Señor y de vivir en su casa. Para mí esa casa es sí, el Templo, pero en este templo espiritual, la familia. Y por eso hablo de la familia de sangre y la familia extendida en donde aprendemos y desarrollamos el verdadero amor de Dios, de familia de sangre y de familia de amigos. Bien dice el famoso científico y pensador Gregorio Marañón: «La única medida del verdadero amor es esa capacidad de perdurar», y esa clase de amor se aprende en la familia, como Jesús en su hogar de Nazareth. 

¿Cómo desperdiciar la riqueza de pasar gran parte de estos días en casa mis padres en dónde crecí desde pequeño y de donde salí en 1980 rumbo al Seminario?¿Con qué pago el cariño de mi tía Cecy al traerme a casa a mi llegada? ¿Qué más puede dar tanta alegría que ver contenta a mi tía Amparo y recibir su cariño? ¿Con que pagar a Sofi su cariño de hermana más que de vecina? ¿Cómo no grabar en el corazón la convivencia con la familia Rangel, mi familia de sangre por parte de mi madre en esos momentos maravillosos? ¿con que se puede sustituir el cariño de un amigo como Julián que más que eso es un hermano valiosísimo de tantos y tantos años? ¿Cómo pagar el cariño de familia de Manolo, Carmen, Luis Manuel y Raquelito y el patrocinio de mis andanzas? ¿Cómo no valorar a David y su familia a quienes apenas conocí?¿Con que pudiera sustituir la alegría de anoche en la cena con mi hermano Eduardo y su familia? ¿Qué lograría suplir la llamada de teléfono con mi querida Minerva, recordando a Salomón su esposo, que fue llamado a la casa del Padre antier? ¿Qué puedo decir de la comida con Pilar e Iñigo y la delicia de saberse parte de su familia desde hace casi 30 años? ¿Cómo olvidar la sonrisa de Yuy? ¿Cómo pasar por alto la bendición de la casa de Isaías y Chacha en ese ambiente tan cálido y familiar? ¿Qué puede haber tan deliciosos como el abrazo de Barbara mi sobrina nieta y de su unicornio navideño? ¿Qué puede valer más que el interés de Pablo e Irina de pasar por mí y organizar una reunión tan bonita? ¿Cómo pagar el poder celebrar la Santa Misa por la oportunidad que me dan mis hermanos sacerdotes y misioneros?... Y de seguro mucho se me va de lo hermoso que he vivido en familia estos poquitos días a los que falta otro tanto en esta mi visita a la Sultana del Norte... ¡Viva la familia! La familia de sangre y la familia extendida La familia que hoy saludaré Dios mediante en las Misas de 12:30 en El Rosario (Villa Universidad) y de 20:00 en Salud de los Enfermos (Cortijo del Río). 

La familia de Nazaret se convierte para mí, como para ustedes, en modelo de nuestra propia familia. Ellos nos enseñan cómo vivir, nos descubren la importancia que los que están en nuestro corazón tienen para nosotros. Pero, en medio de mi alegría y gratitud desbordantes, cuando miro cómo están muchas familias hoy en día descubro que ciertamente pasan por dificultades y crisis serias de todo tipo. Para muchos no hay conciencia hoy de la importancia que tiene la familia —ni la de sangre ni la extendida— y tampoco se favorece que crezca esta importancia en la conciencia de las nuevas generaciones. Hoy gran parte de la sociedad y de los gobiernos no valora a los ancianos, ni busca medidas que protejan a los que está en el vientre materno y a los más pequeños. No hay medidas de ayuda a la maternidad, ni a las familias numerosas. No se favorece la conciliación entre el trabajo y la familia. Como sacerdote y misionero traigo a la mente y al corazón a esos papás que sufren a causa de sus hijos y platican conmigo, a matrimonios que rompen con facilidad la convivencia conyugal por cualquier cosa, a mujeres que sufren agresiones por parte de sus maridos, hijos que son maltratados por sus padres y amigos que son despreciados por no tener dinero... Y ante todo esto, la Iglesia nos muestra a la Sagrada Familia de Nazaret como modelo y ayuda para las familias de hoy. Es necesario, hoy especialmente pero también todos los días del año, rezar mucho por las familias, por la propia de sangre —en mi caso la Delgado–Rangel—, por la familia extendida formada por quienes con como hermanos más que amigos y también por las familias que sufren por motivos tan diversos que no acabaría de mencionar. Que María y José, junto con Jesús, ayuden a todos aquellos que tienen serias dificultades familiares. Yo, por mi parte, puedo terminar esta extensa y tal vez para algunos cansada reflexión, diciendo con el salmista: «Escucha mi oración, Señor de los ejércitos; Dios de Jacob, atiéndeme. Míranos, Dios y protector nuestro, y contempla el rostro de tu Mesías». ¡Viva la Sagrada Familia! 

Padre Alfredo. 

P.D. ¡Amy Lozano! Échale ganas... somos familia.

sábado, 29 de diciembre de 2018

«La profecía de Simeón»... Un pequeño pensamiento para hoy


Los textos de los dos primeros capítulos del evangelio de san Lucas, llamados «evangelios de la infancia», están, en gran parte, confeccionados por comentarios recogidos del autor y montados sobre afirmaciones proféticas del Antiguo Testamento, pues la fe ha visto en los primeros hechos de la vida de Cristo entre nosotros, el cumplimiento de las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento. Se ha cumplido lo que anunciaban los profetas, los oráculos, los salmistas: el Mesías ha venido a salvarnos, a redimirnos, a traernos vida nueva. La Iglesia nos invita a que «cantemos la grandeza del Señor» con el salmista (Sal 95 —96 en la Biblia) porque Cristo es la presencia salvadora de Dios en medio de su pueblo y para ser llevado a todas las naciones: «... que le cante al Señor toda la tierra... su grandeza anunciemos a los pueblos; de nación en nación, sus maravillas». Los antiguos signos de esta presencia ya iniciada hace tiempo en Israel, son nuevos y definitivos: María santísima es la nueva arca de la alianza, a su paso es reconocida la llegada del Señor a toda la tierra, «...hay gran esplendor en su presencia y lleno de poder está su templo».

En el texto evangélico que leemos hoy (Lc 2,22-35) , atestigua esto Simeón —y lo atestiguará de igual manera Ana— en el día de la presentación del Niño Jesús al templo en el día de la purificación de María. Simeón —y Ana de la misma manera por supuesto— personifica la espera de Israel cumplida plenamente en esta llegada del Señor al templo. Un ofrecimiento que inaugura una nueva liturgia, un nuevo culto verdaderamente agradable al Padre: el de la obediencia, el de la fidelidad a toda prueba. En el marco oficial del templo, en donde se entonaban salmos como el que hoy tenemos, y en el rito legal de la presentación, Jesús, desde su condición de niño recién nacido, expresa su ofrecimiento al Padre, la ofrenda de su persona y de su vida que inaugura su sacrificio: ¡Jesús nació para morir por nosotros! Cristo es ofrecido como Hijo fiel al Padre que en todo cumplirá su voluntad ofrecido por María, Madre y Corredentora. Así, a la vez que el texto evangélico de hoy atestigua el cumplimiento de la esperanza de Israel, anuncia ya el cumplimiento de la misión redentora de Cristo según acostumbra a hacer san Lucas en estos primeros capítulos: Cristo aparece como luz de las naciones, salvador de todos los pueblos; pero también como un pequeño niño que será «signo que provocará contradicción, para que queden al descubierto los pensamientos de todos los corazones» (Lc 2,34). María recibirá junto a José estas palabras junto a la premonición de que «una espada de dolor» le atravesará el alma. Un espada que sin duda es la pasión y muerte de Cristo. 

Celebrar la Navidad con Cristo es contemplar todo esto como un regalo llegado de lo alto. ¿Aceptamos esa espada que pone el dedo en la llaga del amor? ¿No se queda esta época solo en lucecitas de colores que crispan, en comidas que causan muchas veces indigestión o en vistosos regalos que hay que ir a cambiar por algo que guste? ¿Aceptamos y vivimos la Navidad desde esta perspectiva que hiere al corazón —como al de María— que ama a Cristo? Porque bien sabemos que, «sin dolor, —como dicen por ahí— no hay amor». Habrá dolor sin amor —y ciertamente lo hay— pero no hay amor sin dolor; no puede haberlo en esta etapa de la vida que nos toca vivir aquí en la tierra. Vivir la Navidad es implantar el amor que el pequeño Niño nos ha traído en el propio corazón, reduciendo progresivamente el egoísmo, arrinconándolo hasta aniquilarlo —como Simeón y Ana— cuando acabemos de dar la vida con amor. El mismo Cristo, que hoy es presentado en el templo, dirá mucho más adelante: «A mí nadie me quita la vida, yo la doy porque quiero» (Jn 10,18). Y, en esto del amor al estilo del Niño de Belén, es cuestión de estar empezando siempre. ¡Bendecido sábado junto a María, José y el Niño! 

