Sin olvidarnos de que estamos en Cuaresma hoy hacemos un espacio para celebrar a san José, una fiesta importante porque nos presenta al maravilloso ser humano que Dios eligió como esposo virginal de la Virgen María y padre en la tierra en su venida para nuestra redención y salvación. Muchas personas conocidas y queridas llevan el nombre de José, Josefa, Josefina... mis queridos Pepes, Jóses, Joyces que en este día celebran su santo y si no es que también su cumpleaños. A todos y a todas, mi más cordial y fraterna felicitación. Son pocas, en realidad, las fuentes que tenemos para describir la figura de este santo excepcional, pero esas pocas palabras, consignadas en el Evangelio, en los primeros capítulos de san Mateo y de san Lucas, bastan y sobran. En esos parcos relatos no conocemos muchas palabras expresadas por él, pero sí conocemos sus obras, sus actos de fe, sus respuestas de amor a la iniciativa divina y su calidad de protector como padre responsable del bienestar de su amadísima esposa y de su excepcional Hijo.
La primera lectura de la Misa de esta solemnidad de san José, nos recuerda cómo es por medio de él que Jesucristo pertenecía «legalmente» a la casa y al linaje de David, y era, por lo tanto, heredero de las promesas davídicas. El «Sí» de José a la voluntad de Dios, aun cuando no entendiera algunos de los planes divinos —como el embarazo de María o la pérdida de Jesús en el Templo— es de suma importancia. Al rey David —su antepasado— fueron prometidos un reino y un trono eternos, establecidos desde siempre por Dios. Por medio del profeta Natán, Dios se lo prometió a David, diciendo: «Cuando tus días se hayan cumplido y descanses para siempre con tus padres, engrandeceré a tu hijo, sangre de tu sangre, y consolidaré tu reino» (2 Sam 7,12). Jesucristo cumplió esta profecía. Él ocupa el trono de David y reina como Rey por los siglos de los siglos. Él es el hijo de David que reina para siempre. Dios dijo: «y yo consolidaré su trono para siempre» (2 Sam 7,13). Nuestro Señor Jesucristo reina personalmente para siempre. No es sólo que David tendrá una dinastía eterna, sino tendrá un descendiente que reinará personalmente para siempre, y será recibido y conocido como Rey en todas partes del mundo. En este descendiente de David, el trono de David es verdaderamente establecido para siempre. Así Dios le prometió a David, diciendo: «Tu casa y tu reino permanecerán para siempre ante mí, y tu trono será estable eternamente» (2 Sam 7, 16).
La fiesta de san José, considerado patrono de la Iglesia universal (católica), queda inserta este año en esta última semana del tiempo litúrgico de la Cuaresma, un tiempo de camino y de peregrinación para el encuentro con Jesús y con uno mismo. Un tiempo privilegiado en el que en este día José nos ayuda a profundizar en la escucha de Dios como él lo hizo, de una manera plena, confiada, íntegra, manifestada en una entrega eficaz a la voluntad de Dios. Una escucha que se traduce en una obediencia inteligente, con pureza de corazón y rectitud de intención al hacer lo que Dios va pidiendo en la aventura de responder a lo que Él pide realizar. Una escucha manifiesta en el cariño de esposo hacia María, y en el cariño de padre hacia Jesús, con pocas palabras y mucha acción, contribuyendo a realizar el plan de salvación. Esta semana, la última de Cuaresma, podemos, contemplando a san José, pedir al Señor un aumento de fe y de amor en la valiente aceptación de la misión que Dios, sirviéndose también de nosotros como de él —un humilde carpintero de Galilea— pide para colaborar en la redención de los hombres. La celebración de hoy, en este ambiente cuaresmal, es un buen momento para que todos renovemos nuestra entrega al Señor con un corazón convertido y abierto a la gracia como José. San José, justo, casto y fiel... ¡ruega por nosotros! Amén.
Padre Alfredo.
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