En estos días de Cuaresma, tanto aquí en la parroquia de Fátima como en la Basílica de Guadalupe, en esos momentos que pasan volando y que el Señor me regala al sentarme en mi "cajita feliz" -así llamo desde hace mucho tiempo al confesionario- he palpado la gracia de la "conversión", en este sorprendente sacramento que responde a la llamada que Cristo nos hace a todos de volver al Padre en muchas almas. Dios le tiene a todos los hombres y mujeres del mundo un amor infinito y siempre está dispuesto a perdonar nuestras faltas. El Evangelio nos ofrece diversos pasajes en donde se manifiesta la misericordia de Dios con los pecadores. (Cfr. Lc 15,4-7; Lc 15,11-31) y que es la misma que palpo cuando confieso y cuando me confieso. Cristo, conociendo la debilidad humana, sabía que muchas veces nos alejaríamos de Él por causa del enemigo, que es siempre seductor y tramposo. Por ello, nos dejó este sacramento muy especial que nos permite alcanzar el restablecimiento de nuestra relación amorosa con Dios. Este regalo maravilloso que nos deja Jesús, es otra prueba más del infinito amor de nuestro Padre misericordioso, que, de una manera muy especial, se muestra en la primera lectura que la liturgia de hoy nos presenta en el libro de Oseas (Os 14,2-10).
En Cuaresma escuchamos hablar mucho de las tentaciones que se pueden vencer y de los pecados se pueden evitar o de los que uno se puede liberar, porque los cristianos estamos llamados a la santidad y para ello hay que vivir en gracia de Dios; pero, por las artimañas y asechanzas del enemigo y por nuestra condición frágil, dañada por la concupiscencia, podemos perder la gracia que recibimos como don en el bautismo por el pecado mortal, que mata la vida sobrenatural del alma y rompe la amistad y la comunión con Dios. Esa gracia se recobra gracias a este increíble sacramento que sorprende con el secreto que debe guardar el sacerdote, ese silencio que se llama "sigilo sacramental", y lo que propiamente ocurre con el penitente, que entra cargado con sus pecados y sale liberado de ellos. Oseas, en el texto que hoy escuchamos, que es el culmen de su libro, nos habla de la expiación que Dios quiere: la de un corazón contrito y obediente que se deja conducir y moldear por el amor misericordioso del Señor, y que reconoce que sólo en Él se encuentra la Vida y la felicidad.
El sacramento de la Reconciliación -llamado también confesión o penitencia- marca en el penitente el retorno a Dios, que no puede lograrse sin esa confesión humilde de los equivocados caminos que se han seguido y que le han apartado de Dios y de los hermanos. En el sacramento la vida se reorienta según lo que Jesús nos ha dicho que es lo principal: el amor, y que es el tema que toca el Evangelio de hoy (Mc 12,28-34). En este viernes de Cuaresma preguntémonos sinceramente si nuestra vida está organizada según este mandamiento: ¿amamos? ¿amamos a Dios y al prójimo? ¿cómo amamos? ¿o nos amamos sólo a nosotros mismos? Tal vez algunos, al leer este pasaje evangélico hubieran preferido que Jesús contestara a aquel hombre diciéndole que rezara más, o que ofreciera tales o cuales sacrificios. Pero el Señor le dijo, y nos dice a nosotros también hoy, que lo que debemos hacer es amar. Y eso es lo que más nos cuesta en la vida porque no entendemos lo que es el amor. Un amor que acompaña, que ayuda, que cura, que corrige. Un amor que soporta, que no tiene envidia y que endereza. Un amor incondicional que se convierte en una consigna que nos ocupa las veinticuatro horas del día y los siete días de la semana. La Cuaresma consiste en seguir el camino de Cristo hacia su Pascua, y ese camino es de entrega, de amor total que transforma la vida, como transformó la vida de Magdalena, de Zaqueo, de Mateo y nos los dejó como estaban, les dio nueva vida, un cambio, una conversión hacia el amor. Al ver el acierto y el rigor de la respuesta de Jesús, que ha puesto en su sitio a los saduceos y corregido al letrado, nadie se atreve a hacerle más preguntas... yo tampoco. ¡Gracias, Señor, por el regalo maravilloso del sacramento de la Reconciliación! Que María, la Madre del amor misericordioso, nos encamine a todos a buscar la gracia sacramental acudiendo a la "cajita feliz" más cercana. ¡Bendecido viernes de Cuaresma!
Padre Alfredo
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