Padre Alfredo.

viernes, 28 de diciembre de 2018

«EL CATEQUISTA, UNO CON CRISTO Y CON EL HERMANO»

Cualquier experiencia vivida en plenitud no nos deja indiferentes, cala hondo en nuestras vidas y nos transforma. «A medida que las experiencias son profundas y auténticas, las personas quedan transformadas, cambiadas. Es difícil que haga verdadera experiencia quien no está dispuesto a cambiar, así como es difícil cambiar de vida, si no se viven experiencias significativas.» (Alberich, Emilio. “La catequesis en la Iglesia”. Ed. CCS. Madrid. 1991) 

Los que, auténtica y profundamente, han vivido la experiencia del Señor Resucitado resultan transformados. Este acontecimiento les suscita la fe como un dinamismo que brota de la Pascua de Cristo. Ésta es la experiencia de la primera comunidad de Jerusalén. Experiencia cercana y viva que hacía exclamar a los que los veían: «Miren cómo se aman» «¡Miren cómo se aman! Miren cómo están dispuestos a morir el uno por el otro» decía Tertuliano que comentaban los paganos en el siglo II. ¿Dónde encontraban la fuerza de tal amor? En una relación viva y de confianza con el Señor Jesús resucitado. Y esto es así aún hoy. El acontecimiento de la resurrección se hace testimonio por la fe. «¿Por qué son así? ¿Por qué viven de esa manera? ¿Quién los inspira? ¿Por qué están con nosotros?... Este testimonio constituye ya de por sí una proclamación silenciosa…» (Cfr. L.G. nº 21). 

Cuando vivimos en el gozo y la comunión del Cristo resucitado, el egoísmo deja paso al amor. La piedad, esa relación de fe y de confianza entre Dios y nosotros sus hijos, es renovada y se vuelve más viva y sincera. La fidelidad de Cristo da un nuevo impulso al corazón y a la vida. ¡Gracias a su ayuda es que podemos ser su s testigos hacia los que nos rodean! 

Y es ese mismo testimonio el que se hace Palabra en el primer anuncio y en la catequesis. La Verdad gustada, saboreada, conocida y vivida se comunica a otros. Resuena en el corazón de los que la reciben, dejando que ella se encarne en sus propias vidas. Por eso, la experiencia de fe nunca es, del todo, una experiencia de soledad. Está llamada a hacerse eco y a suscitar una adhesión de corazón a la Persona de Jesús, a su Mensaje y a un nuevo estilo de vida. Nuestra fe es, por lo tanto, una experiencia eclesial. 

Los catequistas, como hombres y mujeres de fe, son hombres y mujeres de la Iglesia. Su vida es sostenida y animada por el acontecimiento de la resurrección. Es como si recién regresaran de Jerusalén. Como si hubieran visto la piedra corrida y el sepulcro vacío; como si hubieran escuchado al Señor alentándoles a echar las redes mar adentro, allí donde hay buena pesca; como si hubieran visto las llagas del cuerpo glorificado de Jesús; como si se hubieran quedado mirando al cielo durante la Ascensión del Maestro y como si hubieran recibido al Espíritu Santo estando las puertas cerradas del Cenáculo. 

La fe del catequista no proviene esencialmente de cuánto puedan saber o de cuánto hayan estudiado, ni siquiera de cuán buenos son o de su habilidad metodológica —aunque es muy necesaria—. La fe del catequista es, fundamentalmente, don que Dios otorga gratuitamente, y respuesta que se funda en la certeza de la Resurrección como piedra angular de la Revelación. Ante tantos que, como el etíope de las Escrituras, peregrinan sedientos de una respuesta que dé sentido a su vida, los catequistas no son cristianos que guarden su fe, sino que la entregan a manos llenas. Y, mientras más la comunican, más crecen en esa misma fe, recordando aquello que San Juan Pablo II decía en la encíclica Redemptoris missio, cuando afirmaba que «la misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola!» (R Mi nº 2). Su palabra y su vida, la de cada uno de ustedes, se hacen testimonio en la comunidad. Los catequistas deben conocer y profundizar nuestra fe, celebrarla, rezarla, vivirla y comunicarla con toda la fuerza de nuestra vocación de cristianos. Los catequistas hacen de la vivencia de la fe un preciado vínculo con Dios, con nuestros hermanos y consigo mismos. 

«Muchos de nuestros contemporáneos se han alejado de la tradición cristiana y hoy, sin desear volver atrás, prosiguen su camino con la esperanza de redescubrir en toda su novedad y en toda su libertad lo esencial de la fe. Ellos se preguntan: ¿y si fuera cierto todo lo que aquellos hombres escribieron hace veinte siglos y que ha sido tan deformado por el miedo, la violencia y el ansia de poder…?» (Foisson André, “Volver a empezar. Veinte caminos para volver a la fe”, Ed. Lumen Vitae, Bélgica, Contratapa de la edición en español). 

La fe de los catequistas es rica en perseverancia, tesón y esperanza. Los catequistas deben vivir en la serenidad de una fe sin sobresaltos, en la dulzura y en la calma de la fe. Pero eso no excluye que de repente puedan sentir que andan por los desiertos y las noches del alma y tengan que retornar a la fe. No desde el mismo lugar en el que estaban. Regresan después del dolor, el enojo o el desengaño. Vuelven fortalecidos, amando más al Señor Jesús, siguiéndolo más de cerca y con un don renacido para comprender y acompañar a los que están lejos de la fe. Tanto los catequistas de la serenidad como los catequistas del retorno deben saber que es absolutamente cierto lo que aquellos hombres escribieron hace veinte siglos. ¡Creemos que es verdad todo eso! Lo sabemos en la profundidad de nuestro corazón. Por eso, los catequistas buscan estar a los pies del Señor escuchándolo, más allá de los quehaceres del mundo, y saben quedarse junto a la cruz de Jesús, tanto en el arrepentimiento de aquel ladrón como en el enojo de aquel otro. Siempre junto al Señor, aunque volver junto a Él nos cueste la vida. 

Pero los catequistas no son personas solas, Los catequistas se saben parte de la comunidad eclesial que, desde los primeros tiempos, vive la fe en comunidad. Quizá la nota más característica de la vida de los primeros cristianos era cómo sabían quererse entre sí. Esta será la señal por la que serán reconocidos por los paganos. Procuraban llevar a la práctica el mandato de Jesús: «ámense los unos a los otros como Yo los he amado» (cf. Jn 13,34-36). Ésta es la herencia que nos han dejado, y la que nosotros deberemos trasmitir a los que vengan después. No se trata de hacer catequesis como filantropía o de una ayuda humanitaria sin más. Los catequsitas son auténticos cristianos de comunidad, que están dispuestos —como dice Tertuliano— a dar la vida por los demás. 

Ya hace mucho tiempo, la Iglesia subrayó la dimensión comunitaria de la Catequesis. La comunidad como fuente, lugar y meta ha situado el ministerio catequístico bajo el signo eclesial de la koinonía. Los catequistas se inician en la fe de la comunidad y allí maduran sus opciones de vida, haciéndose testigos de esa misma fe. No constituyen un simple grupo de la parroquia. Somos la voz y el gesto de la fe de la comunidad. A ustedes Cristo les ha delegado la misión del anuncio. 

Pero la verdadera «catequista» es la comunidad misma. La Palabra del Señor se hace eco en la profunda experiencia de fe que viven sus miembros. Y el eco no puede callarse. Una vez vivida la experiencia de la fe, ella resuena en todo el espacio catequístico, que es la comunidad eclesial. Resuena y se propaga suscitando la fe naciente de los que se acercan y fortaleciendo la fe más madura de sus integrantes. 

