La vida de Jeremías —con quien nos volvemos a encontrar en la liturgia de la palabra de hoy (Jer 20,10-13)— fue una vida marcada por muchos miedos, especialmente debidos a la incomprensión y dureza de sus compatriotas. Marcado por una soledad dolorosa, que no carecía de significado en el conjunto de su ministerio profético, este profeta admirable vivió con intensidad singular lo que significa «amar a Dios sobre todas las cosas». En su voz, despavorida por las constantes amenazas de sus enemigos, sigue siendo más fuerte el amor a Dios y a su alianza que la parálisis que el miedo pueda provocar. Ya casi llegando a la Semana Santa, Jeremías nos enseña que no podemos acobardarnos ante las reacciones contrarias de quienes viven seguros en su poder, en sus injusticias o en su economía segura. El Señor, como al profeta, nos ha enviado a hacer un fuerte llamado a la conversión, no sólo para que todos vuelvan a Él, sino para que, uniendo a Él su vida, cada uno pueda volverse también hacia su prójimo con un corazón misericordioso.
En medio de todo lo que el discípulo–misionero pueda padecer por el Evangelio debe aprender a poner su propia vida en manos de Dios. Él es un Dios protector, defensa y fortaleza del que le sea fiel aún en medio del dolor o la soledad. Y la cosa es que el problema con el mundo que nos rodea no es que hayamos o no hecho cosas buenas o incluso malas, el verdadero problema es que nuestra manera de vivir y de pensar va en contra del estilo del mundo… esta es la verdadera causa del rechazo. Nuestras obras dan testimonio, o deben darlo, de nuestra personalidad cristiana pues, al igual que Jesús, nosotros realizamos las obras que él mismo realizó a fin de llevar a cabo el proyecto del Padre para nuestro mundo aunque eso incomode al mismo mundo... ¡Jesús también perdió aparentes amigos que le seguían! Pagamos un precio por pertenecer a Cristo y querer imitarle. Su camino es nuestro camino, sus proyectos son los nuestros y su cruz es nuestra también. Al llegar a los umbrales de la Semana Mayor vale la pena preguntarse: ¿Mis proyectos son los de Cristo? Y si son, ¿los defiendo y realizo con todo mi corazón a pesar de ser un pecador que no ha alcanzado la plena conversión?
Cuando vemos de cerca nuestra alma y la sabemos débil, la percibimos con caídas, la notamos miserable. Pero... ¿hasta qué punto dejamos que la abrace plenamente Jesucristo nuestro Señor? Cuando palpamos nuestras debilidades ¿hasta qué punto dejamos que las abrace Cristo nuestro Redentor? ¿Podemos nosotros decir con confianza la frase del profeta Jeremías: «El Señor guerrero, está a mi lado; por eso mis perseguidores caerán por tierra y no podrán conmigo; quedarán avergonzados de su fracaso, y su ignominia será eterna e inolvidable»? (Jer 20,11). Los corazones cerrados de los enemigos de Jesús nos dan, junto a Jeremías, una enseñanza importante: la fe no se basa sobre la evidencia (Jn 10,31-42). Escuchaban a Cristo que predicaba abiertamente en las plazas y no se escondía. Lo veían dar la vista a los ciegos, sacar demonios, resucitar muertos y viendo, no veían; no lo sentían a su lado como Dios. Jesús luchaba por presentar argumentos que esos incrédulos pudieran aceptar, pero el intento es en vano. En el fondo, morirá por decir la verdad sobre sí mismo, por ser fiel a sí mismo, a su identidad y a su misión. Como profeta, presentará una llamada a la conversión y será rechazado, un nuevo rostro de Dios y será escupido, una nueva fraternidad y será abandonado... ese es el camino y como dice la canción: «se hace camino al andar». Es tan grande lo que Jesús intenta decir que no pueden entenderlo los que no caminan junto a él, solamente lo podrán comprender los pequeños y sencillos, porque el Reino está escondido a los sabios y entendidos. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, a quien en algunas comunidades la viste hoy de «Dolorosa», la gracia de acoger a Cristo y su forma de ser en nuestra vida. Sólo imitándole a Él se podrá hacer realidad la santidad de vida en nosotros. Permaneciendo en Él seamos los primeros en trabajar por transformar nuestro mundo, aunque ganemos uno que otro enemigo, una que otra crítica, una que otra mala cara o una que otra burla. Este modo de comportarnos nos hará partícipes de la Pasión y resurrección de Jesús. En comunión con Él, estamos haciendo todas las cosas nuevas (Ap 21,5). ¡Bendecido viernes y los que empiezan vacaciones... no se olviden de su condición de discípulos–misioneros!
Padre Alfredo.
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