Oseas, el profeta con el que hemos convivido desde el día de ayer en la primera lectura, opone —en el fragmento que hoy la liturgia nos presenta— el amor de Dios a las celebraciones de culto realizadas sin amor (Os 6,1-6). El profeta nos invita a un conocimiento amoroso de Dios, porque, como suponemos, no puede haber «amor» sin «conocimiento». Si conocemos mejor al otro, seremos capaces de amarle más y mejor. esta es la lógica del amor. En cada Misa en la que participamos, así como en otras celebraciones litúrgicas, vamos conociendo más al Señor en la escucha de su Palabra y recibiéndolo en la Sagrada Comunión con fe; pero, si ese conocimiento fuera una percepción fría de él y su mensaje de salvación, en realidad se crearía una relación muy débil, porque faltaría el amor, que es el que establece lazos profundos. ¡Cuánta gente asiste a Misa y sale sin haber encontrado a Dios... sin haberle conocido y amado más!
El Evangelio de hoy nos habla de dos hombres que subieron al templo a orar (Lc 18,9-14). Sin duda, es en la oración también en donde se va conociendo a Dios. Uno de los hombres era fariseo y el otro publicano. Al orar, el fariseo se hace el centro, y Dios sólo está allí para reconocer su rectitud: «de pie, oraba en su interior de esta manera: ¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano» (Lc 18,11). Por su parte, el publicano se da cuenta de su indignidad y conversa con Dios que le ama y a quien él ama: «no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador! (Lc 18,13). Cada vez que participamos en Misa nos acercamos al Señor, desde nuestra condición de pecadores, anhelando un «conocimiento amoroso» de su ser divino (CEC 429): «Señor, no soy digno...» decimos siempre antes de comulgar, pero Dios ama nuestra indignidad, nuestras miserias. Decía el siervo de Dios Luis María Martínez que eso es lo que le ha atraído al Señor porque es lo único que él no tiene: miseria. Es preciso entonces que en cada celebración nos acerquemos a Él como el publicano y queriendo poner, como decía la beata María Inés Teresa: «mi miseria al servicio de su misericordia».
San Gregorio Magno, comentando este pasaje, nos invita a tener cuidado de establecer un verdadero «conocimiento amoroso» del Señor, porque al hablar del fariseo, dice que «dejó un espacio abierto y expuesto al enemigo» cuando a su oración, que iba bien, añade: «porque no soy como el resto de los hombres... ni como ese publicano» (Lc 18,11). ¡Qué estragos tan grandes pueden hacer en nosotros la vanidad y la soberbia! Dejan una rendija por donde puede entrar el enemigo, aunque la persona se sienta muy fortalecida por el ayuno, la oración y la limosna, prácticas comunes en nuestro camino cuaresmal hacia la Pascua. Todas las precauciones son inútiles cuando por falta de amor queda una hendidura por dónde pueda entrar el pingo... El fariseo había vencido la gula por la abstinencia; había dominado la avaricia por su compartir en la limosna... pero faltaba un conocimiento amoroso del Señor que se puede alcanzar en una oración hecha desde el reconocimiento de la propia miseria. Por esto, no basta con cumplir estoicamente con las prácticas cuaresmales, sino que hay que vigilar el cómo nos presentamos ante el Señor. Porque si es desde una fuente de vanidades o de orgullo en nuestro corazón, nuestros esfuerzos cuaresmales quedarán llenos de vanagloria y no servirán para nuestra conversión. La conversión —como nos recuerdan Oseas y Nuestro Señor— no consiste en ritos exteriores, sino en actitudes interiores: «misericordia quiero y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos» (Os 6,6). Que María Santísima, a quien hoy como todos los sábados recordamos de una manera especial, nos ayude, de forma que nuestra conversión cuaresmal sea interior, seria, sincera y duradera, establecida en el conocimiento amoroso de Cristo y a través de Él y con Él para dar también gloria al Padre y al Espíritu Santo. ¡Te deseo un sábado lleno de bendiciones y un fin de semana de un auténtico descanso!
Padre Alfredo.
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