La Iglesia toda posee la función profética y la ha delegado en algunas personas que son especialmente llamadas a anunciar la Buena Noticia de Jesús. Toda delegación supone una simple entrega de la tarea en sí misma, pero nunca es una entrega de la responsabilidad contenida en esa tarea. Si la comunidad eclesial se despreocupara de su función profética, se desnaturalizaría. No sería quien está llamada a ser. La catequesis no es, por lo tanto, un ámbito cerrado y reservado a unos pocos «especialistas» del anuncio. Esta dimensión comunitaria de la catequesis, la Iglesia la deposita de una manera particular en ustedes, no como personas aisladas que nada tienen que ver entre sí o que incluso llegan a criticarse o a juzgarse unas a otras, sino como una parte importante de la comunidad eclesial que «viven en la caridad, sin humana parcialidad y que son irreprochables en el amor. (cfr. San Clemente Romano, Carta a los Corintios, 50, 1). 

Los catequistas forman una comunidad que, junto a sus pastores, perciben el hambre de comunión que experimenta el hombre de hoy, atrapado en el individualismo de una sociedad del éxito, del consumo y de la soledad en medio de la masificación. Los catequistas proponen al catecúmeno la fe de la comunidad cristiana, como experiencia global en la que quedan entramadas la fe vivida en el testimonio y en la sana convivencia; la fe conocida a través de toda la función profética, en sus diversas formas, y la fe celebrada en la liturgia con la comunidad. Así, el grupo de catequistas debe ser como si se tomara una pequeña muestra para ver cómo anda la Iglesia. 

En el grupo de catequistas «el fuerte protege al débil, el débil respeta al fuerte; el rico da al pobre, el pobre da gracias a Dios por haberle deparado quien remedie su necesidad. El sabio manifiesta su sabiduría no con palabras, sino con buenas obras; el humilde no da testimonio de si mismo, sino deja que sean los demás quienes lo hagan. El que es casto en su cuerpo no se gloría de ello, sabiendo que es otro quien le otorga el don de la continencia. (cfr. San Clemente Romano, Carta a los Corintios, 36). De esta manera es que se puede elaborar y difundir una catequesis, diferenciada y común a la vez, que sabe integrar, en un delicado equilibrio, lo específico de cada persona en su singularidad irrenunciable y lo esencial como propuesta generalizada a todos. 

La experiencia de fe de cada catequista es siempre única e intransferible. La misma fe de su catequista y de su comunidad en una experiencia distinta y absolutamente original. En esta experiencia la persona realiza una secuencia de actos valorativos, desde la simple apreciación de los valores evangélicos, que la comunidad creyente y testimonial le propone, hasta la encarnación de esos valores en su proyecto de vida. 

La catequesis, tal como la hemos concebido tradicionalmente en el proceso evangelizador, se dirige a quienes ya creen y sigue el orden de la exposición. En cambio, cuando una comunidad creyente propone su fe, sigue el camino inverso: no el de la exposición lógica, sino el camino del descubrimiento. Para entrar en esta lógica, hay que pasar de la experiencia de fe vivida por una comunidad a la enunciación de los objetos de la fe expresados en el Credo. El «Amén» de una comunidad creyente y testimonial suscita la fe del nuevo creyente. Porque, como dice la Didaché: «Todo profeta que predica la verdad, si no cumple lo que enseña es un falso profeta». (Didaché o Enseñanza de los Doce Apóstoles, 11, 1-12). 

La multiculturalidad que vivimos hoy, incluso en colonias como las nuestras de la Prohogar y la Euskadi, se manifiesta como verdadero emergente de un mundo globalizado y en permanente cambio y sincronía. La mayoría de los catecúmenos que recibimos en nuestra Escuela de Catequesis parroquial, no provienen ya de familias integradas, e incluso algunos llegan provenientes de familias más que disfuncionales. La poderosa mediación de las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación disuelve las fronteras y provoca la convivencia de diversas costumbres aún en nuestro pequeño mundo. Esta diversidad cultural y de ideología, va de la mano de una profunda diversidad religiosa. 

La diversidad como una de las expresiones más reiteradas de la multiculturalidad es, ciertamente, uno de los desafíos más repetidos hoy a nuestro ministerio catequístico. ¿Cómo los ve la gente? ¿Qué piensan los papás o tutores de los catequistas de los niños de hoy? ¿Cómo los ven como grupo? Este es un desafío que se presenta como realidad de la vida social en la que estamos inmersos y que ustedes, como catequistas deben conocer y valorar: la educación, la política, la economía, la evangelización. Todo esto se convierte, en no pocas ocasiones, en reclamo a la equidad y demanda respuestas justas y creativas. Este desafío asume distintas perspectivas. La diversidad es amplia y variada en sí misma. 

En otros tiempos, en los cuales la socialización religiosa y la cultural se identificaban, las personas llegaban a los procesos catequísticos en situaciones de fe más similares. Hoy, cuando la religiosidad de los padres, tutores y maestros ya no constituye el modelo único a transmitir, los niños, jóvenes y adultos llegan a la catequesis desde caminos diversos y reclaman, explícita o calladamente, itinerarios diversos que les hablen de unidad y que les dediquen tiempo en un testimonio de vida de familia espiritual. En una carta de San Ignacio de Antioquía a San Policarpo de Esmirna, gran evangelizador, hablándole de los catecúmenos y del grupo de creyentes le escribe: «Llévalos a todos sobre ti, como a ti te lleva el Señor. Sopórtalos a todos con espíritu de caridad, como siempre lo haces. Dedícate continuamente a la oración. Pide mayor sabiduría de la que tienes. Mantén alerta tu espíritu, pues el espíritu desconoce el sueño. Háblales a todos al estilo de Dios. Carga sobre ti, como perfecto atleta, las enfermedades de todos. Donde mayor es el trabajo, allí hay rica ganancia. (San Ignacio de Antoquía, Carta a san Policarpo de Esmirna, 1,1-4). 

El mundo de hoy cree muchas veces que la tolerancia es respuesta suficiente ante la diversidad. Si el grupo de catequistas asume esta postura, estaría realizando una interpretación liberal donde todo vale en un aparente pacifismo sin compromiso y sin diálogo con aquél que piensa o es diferente. A veces centrados en cuestiones que tienen que ver con la organización o con la cantidad de los que vienen o no vienen, ¿advierten que la diversidad los desafía hoy a ser diversos? ¿O siguen queriendo uniformar y cerrar su propuesta con rígidos monólogos, sin permitirse entre ustedes mismos la creatividad de la escucha y del diálogo? 

Una buena formación de catequesis propicia el diálogo. Sus reuniones no deben ser espacios de discursos magistrales, sino de intercambio de experiencias, de esa experiencia de vivir en Cristo. San Policarpo de Esmirna —me voy siempre a los primeros tiempos de la Iglesia— escribiendo a los Filipenses les dice: «Manténganse firmes e inquebrantables en la fe amando a los hermanos, queriéndose unos a otros, unidos en la verdad, estando atentos unos al bien de los otros con la dulzura del Señor, no despreciando a nadie. Cuando puedan hacer bien a alguien, no se echen atrás, (…). Sométanse unos a otros y procuren que su conducta entre los gentiles sea buena, así verán con sus propios ojos que se portan honradamente; entonces los podrán alabar y el nombre del Señor no será blasfemado a causa de ustedes. ¡Porque ay de aquel por cuya causa ultrajan el nombre del Señor! (San Policarpo de Esmirna, Carta a los Filipenses, 9,1 -11, 4) 

Los catequistas deben echar mano de su vocación para el diálogo y para la diversidad. Les basta volver la mirada y el corazón hacia Jesús catequista. Él advierte la diversidad de sus Apóstoles y de las mujeres que le acompañaban, la considera y la incluye en su propuesta. Llama la atención y conmueve la originalidad de cada diálogo. Nicodemo, la samaritana, el recaudador de impuestos, los niños, los enfermos, los pecadores, el joven rico… A todos los incluye. Nadie queda afuera del anuncio. Con todos ellos entabla un diálogo único y personal. 

Jesús animaba a los apóstoles a echar las redes mar adentro. Resulta sencillo imaginarlo junto al mar de Tiberíades remedando nudos y asegurando la fortaleza de la red. Que alcance para todos, que todos se beneficien con la pesca compartida. Esta y otras escenas evangélicas, son las que deben inspirar a los catequistas. Se enseña y se construye en red. 

«Son necesarios los tejedores de redes, es decir, gente que dedique tiempo y esfuerzos a abrir espacios comunes de colaboración con otros individuos y entidades… Ser tejedor de redes requiere tesón y esperanza, pues todo diálogo y toda colaboración suponen una dedicación añadida al trajín de cada día; suponen apertura al otro valorando su identidad y estilo, requieren creatividad y tiempo para poner en marcha formas nuevas de trabajo común.» (Cfr. Soberón, Leticia, “No basta ser uno mismo. Perfil del tejedor de redes”, RIIAL, 2002). 

