sábado, 24 de marzo de 2018

«Reunir a los hijos de Dios dispersos»... Un pequeño pensamiento para hoy


Hoy es el último día de la cuaresma; ya mañana domingo tenemos otro tiempo, otra experiencia, iniciaremos la Semana Santa. Esta cuaresma debió dejarnos convertidos, transformados, o al menos con unas ganas grandes de escuchar la Palabra de Dios y actuar en consecuencia, como Jesús. Hemos hecho un caminar desde el Miércoles de Ceniza que nos ha dejado un trabajo, una misión, un compromiso que se irá haciendo realidad en la Pascua con la vivencia de las pequeñas cosas de cada día y el tinte especial que seguramente el proceso de conversión ha dejado. En la primera lectura de este día, Ezequiel cumple su papel de profeta anunciando un cúmulo de cosas que interesaban sobremanera al pueblo de Israel, y que nos interesan ahora también a nosotros porque de repente como que se ve una realidad semejante: Las idolatrías, los crímenes y las infidelidades de Israel son un hecho innegable. Y, a razón de esos errores, han sobrevenido muchos males, como el destierro. Pero en el plan de Dios ese destierro no es el final del camino: Dios sigue siendo fiel, compasivo y misericordioso, y, tras la destrucción del templo y de la comunidad, volverá a amanecer nuevamente la obra de su mano poderosa, el retorno, la unidad y la paz con una alianza de amor que se restablecerá con caracteres indelebles. Ya no hará nuevos fracasos: Israel será el pueblo de Dios, y Yahvé será su Dios (Ez 37,21-28).

El profeta Ezequiel asegura no solo el retorno de Israel a su tierra, sino también su purificación. Los miembros del pueblo elegido se congregarán bajo el cayado de un nuevo David, que reinará para siempre, luego de pactar una alianza eterna. Todo ello, bien sabemos, se realiza en Cristo, presencia de Dios en su pueblo, su fiel amor al Padre, hasta la muerte, conseguirá reunir, unificar a los hijos dispersos (Jn 11,45-56). Todo es nuevo y eterno en el Señor Jesús, lo que muestra su trascendencia mesiánica. Los judíos no lo ven simple y sencillamente porque no lo quieren ver. De momento tampoco lo ven con claridad los Apóstoles. Lo verán más tarde. San Teófilo de Antioquía dice: «Dios se deja ver de los que son capaces de verle, porque tienen abiertos los ojos de la mente. Porque todos tienen ojos, pero algunos los tienes bañados de tinieblas y no pueden ver la luz del sol» (Libro I, 2,7). El texto del Evangelio de san Juan que la liturgia del día de hoy nos ofrece, resulta sobrecogedor. «Los grandes» del pueblo están realmente espantados ante las acciones de Jesús. No le acusan de nada malo: simplemente reconocen que «hace muchos milagros» y su mayor miedo es que «el pueblo crea en él». Esta posibilidad, que podría implicar el derrumbe de su propia posición de privilegio en la sociedad, les espanta. Y, sin más deciden darle muerte. 

Las palabras negativas de Caifás que hoy leemos en el Evangelio: «conviene que un solo hombre muera por el pueblo y no que toda la nación perezca» (Jn 11,50), Jesús las asumirá positivamente en la redención obrada por nosotros. Cristo, el Hijo Unigénito de Dios, ¡en la Cruz muere por amor a todos! Muere para hacer realidad el plan del Padre, es decir, «congregar en la unidad a los hijos de Dios, que estaban dispersos» (Jn 11,52). Sucede que muchas veces los discípulos–misioneros de Cristo llevamos una cruz sobre el pecho, en la muñeca, como arete o por lo menos en un llavero; pero tan solo es una cruz externa. Cuando el peso de la cruz cae sobre nuestros hombros, se templa nuestro verdadero corazón de discípulos–misioneros... ¡Hay tantos discípulos–misioneros que se clavan en su dolor viendo el rostro de Cristo, viendo su mano amorosa que viene a modelarlos y fraguar su amor con el dolor! Ven a Aquél que dio su vida por muchos. Termino la reflexión de este último día de Cuaresma con unas palabras del siervo de Dios, el cardenal Francisco Nguyen van Thuan, en su libro Testigos de esperanza: «Mira la cruz y encontrarás la solución a todos los problemas que te preocupan? Los mártires le han mirado a Él...». Que María Santísima nos ayude para que nuestras sentencias, palabras y acciones no sean impedimentos para la evangelización, ya que del Crucificado recibimos el encargo, también nosotros, de reunir los hijos de Dios dispersos, él nos lo recuerda ya resucitado: «Vayan y enseñen a todas las gentes» (Mt 28,19).

Padre Alfredo.

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