¡Cómo me llama la atención este Viernes Santo la segunda lectura de la liturgia de la Adoración de la Cruz, con las palabras de la carta a los hebreos: «Jesús, el Hijo de Dios, es nuestro sumo sacerdote, que ha entrado en el cielo» (Hb 4,14)! Cristo —leemos en esa misma carta— «ha entrado en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de becerros, sino con la suya propia» (Hb 9,12). Hoy celebramos, ya no en figura sino en realidad, la gran expiación de los pecados «del mundo entero» (cf 1 Jn 2,2; Rm 3,25) pronunciando un Nombre: «Jesús». Es sabido que la carta a los hebreos, en el conjunto de los escritos del Nuevo Testamento, representa algo único en la audacia interpretativa de la figura de Jesús, que lo presenta como sumo sacerdote cuando él era un laico y murió como un blasfemo. Junto a esto, la aclamación al Evangelio, con palabras de san Pablo nos muestra la sencillez y humildad de nuestro Redentor: «Cristo se humilló por nosotros y por obediencia aceptó incluso la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todas las cosas y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre» (Flp 2,8-9).
Hoy tenemos en la primera lectura —como les había compartido desde algunos días— el último «cántico del Siervo» (Is 52,13-53,12), una lectura de Isaías que contiene suficientes elementos como para poder aplicarlo a lo que había sucedido con Jesús de Nazaret. Este cántico está muy bien elaborado. Con una simplicidad aparente, consigue implicar al discípulo–misionero en la contemplación del Siervo, que, «como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca». Esta imagen llevará a san Juan a hablar de Jesús como el Cordero de Dios que quita (toma sobre sí y destruye) el pecado del mundo. El Apocalipsis se referirá a menudo a Jesús victorioso de la muerte mediante la figura del Cordero, que ha sido degollado pero que vive por siempre y llega a la glorificación máxima a través de la humillación más total, a través de aquel sufrimiento que desfigura al hombre, que desdibuja la imagen de Dios hasta el punto de convertirse en repugnante y menospreciable.
El Siervo de Yahvé recibe el premio de sus sufrimientos y nos hace profundizar en el Evangelio de hoy. Cristo vive y dará la vida a una gran multitud. Debilidad y fuerza, inocencia y persecución, sufrimiento y paciencia, humillación y exaltación, constituyen una parte importante de su vida y hoy meditamos en cada uno de estos aspectos. El Cristo desfigurado de la pasión y su muerte en la cruz, lo presenta como el justo (cf. Hch. 3,13ss) que intercede ante el Padre por todos. Su silencio impresiona a Pilato; es humillado y acepta la humillación; después de muerto, el centurión reconocerá su inocencia. Dios lo exaltará a su derecha y le dará en herencia una multitud inmensa entre la que estamos nosotros. Pienso ahora en María al pie de la cruz y quiero pedirle su sensibilidad de alma y su corazón, para vivir en profundidad la celebración de la «Adoración de la Cruz» y termino la reflexión con una oración bellísima que san Buenaventura hizo para este día de la pasión: «Dulcísimo Jesús, Hijo de Dios vivo, Dios y Hombre verdadero, Redentor de mi alma: por el amor con que sufriste ser vendido de Judas, preso y atado por mi salvación: ¡Ten misericordia de mí! Benignísimo Jesús mío: por el amor con que padeciste por mi alma tantos desprecios, irrisiones, negaciones y tormentos en la casa de Caifás: ¡Ten misericordia de mí! Pacientísimo Jesús mío: por el amor con que por mi padeciste tantos falsos testimonios, afrentas injurias y acusaciones falsas en la casa de Pilato: ¡Ten misericordia de mí! Mansísimo Jesús de mi alma: por los desprecios, escarnios y burlas de la casa de Herodes; por los azotes, corona de espinas y mofas sangrientas y condenación a muerte de la casa de Pilato: ¡Ten misericordia de mí! Piadosísimo Jesús de mi alma: por todo lo que por mí padeciste en tu adorable Pasión, desde la casa de Pilato hasta el monte Calvario, donde toleraste por mi amor el ser crucificado para que yo me salvase: ¡Ten misericordia de mí, ten misericordia de mí, ten misericordia de mí! ¡Amén!»
Padre Alfredo.
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