Los catequistas deben ser hombres y mujeres con un fuerte sentido de pertenencia. Aman la comunidad porque en ella han encontrado ellos primero al mismo Jesús vivo y presente entre todos. Al mismo tiempo, saben que una comunidad nunca ha de estar encerrada entre las cuatro paredes de un templo. La comunión que intentan vivir en cada comunidad cristiana es para la misión. «La comunión es misionera y la misión es para la comunión» dice el documento Christi Fideles Laici (ChL 32). Porque el amor se entrega, se abre, se multiplica, se expresa, crece y se hace fecundo. El amor verdadero, el que viene de Dios que es amor, nunca permanece encerrado en un grupito selecto o dividido. El amor verdadero no puede quedarse quieto y se hace misión… No le alcanza la quietud de los que se aman. Se pone en camino, sale a la búsqueda, acompaña, recibe y envía. 

Recurran a las nuevas tecnologías que vienen en su ayuda para hacerlos catequistas tejedores de redes, que no piensan sólo en ellos mismos o en su pequeño grupito, sino que hacen comunidad como «nodos» de una gran red, donde circulan los saberes, las intuiciones, los interrogantes y las reflexiones catequéticas de todos unidos. La propuesta es simple. Hoy hay innumerables comunidades de catequistas que tienen algún espacio virtual: redes sociales, blogs, sitios, … Todos ellos son «portales de verdad y de fe; nuevos espacios para la evangelización.» (Del Mensaje para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, Benedicto XVI, 2013). Se trata sencillamente de entretejer esos espacios en una red virtual que los haga compartir y, al mismo tiempo, los mantenga unidos a muchos otros hermanos catequistas de otras comunidades. 

Habitar el espacio virtual, manteniéndonos abiertos a la riqueza de los otros para poder recibir de ellos y, al mismo tiempo, disponibles a sus necesidades para brindarles lo que cada uno tiene. Los detalles y las precisiones ya los irán pensando juntos. Ahora se trata, simplemente, de renovar un «sí» de cada uno y de todos como comunidad para saber dar y un «sí» humilde para saber recibir. 

Recordemos, antes de terminar, que María, la Madre de Dios, la que pronunció el «sí» que más ha resonado en la Iglesia, es la primera catequista, la anunciadora del misterio. Con su actitud catequística sale, después de haber escuchado la Palabra y de haberla recibido en su corazón a llevar a Cristo en su vientre, que despierta en Isabel la captación del anuncio que surge de quien lleva dentro: Jesús. 

Así es el proceso que cada catequista debe vivir, supone una escucha de la Palabra en el contexto en que esta resuena. La Palabra recibida es proclamada, la Palabra proclamada en el contexto donde viene a iluminar termina por ser celebrada: «Mi alma canta la grandeza del Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador porque ha mirado la humildad de su sierva» (Lc 1,46-48). 

Ella viene al encuentro de cada catequista para llenar sus corazones de este don maravilloso. Quiero invitarlos a renovar ese don descubriendo cómo el Señor les ha llamado personalmente junto a María, a anunciar la Palabra. La vocación catequística, es el llamado personal y comunitario a anunciar la Palabra, la presencia del Espíritu y el don profético que se encierra en este ministerio. 

Alfredo Leonel Guadalupe
Delgado Rangel,
M.C.I.U.

«Los santos Inocentes»... Un pequeño pensamiento para hoy

Hay gente que quisiera que algunos pasajes del Evangelio fueran como una especie de crónica destinada a informar acontecimientos y, si son espectaculares, mejor. Algo así sucede con lo referente a la celebración que dentro de la Navidad el día de hoy se conoce como «La fiesta de los santos Inocentes». La realidad es que, cuando las páginas del Nuevo Testamento se escribieron, Cristo ya había muerto y resucitado y la comunidad cristiana había repensado el Antiguo Testamento en clave cristiana a la luz de las enseñanzas del Señor, comprendiendo que Cristo había realizado lo que antes había sido anunciado por Dios. Por lo menos desde el sigo VI, la Iglesia celebra esta fiesta, venerando, en el tiempo de Navidad, a los santos Inocentes. El evangelista, para presentar a Cristo desde sus primeros días en relación con su misión de «Salvador», echa mano de los llamados «midrash» — (​ en hebreo, מדרש‎ (explicación), término hebreo que designa un método de exégesis de un texto bíblico, dirigido al estudio o investigación)— que le proporcionaba la comunidad acerca de Cristo en relación al Antiguo Testamento. Por eso, en nuestra liturgia no faltan nunca los salmos, parte de este Antiguo Testamento iba dirigiendo la mirada de la primitiva comunidad cristiana al encuentro con Cristo como el Mesías. 

El salmo 123 (124 en la Biblia), nos ofrece hoy, en el contexto de esta fiesta, un salmo de devoción al rey de reyes por cada una de sus intervenciones en la vida del salmista, que reconoce haberse visto beneficiado de su fidelidad y confianza en su salvador al ser librado de cada una de las circunstancias que se le presentaban para lograr establecer una realidad que sorprendería a cada uno de sus enemigos, porque ellos siempre están esperando intimidar a los escogidos de Dios. El autor del salmo asgura que, cuando la confianza del creyente no se encuentra en el hombre, sino en la intervención divina, siempre se le dará una bofetada —muchas veces con guante blanco— al enemigo, no solamente para dejarlo avergonzado, sino para demostrarle que solamente el Padre celestial tiene control supremo de todas las cosas. Yahvé no dejará que los enemigos de sus elegidos descarguen su furor ni que las aguas les lleguen hasta el cuello para demostrar su poder en medio de circunstancias que parecen imposibles de sortear para los hijos de Dios, en las que solo el rey de reyes les puede librar. Así, de esta forma, el relato de los santos Inocentes toma un sentido impresionante. Hay gente que se queda viendo el relato de los santos Inocentes ( Mt 2,13-18), solamente —como ya he dicho— como una crónica amarillista y piensa en miles de niños descabezados. La realidad es que... ¿cuántos niños pudiera haber en poblados tan pequeñitos como aquellos de aquel entonces formados por unas cuantas familias? Así, no es el hecho de la multitud de muertos sino el significado de lo que esto representa para nosotros como discípulos–misioneros de Cristo. San José nos ofrece, en este relato, un testimonio bien claro de respuesta decidida ante la llamada de Dios. En él nos sentimos identificados cuando hemos de tomar decisiones en los momentos difíciles de nuestra vida y desde nuestra fe: «Se levantó, tomó de noche al Niño y a su Madre, y se retiró a Egipto» (Mt 2,14). 

Santa Teresa Benedicta de la Cruz —mejor conocida entre nosotros por su nombre de pila: Edith Stein— quien murió mártir, víctima de los nazis en Aushwitz, escribe sobre este acontecimiento de los santos Inocentes: «No muy lejos del primer mártir [Esteban] se encuentran las “flores martyrum”, las tiernas flores que fueron arrancadas antes que pudieran ofrecerse como víctimas. La piedad popular ha creído siempre que la gracia se adelantó al proceso natural y concedió a los niños inocentes la comprensión de lo que sucedería con ellos para hacerles capaces de entregarse libremente y asegurarse así el premio de los mártires. Sin embargo, ni aún así pueden equipararse al confesor consciente que con heroísmo se compromete en la causa de Cristo. Ellos se asemejan más bien a los corderos que, en su indefensa inocencia, “son llevados al matadero” (Is 53,7; Hch 8,32). De este modo son la imagen de la pobreza más extrema. No poseen más riqueza que su vida. Y ésta también se les quita, sin que ellos opongan resistencia. Ellos rodean el pesebre para indicarnos cuál es la mirra que hemos de ofrecer al Niño Dios: quien quiera pertenecerle totalmente, tiene que entregarse a Él sin reservas y abandonarse a la voluntad divina como esos niños». Este es el sentido que debemos comprender en el relato. La celebración de hoy debe hacernos a nosotros también tomar al Niño con su madre, a este Dios que se nos hace cercano, compañero de camino, reforzando nuestra fe, esperanza y caridad. Y que nos hace salir de noche hacia Egipto, invitándonos a no tener miedo ante nuestra propia vida, que con frecuencia se llena de noches difíciles de iluminar. ¡Bendecido día de los santos Inocentes y este es el último «pequeño pensamiento» largo que envío, en adelante serán solo de 10 renglones! 

