Nos encontramos este tercer domingo de Cuaresma con el texto del libro del Éxodo que narra la solemne promulgación de los Diez Mandamientos. El texto (Ex 20,1-17) hace referencia a un "suceso" que debió haber ocurrido hacia el 1.300 a.C. Vemos en él dos partes, una referente a Dios, y otra al comportamiento habitual de los hijos de Dios. Respecto a Dios, el decálogo nos lo presenta como el único Dios que es celoso, no representable en imágenes, no invocable en vano y nos señala la posición del hombre ante "El Señor", como algo fundamental de la Ley, "porque Yo soy El Señor". La segunda parte de este conjunto de leyes es el código ético: el descanso semanal, la muerte, el adulterio, el robo, el falso testimonio, la codicia... Podemos afirmar que estos Diez Mandamientos son bastante conocidos por el pueblo cristiano. Sin embargo, debemos recordar que lo que le interesa a Dios no es simplemente el cumplimiento externo de la 'letra' de los Diez Mandamientos, sino el cumplimiento interno, del espíritu de los mismos. Para hacer eso, tenemos que entender lo que Dios tuvo en mente cuando dio esos mandamientos, y qué era lo que Dios esperaba de Su pueblo, al darles estas instrucciones.
San Pablo nos recuerda, de una manera muy clara, que la Ley proclamada en el Antiguo Testamento se hace visible en Cristo, que es la fuerza y la sabiduría de Dios (1 Cor 1,22-25). Una sabiduría proclamada con señales. A nadie escandaliza que "El Señor" exija sumisión pidiendo cumplir unos mandamientos, a nadie sorprende que se manifieste con "señales y prodigios", a nadie sorprende el contenido de la Ley, que es el sentido común para la convivencia. Pero Jesús escandaliza, quiere que vivamos los mandamientos de una forma que abarque tanto el exterior como el interior de las personas. Él quiere que este decálogo quede grabado en nuestra conciencia como base que hace posible la convivencia entre los hombres entre sí y con Dios. Jesús, en su sabiduría divina, viene a ayudarnos a interpretar los mandamientos y a ser hijos en Él. Así, podemos cargar con la cruz con confianza, aunque sea sin entender, porque se obedece al Padre sabiendo que Él también lo ha hecho.
Los mandamientos, que siguen siendo los mismos diez, dan sentido a nuestro caminar de discípulos-misioneros. El amor al prójimo, que es consecuencia lógica de nuestra unión con Dios, es imperativo en el día a día. Mantener nuestras prácticas cristianas es muy difícil en estos tiempos que nos ha tocado vivir. Entre otras cosas porque la Iglesia, cada vez que nos recuerda aquello que estorba en los atrios de nuestro pensamiento, de nuestro corazón, de nuestro hablar o de nuestro comportamiento -como estorbaban los vendedores del atrio del Templo (Jn 2,13-25)-, es respondida con críticas sobre su intrusismo o su poder mediático. Al mundo de hoy no le gusta ser corregido o invitado a cambiar de rumbo. En este tercer domingo de Cuaresma seamos conscientes de un gran peligro que nos acecha: no somos nosotros los mercaderes en nuestro propio templo. Es la sociedad que nos rodea, el mundo globalizado el que intenta invadir y atacar los atrios de cada persona, de cada familia y en general de la moral colectiva con sus propias pretensiones resumidas en una frase: "¡Todo se vale, todo es relativo, todo está bien! Y, eso no es bueno. Sin duda, Jesús, hoy mismo habría derribado las mesas plegables de los vendedores y cambistas de este tiempo. Y es posible que tienda a derribar las mesas de venta y de cambio de nuestros corazones haciéndonos ver que para vivir honradamente precisamos valores edificados sobre él mismo, decidido siempre a comprometerse por la casa de su Padre, cuya señal será su resurrección. Si le somos fieles, como María su Madre y tantos santos y beatos, y si cada Cuaresma la aprovechamos al máximo, estos valores nos conducirán a la eternidad feliz, que, a fin de cuentas, es lo que interesa. ¡Que disfrutes la Misa de este domingo!
Padre Alfredo.
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