La historia de José, el hijo consentido de Israel (Jacob), es un relato que encontramos en el libro del Génesis y que ha sido llevado a la pantalla, al teatro y a los libros en diversas ocasiones con un éxito extraordinario. Históricamente es muy difícil señalar los rasgos esenciales de este pasaje de la Escritura. En cambio, moralmente está repleto de enseñanzas en las que, para nosotros, se prefigura la vida de Jesús de Nazaret, sobre todo en el fragmento que hoy viernes la liturgia de la palabra nos presenta en Misa (Gén 37,3-4:12-13.17-28). Podemos decir que en muchas culturas el amor preferencial por el hijo de la ancianidad es un hecho frecuente en la historia de las familias. En cambio, el final del relato, con la decisión de matar o vender al hermano, se sale de lo habitual, pues más bien siempre se agradece la entrega del hermano o hermana que se queda al cuidado de los padres. Pero literaria y psicológicamente ese dato nos prepara para entender mejor la grandeza de alma de José. Transcurrido un tiempo y más adelante en el relato, se transformará en un poderoso señor, y para afear y perdonar la traición de sus hermanos, les corresponderá con cariño, dinero y pan.
En la Iglesia, el nuevo Israel, nos pasa algo parecido que a los hijos de Jacob. Hemos recibido, en la persona de Jesús y en su mensaje un regalo único que no hemos sabido valorar. Cristo es el Hijo predilecto del Padre a quien hemos de escuchar y seguir y lo hemos crucificado. Lo hemos tratado como los viñadores que el Evangelio de hoy nos presenta (Mt 21,33-43.45-46) No nos podemos conformar con una vivencia individualista y cerrada a nuestra fe; hay que comunicarla y regalarla a cada persona que se nos acerca porque todos hemos sido beneficiados por Él, que se ha entregado por nuestra salvación. De ahí se deriva que el primer fruto de su entrega es que vivamos nuestra fe en el calor de una comunidad de fe, una "comunidad pascual... que cree en lo que anuncia, que vive lo que cree y que predica lo que vive" como nos recuerda la beata María Inés en una carta circular del 26 de marzo de 1978. Esto será sencillo, porque la Escritura nos dice: "donde hay dos o más reunidos en mi nombre, yo estoy allí en medio de ellos" (Mt 18,20).
Hoy, Jesús, en nuestro caminar cuaresmal, y por medio de la parábola de los viñadores homicidas, nos habla de la infidelidad; compara la viña con Israel y nos viñadores con los jefes del pueblo escogido. A ellos y a toda la descendencia de Abraham se les había confiado el Reino de Dios, pero han malversado la heredad: "Por esta razón les digo que les será quitado a ustedes el Reino de Dios y se le dará a un pueblo que produzca sus frutos" (Mt 21,43). Hace relativamente poco celebrábamos en la Navidad, el misterio de la venida de Cristo a nuestra tierra. El Señor vino a traer la luz al mundo, enviado por el Padre: vino a su casa y los suyos no le recibieron (cf. Juan 1, 11), lo sacaron fuera de la ciudad y lo crucificaron. Que no nos suenen muy lejanos estos relatos, que, por el contrario, dejen para nosotros unas preguntas para revisarnos en Cuaresma: ¿En qué nos va convirtiendo nuestra voluntad esta Cuaresma? ¿Qué es lo que va haciendo de nosotros? ¿Qué es lo que va realizando en nuestra vida el proceso de conversión cuaresmal? La conversión que nos pide Jesús, particularmente en esta Cuaresma, debe partir de un rechazo firme de todo pecado y de toda circunstancia que nos ponga en peligro de ofender a Dios. Y así lo haremos, por la misericordia divina, con la ayuda de la gracia. En la lucha decidida contra todo pecado que nos pueda cegar, como cegó a los hermanos de José o a los viñadores de la parábola, demostraremos nuestro amor al Señor. Le pedimos a María Santísima su ayuda para vivir en el santo temor de Dios, no vaya a ser que nos sea quitado el Reino y se le dé a otros. ¡Que tengas un viernes de Cuaresma muy bendecido, ofreciendo la abstinencia que para hoy nos marca la Iglesia!
Padre Alfredo.
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