P. Alfredo. 

P.D. ¡Inocentes para siempre!... (aquí deben reír). «Un pequeño pensamiento para hoy» seguirá siendo más o menos del mismo tamaño, a veces más largo a veces un poquitito más corto. Mi capacidad de síntesis no es tan buena, como se han dado cuenta y choca con la capacidad de análisis de la realidad. Aprovecho para decirles que aparece en Facebook (Alfredo Delgado Rangel) y en Twitter (@alfredodelgador).

jueves, 27 de diciembre de 2018

«Vio y creyó»... Un pequeño pensamiento para hoy

Ayer, contemplando a Jesús niño en el pesebre, recién nacido, a través del martirio de San Esteban, evocábamos el valor de la Redención y la cruz de Cristo. Hoy la liturgia de la palabra nos invita a meditar en la Resurrección, a través del testimonio de San Juan, Apóstol y evangelista. Y es que celebrar la Navidad no es para quedarnos en el «Jesusito, niñito Dios». La fiesta misma de Navidad no es un infantilismo, sino una cuestión de fe, y sólo la vida de fe nos permitirá interpretar y superar los «signos» materiales del Nacimiento, para acceder al «misterio» que se esconde detrás de este niño recostado en un pesebre. El salmista de hoy (Salmo 96, —97 en la Biblia—), habla de Dios porque no puede imaginarse al mundo sin Dios, noción suficiente para apuntalar un seguimiento comprometido del Salvador cuyo nacimiento no es un sueño, un fruto de la imaginación. San Juan en su primera carta nos dice: «Esta vida se ha hecho visible y nosotros la hemos visto y somos testigos de ella. Les anunciamos esta vida, que es eterna, y estaba con el Padre y se nos ha manifestado a nosotros» (1 Jn,1-4). Esta vida eterna que estaba junto al Padre —esta Palabra de vida— mediante la cual Dios se expresa a sí mismo, de una manera absoluta, perfecta, se manifestó, se hizo visible. 

No es de extrañar que el salmo responsorial de la Misa de hoy nos invite insistentemente: «alégrense, justos, con el Señor... Amanece la luz para el justo y la alegría para los rectos de corazón». Para los que se saben amados y salvados por Dios todo es luz y gozo, alegría del corazón en esta Navidad. Al mirar al recién nacido, nos comprometemos a arrancarnos de nosotros mismos y a ponernos en vanguardia de la lucha para hacer crecer en nosotros al hombre nuevo y construir la nueva humanidad que hoy es buscada inútilmente por muchos caminos equivocados. Nuestra alegría está en el Señor, Él nos anima a despertar en nosotros la esperanza, a no dudar, a estar ciertos, porque él ha puesto ya en nosotros y en el mundo la alegría, la justicia, la paz y el amor universal sin límites. Así, al contemplar al pequeño que en el pesebre está envuelto en pañales, no hemos de pensar sólo en la entrañable escena del Divino Niño que nace adorado por pastores y magos. Ese Niño es el que con su muerte pascual nos conseguirá la salvación y la vida. La Navidad, cuando se profundiza, nos lleva necesariamente hasta la Pascua. 

La fiesta del apóstol y evangelista san Juan, celebrada en este tiempo hermoso de la Navidad, nos hace percatarnos de que estos días no se trata sólo de cantar villancicos, ver los adornos de luces e intercambiar regalos, degustar las tradicionales comidas de estos días y gozar de la peña familiar o con amigos. Que todo eso estará bien para quienes se toman en serio su fe de cristianos, si corre parejo con una actitud de un compromiso serio con el Señor, para llevar su Palabra a quienes no la han escuchado o recibido, para testimoniar su amor entre los humildes, los pobres y los sencillos. Todo como lo hicieron los apóstoles. En esta Navidad, la figura ejemplar de Juan el evangelista es un llamado a nuestra responsabilidad de cristianos. Por eso insisto en que no basta cantar y gozarse ante el pesebre; en que no se trata sólo de contemplar la belleza y la ternura de la Navidad, cuando el Hijo de Dios reposa dormido y confiado recostado en el pesebre o en el regazo de su joven madre, la virgen María. Hemos de convertirnos en heraldos, por la vida y por la palabra, del Verbo de Dios hecho ser humano, cuyo nacimiento celebramos en ocho días de fiesta —la octava de Navidad— como si fuera un solo día. Ser «discípulo amado de Jesús» como Juan, es ser experto en el tema de la Navidad. Sabremos descubrir los signos de Jesús resucitado e interpretar los rumores de la Resurrección si vivimos bien la Navidad. Así, como narra hoy el Evangelio (Jn 20,2-9), donde los demás ven contraindicaciones, nosotros veremos síntomas, huellas, signos. Donde otros veían un robo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto», el discípulo amado «vio y creyó» como hacemos nosotros al contemplar a Jesús niño: «vemos y creemos». ¡Bendecido jueves contemplando a Jesús en la Eucaristía! 

Padre Alfredo.

miércoles, 26 de diciembre de 2018

«Como un Dios escondido»... Un pequeño pensamiento para hoy

En el camino de la fe, desde su inicio hasta las cumbres de la mística, Dios se percibe como un Dios escondido, a quien no podemos poseer pero en quien podemos esperar y confiar. Los salmistas del Antiguo Testamento, tenían pleno conocimiento de esto: «En tus manos encomiendo mi espíritu y tú, mi Dios leal me librarás» apunta hoy el salmo 30 (31 en la Biblia). Dios se revela a través de su misericordia y la palabra lo manifiesta de una forma muy especial en el silencio que lo oculta. Dios se revela necesariamente ocultándose, como se oculta tras la apariencia de un pequeño Niño–Dios recostado en un pesebre. La presencia de Dios puede ser percibida y acogida como ausencia. Por eso experimentar a Dios como ausente es una forma de relacionarse con él. Sentirlo como «carencia», como «vacío», es ya entrar en relación con él. No necesitamos una voz divina que nos ensordezca, sino afinar la sensibilidad espiritual para percibir la misericordia de Dios donde parece no estar y escucharlo en el silencio, como lo escuchó Esteban en su martirio. Ayer fuimos testigos, en la silenciosa aurora de un nuevo día, el nacimiento del Salvador, Cristo, el Mesías esperados desde hacía siglos. Hoy vamos a presenciar el nacimiento del martirio cristiano. 

Celebramos el martirio de Esteban porque este Niño que nace es aquel que, por fidelidad al camino de Dios, llegará hasta la cruz; y como él, sus seguidores serán llamados a ser testigos —«mártires»— de la Buena Nueva con la totalidad del testimonio de su vida como discípulos–misioneros de Cristo. Este martirio, no obstante lo cruento, lo celebramos como una fiesta gozosa. Es que, desde la perspectiva de la Navidad, la muerte de Esteban es su nuevo nacimiento, es la participación de la Pascua de Jesús. Recordamos hoy quién fue Esteban y por qué lo lapidaron: él es el hombre abierto que comprende que la Buena Noticia de la fe cristiana significa apertura a todo el mundo, rompiendo el círculo de normas y leyes del judaísmo. Y eso, los fundamentalistas de su tiempo no se lo podían tolerar. Y Esteban destaca porque personalmente creía y vivía totalmente el mensaje de Jesús: él, como Jesús, hace aquello tan difícil de amar a los enemigos con la fuerza de la oración, porque la oración nos hace pedir lo que nosotros no sabríamos pedir sin que Cristo se hubiera encarnado y nacido entre nosotros. «Esteban lleno de Espíritu Santo, fijó la mirada en el cielo, vio la gloria de Dios» (Hch 6,8-10, 7,54-60). ¡Qué hermoso día para pedir en la oración esa «mirada interior» que nos ayude a ver lo invisible!: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado». Esta es la novedad del Evangelio, capaz de suscitar una pregunta, pues hace al hombre capaz de orar y amar a quien le destruye. 

