miércoles, 28 de marzo de 2018

«¡No basta estar con Jesús!»... Un pequeño pensamiento para hoy...

Jesús estaba suficientemente habituado a «comer con los pecadores», como se le ha reprochado a menudo (Mc 2,16) y hoy, no menos que otras veces, no ha rechazado a un pecador... es Judas quien se ha separado de Él. En combinación con la escena evangélica que se da en la Última Cena y que nos narra el Evangelio de hoy (Mt 26,14-25), a mitad de la Semana Santa, nos encontramos con el tercer canto del Siervo de Yahvé que ya conocemos (Is 50,4-9). El texto de Isaías sigue la descripción poética de la misión del Siervo, pero con una carga más fuerte de oposición y contradicciones. La misión que a éste le encomienda Dios, es «saber decir una palabra de aliento al abatido». Pero antes de hablar, antes de usar esa «lengua de iniciado», Dios le «espabila el oído para que escuche». Esta vez las dificultades son más dramáticas: «ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que me tiraban de la barba, no aparté mi rostro a los insultos y salivazos» (Is 50,6). También en este tercer canto sale triunfante la confianza en la ayuda de Dios: «El Señor me ayuda, por eso no quedaré confundido» (Is 50,7). Y con un diálogo muy vivo muestra su decisión: «Cercano está de mí el que me hace justicia, ¿quién luchará contra mí?» (Is 50,9). Completando este sentir, el salmo responsorial de hoy insiste tanto en el dolor como en la confianza: «por ti he sufrido injurias... en mi comida me echaron hiel. Señor, que tu bondad me escuche en el día de tu favor... se alegrarán al verlo los que sufren, quienes buscan a Dios tendrán más ánimo, porque el Señor jamás desoye al pobre» (Sal 68). 

En estos días santos, como hemos visto, Jesús es perfectamente descrito en esos cantos del Siervo y hoy en este salmo. Su entrega hasta la muerte no es inútil: así cumple la misión que Dios le ha encomendado, al solidarizarse con toda la humanidad y su pecado. Él escuchaba y cumplía la voluntad de su Padre y, a la vez, comunicaba una palabra de cercanía y esperanza a todos los que encontraba por el camino, pero, aunque el proyecto de Jesús tiene un contenido divino —por reflejar la propuesta de Dios y por recibir de Él su fuerza— está también sometido a las leyes del comportamiento humano. Dios no quiere tocar la libertad humana, para evitar que su proyecto sea traicionado. Él acepta esta posibilidad. Tal es el precio de la libertad. Jesús aceptó estar sometido a la posibilidad de la traición. Así, como decía al inicio, hoy meditamos, en el Evangelio, la misma escena de ayer, pero esta vez explicada por san Mateo, y sabemos que cada Misa es un gesto de Jesús hacia los pecadores que somos nosotros como discípulos–misioneros que cargamos con nuestra fragilidad humana, como los Apóstoles. Pero, no basta estar junto a Él... necesitamos no rehusar su amor. San Mateo pone de relieve que Judas... ¡que estaba con Jesús!, tomó la iniciativa para entregarlo traicionándolo. 

A la luz de este relato evangélico, si somos sinceros, seguro que nos topamos con más de un incidente de nuestra vida en el que también nosotros hemos vendido nuestra dignidad como lo hizo Judas. Incluso por menos valor —treinta monedas de plata eran el precio de un esclavo (Ex 21,32)—. Menos mal que nuestra dignidad no depende de nuestro valor personal, sino del don de Dios Padre que nos ha elegido y en Él nos fortalecemos para no caer. Menos mal que el precio de Jesús no está marcado por el dinero que Judas recibió por su traición. Menos mal que Jesús, el hombre libre, no se dejó llevar por los acontecimientos, sino que fue capaz de convertir la traición en entrega. A Jesús no le quitaron la vida, sino que la dio voluntariamente (Jn 10,18). De esa manera nos hizo comprender la inmensidad del amor de Dios en un corazón que conoce y sigue fielmente el camino que ha trazado nuestro Redentor. Un cristianismo sin la claridad que exige ese proyecto de Jesús y sin procesos de asimilación del mismo, será una mina de traiciones, desilusiones y amarguras como Judas, que se cierra al amor misericordioso de Dios. Nuestra vida no puede ser igual antes y después de la pasión y muerte de Cristo contemplándola con todos estos detalles. Es necesario que, arrepintiéndonos de nuestras injusticias, egoísmos, suficiencias, traiciones y liviandades, reiniciemos nuestro camino de honestidad, de santidad, de fidelidad, de amor y de paz. Mientras este revuelo sucedía, María, la Madre del Señor, permanecía callada, de la misma manera que callada hoy intercede por nosotros. Acojámonos a Ella para no caer en la tentación y alcanzar con Cristo su Resurrección. 

Padre Alfredo.

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