Jesús había anunciado las dificultades de la misión que confiaba a sus discípulos. Todo aquel que proclama el Reino de Dios debe estar dispuesto a afrontar la oposición, la contestación. Jesús decía a sus discípulos: «No se fíen de estos hombres. Pues los delatarán a los tribunales y los azotarán... y por mi causa serán conducidos ante los gobernadores y los reyes...» Cuando Sam Mateo escribe esto, que escuchamos hoy en el Evangelio, la persecución era el lote cotidiano de los cristianos, en la Iglesia primitiva. ¡Qué misterios de Dios! ¿Por qué el mundo rehúsa constantemente a Dios? ¿Por qué el mundo rehúsa a los que hablan de Dios y de su misericordia? ¿Por qué los hombres persiguen a los que no desean otra cosa sino comunicarles una buena noticia con el anuncio el Evangelio? El discípulo–misionero de Jesús sólo tiene por tarea hacer el bien y decir cosas buenas. Y sin embargo, suscita la oposición. El caso es que Dios aparece siempre, desde el exterior, como un intruso, alguien para quien en la mayoría de los corazones no hay posada. Aparece como alguien que viene para ocupar todo el espacio, como un inoportuno a pesar que solo está recostado en un olvidado pesebre. El egoísmo del hombre, su deseo de independencia son la causa del rechazo. Se rechaza al amor. Es el rechazo a dejarse tomar por Dios. Rechazo a someterse a Dios. Cuando Dios verdaderamente «reina», como en el corazón inmaculado de María su Madre, que no se lo deja sólo para sí, sino que lo recuesta en el pesebre para que sea de todos, se acaban entonces las pretensiones orgullosas del hombre. No es la ocasión de desarrollar este tema de tono pascual. Simplemente, en silencio, contemplemos el valor del martirio, del testimonio que queremos acerca de este Jesucristo que ahora nos mira simplemente desde el pesebre con sus ojitos bien abiertos... ¡Bendecido miércoles y yo muy de mañana en la inolvidable Sala B del caótico aeropuerto de CDMX esperando mi vuelo a Monterrey! 

Padre Alfredo.

martes, 25 de diciembre de 2018

«En el día de la Navidad»... Un pequeño pensamiento para hoy

«Toda la tierra ha visto al Salvador» canta hoy la Iglesia en el salmo responsorial acompañando algunos versículos del salmo 97 (98 en la Biblia). Con la mirada puesta en Cristo, la Iglesia se llena de acción de gracias invitando a reconocer al Señor Jesús como Mesías e invitando a alabar al Señor con todos los medios: la voz humana, los instrumentos de cuerda y de viento. Toda la tierra proclama a Dios como «Señor de señores y Rey de reyes» y canta las maravillas que nos ha traído en su Hijo Jesús que seguramente cantó este salmo a boca llena para alabar a su Padre celestial por sus maravillas, obradas con el pueblo escogido y con su propio Hijo. Al arribar a la Navidad, nosotros igualmente celebramos las hazañas de Jesús a favor de su pueblo: «La tierra entera ha contemplado la victoria de nuestro Dios». El salmista empieza con energía y gozo su alabanza que nos hace ir en pleno a la escena de la Navidad contemplando esta maravillosa escena. Hemos de acercarnos al pesebre y cantar a Dios por las maravillas que ha hecho. Ante los ojos de todas las naciones, se manifiesta la maravilla más grande que el Señor ha hecho al enviarnos a su Hijo nacido para nuestra salvación. Dios quiere que todas las naciones le conozcan y le amen. El salmista da a su alabanza un tinte misionero como el que debemos tener todos los que ya conocemos al Señor y hemos sido objeto de su amor. 

Todo el clamor del escritor sagrado inspirado por el mismo Dios y dirigido a Yahvé como Rey, aumenta de tono con el agregado de los instrumentos musicales a la voz que lo reconoce por sobre toda la tierra. El arpa y los clarines que se utilizaban ordinariamente en el templo para el culto (1 Cro 16,5; 2 Cro 5,12; Esd 3,10-13). El Señor es el Rey y merece la honra y gloria como Rey de todo lo creado. La Iglesia utiliza hoy, en el día de la Navidad, este salmo, para manifestar su adoración a Jesús Niño como Rey del universo entero. Adora a Cristo porque es su Rey ahora y adora a Cristo que nace cada día y que reinará para siempre en el corazón de cada hombre. Sí, Navidad es también nuestro nuevo nacimiento y por eso canta la Iglesia las maravillas del Señor. Leyendo detenidamente el salmo uno se da cuenta de que la Navidad habla abiertamente de Dios Padre, de fraternidad universal, de una dignidad de la persona superior a toda ley, del hombre libre en la justicia y el amor, de la paz sin ningún límite, de una vida inmortal que llega mucho más allá de la muerte. Hoy, día de Navidad, al contemplar al «Divino Niño», portador de las maravillas del Padre de las Misericordias, uno se queda con una fiesta muy especial en el corazón que quiere hacer a un lado tantas cosas como el perder el tiempo en tonterías o en aferrarse a falsas seguridades, porque, como dice Augusto Cury en su libro «El sentido de la vida»: «Nunca alguien tan grande se hizo tan pequeño para volver grandes a los pequeños». 

Sí, por eso hay fiesta en el corazón. Él viene hoy para hacernos grandes, Él ha venido para hacer crecer en nosotros al hombre nuevo y construir la nueva humanidad que hoy es buscada inútilmente por caminos extraviados que no llevan al hombre a Belén, a pesar de las aparentes maravillas de la tecnología moderna que no ha sido capaz de inventar un GPS que oriente al hombre para llegar a la sencillez del Nacimiento, a la sencillez del «Pasito» como lo llaman en mi querida Costa Rica. El «Divino Niño» nos anima a despertar en nosotros la esperanza, a no dudar, a estar ciertos, porque Él ha puesto ya en nosotros y en todos los pueblos y naciones que han de adorarle, la fuerza de la autentica libertad, de la justicia, de la paz, del amor universal sin límites que leyendo el prólogo de San Juan en el Evangelio (Jn 1,1-18) brota como algo maravilloso aunque el hombre no haya sabido que hacer con ese amor. ¡Corramos al pesebre a ver a María y su fiesta en el corazón al recostar a su Hijo en el pesebre y darlo a la humanidad, vayamos con José y descubramos que su silencio ante el pequeño niño es gozo y alegría! Encontremos nosotros también allí a Cristo y saludemos la Navidad como el nuevo nacimiento de la humanidad con todos los que, aún sin conocer todavía a Cristo, trabajan por la libertad, por la paz, por la justicia; construyamos el futuro del hombre, seguros de que la última palabra de la historia le pertenece a Dios y a los que lo buscan y quieren seguirle, amarle y hacerle amar del mundo entero. «Cantemos al Señor un canto nuevo, pues ha hecho maravillas»... y ¡feliz, muy feliz Navidad! 

Padre Alfredo.

lunes, 24 de diciembre de 2018

«PROCLAMARÉ SIN CESAR LA MISERICORDIA DEL SEÑOR»... Un pequeño pensamiento para hoy


El hombre y la mujer de fe saben que Dios está en el centro de la vida. Él es quien ha tomado la iniciativa de toda esa aventura de existir. Se ha acercado, ha visitado a la humanidad con su infinita misericordia. Es lo que hoy, en la víspera de la Navidad el escritor sagrado canta con este salmo mesiánico (88 —89 en la Biblia—) que es, un salmo que canta en su primera parte el amor, la misericordia y la fidelidad del Señor como Creador, anotando de paso la elección davídica en una glosa en una segunda parte, del oráculo del profeta Natán, que aparece en la primera lectura de hoy (2 Sam 7,15.8-12.14.16) y que es el punto de arranque de todo el mesianismo regio; finalmente en la última parte, se presenta la lamentación nacional ante el desastre que cuestiona el amor y la fidelidad de Yahvé, en el aparente incumplimiento, o el cumplimiento raquítico de las promesas divinas a la monarquía. El leit-motif del salmista en el fragmento que hoy tenemos en la liturgia de la palabra es el amor, la misericordia y la fidelidad del Señor, que son, tan inmutables como lo es Él mismo. El salmo nos hace cantar nuestro agradecimiento a la fidelidad de Dios: «Proclamaré sin cesar la misericordia del Señor». Y recuerda expresamente: «Un juramento hice a David, mi servidor, una alianza pacté con mi elegido: “consolidaré tu dinastía par siempre y afianzaré tu trono eternamente”». 

Este salmo va a tener, como en todas las composiciones mesiánicas, su pleno cumplimiento en Jesús, a quien ya esperamos con ansia a unas cuantas horas de celebrar la Navidad de este 2018. Él es el Cristo, el Ungido del Señor, como lo atestiguan numerosos pasajes del Nuevo testamento, así como el título de «Hijo de David» para invocarle. La vida de Jesús se vio también sometida a la dura prueba del incumplimiento de las promesas y del aparente incumplimiento de sus promesas. Pero la resurrección de quien esta noche contemplaremos como un niño pequeño a quien su Madre Santísima recostará envuelto en pañales, vendrá a dar una contestación a este escándalo y a glorificar para siempre al Ungido, demostrando así su misericordia, su amor y su fidelidad inquebrantable a toda la humanidad. No todos llegamos a la Navidad en la misma condición de fiesta, hay quienes arriban al portalito de Belén en medio de pruebas que ponen en crisis la comprensión de la misericordia, el amor y la fidelidad divinas que se han de manifestar en la oscuridad de la noche, en una joven pareja y en un pequeñito que será recostado en un pesebre. Allí se fundirá nuestra miseria con l infinita misericordia de Dios que eternamente cantará la humanidad. La beata María Inés dirá: «Cuando la Misericordia y la miseria se encuentran y se comprenden y se funden, ya no queda mas que la Misericordia». (Lira del Corazón, Segunda Parte, Cap. III). Walter Kasper, en uno de los libros preferidos del Papa Francisco escribe: «En la misericordia revela Dios su amor; la misericordia es, por así decir, el espejo de la esencia divina». (Walter Kasper, La Misericordia) y la veremos esta noche hecha carne en Cristo. 

Hoy el evangelista nos presenta el cántico del Benedictus (Lc 1,67-79), que probablemente era también de la comunidad, pero que san Lucas pone en labios de Zacarías, el que nos ayuda a comprender el sentido que tiene la venida del Mesías. Los nombres de la familia del Precursor son todo un programa: Isabel significa «Dios juró», Zacarías, «Dios se ha acordado», y Juan, «Dios hace misericordia». En el Benedictus cantamos que todo lo anunciado por los profetas se ha cumplido «en la casa de David, su siervo», con la llegada de Jesús. Que Dios, acordándose de sus promesas y su alianza, «ha visitado y redimido a su pueblo», nos libera de nuestros enemigos y de todo temor, y que por su entrañable misericordia «nos visitará el sol que nace de lo alto». Cada día, en la «Liturgia de las Horas» rezamos este cántico en la oración matutina de Laudes, y ciertamente con coherencia, recordando «el sol que nace de lo alto», que para nosotros es Cristo Jesús, el Salvador que quiere iluminar a todos los que caminamos en la tiniebla o en la penumbra, y comprometiéndonos a servirle «en santidad y justicia en su presencia todos nuestros días», y «guiar nuestros pasos en el camino de la paz» a lo largo de la jornada. Hoy, cantando eternamente la misericordia del Señor con el salmista, en esta víspera de la Navidad, tras la preparación de las cuatro semanas de Adviento, este himno nos llena particularmente de alegría, pregustando ya la celebración del nacimiento del Señor esta próxima noche. ¡Feliz y bendecida Navidad para todos! 

Padre Alfredo. 

P.D. Permítanme que hoy transcriba entero el cántico del Benedictus. Yo creo que independientemente de los Laudes, podemos tomarnos un tiempo para leerlo con calma y convertirlo en oración preparatoria para la fiesta de esta noche: 

«Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo, suscitándonos una fuerza de salvación en la casa de David, su siervo, según lo había predicho desde antiguo por boca de sus santos profetas. Es la salvación que nos libra de nuestros enemigos y de la mano de todos los que nos odian; ha realizado así la misericordia que tuvo con nuestros padres, recordando su santa alianza y el juramento que juró a nuestro padre Abraham. Para concedernos que, libres de temor, arrancados de la mano de los enemigos, le sirvamos con santidad y justicia, en su presencia, todos nuestros días. Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación, el perdón de sus pecados. Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tiniebla y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz.»

domingo, 23 de diciembre de 2018

«Como el imán que atrae al hierro»... Un pequeño pensamiento para hoy

Estamos llegando ya al final del tiempo del Adviento, este es el cuarto domingo. Durante este tiempo hemos ido encendiendo nuestra «Corona de Adviento» que hoy llega a la última semana preparando la venida del Señor a nuestras vidas y en esta semana se atravesará ya, la anhelada noche del 24, pues poco margen tenemos, en este año, entre el IV Domingo de Adviento y la Navidad. Aunque esta cercanía de las fechas navideñas nos apremie a ir culminando todos los preparativos de las fiestas, no hemos de olvidar que todavía estamos en Adviento, en espera del «Pastor eterno de las almas» que venga a apacentar nuestras almas. ¡Qué gran pórtico de Navidad nos prepara el salmista hoy (salmo 79 —80 en la Biblia—) al traer a nuestras mentes la figura del pastor de Israel rodeado de querubines que vendrá a salvarnos! El autor del salmo pide a Dios que nos mire y venga a salvarnos. Es la única vez en la Biblia que se le reconoce a Dios con el apelativo de «pastor de Israel». En Israel, al igual que en otros lugares del antiguo «Cercano Oriente», el título de «pastor» se utilizaba, no solamente para designar a una persona que cuidaba ovejas, sino también a los líderes políticos y religiosos del pueblo 

Siendo que la llegada de malos líderes que más bien se han servido de las ovejas (Jer 10,21; Ez 34) el salmista hoy anhela la llegada del verdadero «Pastor de Israel» que venga a salvar al pueblo, así como lo hizo en los días en que sacó a Israel de Egipto y guió a sus ovejas a través del desierto hacia los verdes prados y junto a las tranquilas aguas en la tierra en la que fluyeron la leche y la miel. El salmista implora al «Pastor de Israel» pidiendo que escuche la plegaria de sus ovejas, porque él es el único que puede venir a guiar a guiar al pueblo de José «como a un rebaño» y contempla a ese que ha de venir reinando «entre querubines». Tal vez el autor imagina el arca de la alianza con las imágenes de los querubines que tenía a los cuatro costados y al Salvador acompañando a su pueblo desde allí, como hoy, el Salvador anhelado nos acompaña desde el Sagrario. Este es entonces un excelente domingo para hacer una visita especial al Sagrario y agradecer que viene a salvarnos, a la vez que, contemplándolo allí, pedimos que ya llegue por segunda vez a darnos la plenitud de la gracia. Y podemos acudir al Sagrario con María, que este domingo aparece como la mujer del Adviento que también, como el salmista, espera con ansias la llegada del Salvador que lleva en su seno y se encamina «presurosa» a llevarlo a Isabel y su casa (Lc 1,29-45). Con ella y junto al Sagrario, podemos dar los últimos pasos para preparar, nosotros también, la venida del Redentor. 

En Adviento el Sagrario puede ser como el imán que nos atrae a anhelar más y más esa presencia del «Pastor» en nuestras vidas. El Sagrario es el imán, nosotros el hierro que se siente atraído a él. San Francisco de Sales decía: «cuando un alma no es atraída por el imán de Dios se debe a tres causas: o porque ese hierro está muy lejos; o porque se interpone entre el imán y el hierro un objeto duro, por ejemplo una piedra, que impide la atracción; o porque ese pedazo de hierro está lleno de grasa que también impide la atracción». Estamos en las últimas horas del Adviento, es la preciosa oportunidad de limpiar el hierro de nuestros corazones y acercarnos al Señor. Que nos apuremos estas últimas horas, que preparemos, por supuesto, el encuentro familiar del 24 o 25: la mesa, los dulces, el calor, el nacimiento y el árbol. Pero que, entre todo ello, no olvidemos lo más importante, el imán del Sagrario que nos atraiga a Jesús Eucaristía. Dios para nacer, necesita de un corazón bien dispuesto y enamorado de la Eucaristía, la Víctima, la Hostia Santa que nos trae la salvación. Que cuando llegue en las próximas horas encuentre también que del Sagrario hemos llevado su fuerza, su gracia, su amor con María a nuestras casas. Que los villancicos, los aguinaldos, las piñatas, sean un distintivo musical y festivo de estas jornadas, que además de familiares, son días de fe. En definitiva, ya que Dios, sale a nuestro encuentro en un Niño que es el «Pastor eterno de las almas» y se mueve en los fondos de Santa María, que salgamos también nosotros alegres, llenos de fe, preparados con la oración ante el Sagrario, convertidos y dispuestos a que tengamos una navidad santa y cristiana. ¡Bendecido domingo con una visita especial a Jesús en el Sagrario! 

Padre Alfredo.

sábado, 22 de diciembre de 2018

«María, la Virgen del silencio»... Un pequeño pensamiento para hoy

En el camino de la fe de toda persona, desde su inicio, hasta las cumbres de la mística, Dios se percibe como un Dios escondido a quien no podemos poseer pero en quien podemos esperar y confiar porque se hace encontradizo. Dios se revela al hombre a través de la palabra que lo manifiesta y del silencio que lo oculta, ese silencio que siempre alegra el corazón y lo hace sentirse amado, fuerte y seguro. Es lo que el salmo responsorial de hoy nos recuerda en un trozo entresacado del capítulo 2 del primer libro de Samuel. El contexto de esto es el hecho de que Ana se regocijó en el hecho de que Dios, actuando así, silenciosamente y de forma escondida, le había dado un hijo: Samuel, cuyo nombre significa «escuchado por Dios», porque Ana lo obtuvo por medio de la oración silenciosa al Señor. Ella resultó victoriosa sobre los que se burlaban de su condición por ser estéril, y se alegró en su salvación. La presencia de Dios puede ser percibida y acogida así después del silencio que se hace en el corazón para orar a él sin distracción alguna. A Dios hay que percibirlo como una «caricia silenciosa», para entrar en relación con él en la oración. No necesitamos una voz divina que nos ensordezca, sino afinar la sensibilidad espiritual para avizorar a Dios donde parece no estar y escucharlo en el silencio del corazón en una alegría íntima que nadie puede arrebatar. 

Estamos en Adviento, un tiempo privilegiado de oración en donde esperamos que la bondad y la providencia de Dios se revelan totalmente en el silencio. Y, a ese silencio, al silencio de Dios, corresponde el silencio expectante del hombre y puede ser signo de desconcierto, porque no sabemos ni el día ni la hora en que vendrá de nuevo el Señor, es algo que tiene callado, pero ciertamente vendrá para alegrar el corazón. El silencio de Dios, no a pesar, sino precisamente por su complejidad y ambivalencia, se convierte entonces en un espacio de crecimiento espiritual en donde se juega la libertad y la dignidad del hombre que vive de frente ante el misterio de la Navidad y de la Parusía. Este silencio es el de María, que se desborda solamente en la intimidad de la casa solariega de Isabel a la llegada de su visita en que exclama, y en unas cuantas palabras, todo lo que está guardado en el corazón por la grandeza que el Señor ha hecho al haberla llamado a ser la Madre de Dios (Lc 1,46-56). María, nuestra Madre, en realidad recurrió poco a la palabra. Ella vivía la alegría en el corazón y, realmente —sin ser de Monterrey— ¡cuántas palabras se ahorró! Pero, cuánto escuchó al Señor en su corazón y cuánto dejó dicho sin palabras. Cuánto dejó escrito con su vida. Cuánto testificó con sus obras. 

María, la Virgen del Silencio, nos enseña a vivir en estos últimos días del Adviento un silencio fecundo y humilde, cuajado de obras y realizaciones que queremos ofrendar al pequeño Niño cuando nazca en Belén y que queremos que encuentre en obras fecundas cuando regrese por segunda vez. Las parcas y profundas palabras del Magníficat que hoy escuchamos, nos aleccionan magistralmente en el difícil arte de decir poco, hacer mucho y orar desde el corazón guardando allí, en primer lugar, lo que es para Dios. Sí, en los umbrales de la Navidad, mientras José y María buscan posada, pienso en el silencio de esta mujer sorprendente que calló para que hablaran las obras del Creador, y para que hablase Dios mismo en ella y en los demás. Su silencio estaba hecho de oración y acción. Un silencio lleno, no vació ni hueco. Un silencio colmado de Dios, de sus palabras, de sus maravillas. María «guardaba todas las cosas meditándolas en su corazón» afirma el evangelista (Lc 1,52). Porque sólo en silencio se pueden comprender las palabras de Dios y «sus cosas». Me quedo pensando: ¡Si yo fuera capaz de lograr más silencios en mi vida, más abierto estaría a la voluntad del Padre y mejor sacerdote sería! Sí, seguro que sí. ¡Me encomiendo y un feliz sábado de la mano de María! 

Padre Alfredo.

viernes, 21 de diciembre de 2018

«Los proyectos de Dios duran para siempre»... Un pequeño pensamiento para hoy



Dice el salmo 32 (33 en la Biblia): «Los proyectos de Dios duran para siempre...» ¡Qué sublime es ver estos proyectos plasmados en una vocación que se entrega y dura para siempre! Ayer pasé buena parte de la tarde en «La Casa del Tesoro», esa hermosa comunidad de la que ya he hablado en ocasiones anteriores y que está conformada por un nutrido grupo de religiosas Misioneras Clarisas enfermas y ancianas en esta bella ciudad de Guadalajara que desde ayer y hasta mañana me acoge. Cada una de las hermanas, más de 50 a las que pude saludar de una por una, me muestra, cada vez que tengo la dicha de estar con ellas, eso que el salmista canta hoy acompañado del son del arpa: «Los proyectos de Dios duran para siempre». La vocación es un llamado que definitivamente no es para una entrega temporal, es un llamado que el Dios–Hombre que esperamos en estos días previos a la Navidad, hace a un alma para que le siga para siempre. La vida consagrada de estas mujeres, algunas de las cuales las conozco desde pequeño, revela la íntima naturaleza de cada vocación cristiana a la santidad y la tensión de toda la Iglesia-Esposa hacia ese Cristo, «su único Esposo» a quien esperamos en estos días de Adviento. La profesión de los consejos evangélicos está íntimamente conectada con el misterio de la espera de Cristo. El testimonio de las almas consagradas, viviendo los votos de castidad, pobreza y obediencia como valor absoluto y escatológico, nos ayudan a entender la austeridad de este tiempo del Adviento que se entrelaza con la alegría de saber que el Señor está cerca. 

La vocación de cada una de estas hermanas —muchas de ellas con más de 40 o 50 años de vida consagrada— es un don precioso y necesario no solo a nuestra familia misionera, sino a la Iglesia y al mundo; mujeres que atestiguan hoy, acompañadas del dolor y del peso de los años el seguimiento del proyecto absoluto de Dios y el servicio a la humanidad en la entrega de su oración y de su oblación en los pequeños y grandes sacrificios que la enfermedad acarrea. En cada una de estas mujeres llenas de Dios, estalla la vida que viene a traer el Mesías esperado. Es él quien, poseído y poseedor a la vez, atrae ahora y mueve a vivir la vocación. Sofonías, en la primera lectura de hoy, nos recuerda el motivo claro de la perseverancia de estas maravillosas mujeres: Dios está cerca: «el Señor tu Dios, en medio de ti, es un guerrero que salva». Dios sigue amando a su pueblo: «él se goza y se complace en ti, te ama y se alegra con júbilo como en día de fiesta». La vida que no está animada por un amor, por una ilusión, por una pasión, corre el peligro de resecarse y hacerse extraña. 

El salmo 32 me hace valorar los sentimientos de júbilo de estas hermanitas que siguen «al pie del cañón» a pesar de los cientos y miles de adversidades que se puedan ver y que a algunas ya las tienes postradas en cama, sujetas a una silla de ruedas, ayudadas para caminar por una andadera o apoyadas en un bastón. A la luz del valioso e impresionante testimonio de fidelidad de mis hermanas de «La Casa del Tesoro», resuena en mi ama cada palabra de este salmo que parece escrito, no solo para ellas, sino para que todos lo recemos en los últimos días del Adviento: «En el Señor está nuestra esperanza, pues él es nuestra ayuda y nuestro amparo y en él hemos confiado». Son actitudes que nos preparan a una Navidad vivida desde dentro. Los que, como ellas, tienen espíritu de pobre, no se envanecen al verse favorecidos por Dios con la salud o con cualidades de belleza exterior; al contrario, de inmediato se vuelven sencillos y reconocen dentro de cualquier condición de vida la acción de Dios. María, movida por la solidaridad, viaja en el Evangelio de hoy (Lc 1, 39-45) a toda prisa por los montes para acompañar a su prima anciana que está en avanzada gravidez. ¡Qué le impide a aquella mujer joven, si lo que iba era a comunicar era el gozo de que Dios naciera para el mundo! María va a ver a su prima porque no cabe de gozo y porque ella lo necesita, como nuestras hermanas ancianas y enfermas necesitan de quien les atienda. Al contemplar hoy a la Virgen María en esta actitud, renuevo mi andar en el Adviento y me lleno de gratitud al Señor por el testimonio de alegría de mis hermanas que comunican, desde su condición, un poco de esperanza para este pobre padrecito y para que el mundo se caliente y sonría. ¡Bendecido viernes! 

Padre Alfredo.