Miqueas fue un profeta que vivió en una aldea de las tierras de Judá en el siglo octavo antes de Cristo en el reinado del rey Ajab. Hombre de Dios, transmitió su mensaje dirigido a Samaría, lo mismo que a los habitantes de Jerusalén, al mismo tiempo que Isaías, Amós y Oseas. Entre otras cosas, él predijo que ambas ciudades serían destruidas por su maldad y los duros tratos que los jefes permitían dar a los pobres. Un siglo después, Jeremías recordaría al pueblo las palabras registradas en el libro de Miqueas. La Historia Sagrada nos narra que cuando Ajab proyectaba librar una batalla contra los sirios, consultó a muchos profetas para saber si ganaría. Cuatrocientos le dijeron que ganaría; sólo Miqueas le profetizó la derrota. El rey se exasperó por esta respuesta y lo embutió en la cárcel; pero su predicción se cumplió. El verdadero profeta, inspirado por Dios, no se equivoca porque habla en nombre del Señor. Lo que ocurre es que nadie quiere oír lo desagradable, aunque sea la verdad. En este contexto de su vida, hoy Miqueas nos ofrece, en medio de nuestro itinerario cuaresmal, una oración humilde, llena de confianza en Dios, suplicando al Señor que no abandone a su pueblo.
El profeta nos muestra, hoy sábado, a un Dios misericordioso, que no tiene en cuenta nuestras malas acciones. Un Dios fiel que no nos abandona en medio de la tribulación y la tristeza, sino que nos abraza como un padre bueno y cariñoso (Miq 7,14-15.18-20). Así también nos lo presenta el salmista (Sal 102), un Dios "compasivo y misericordioso... que nos colma de amor y ternura" y no nos trata como merecen nuestros pecados. Al igual que Miqueas invita a su pueblo a convertirse a Yahvé, así también nosotros debemos volvernos a Dios aprovechando este tiempo de Cuaresma, llenos de confianza, sabiendo que Él "arroja nuestros pecados a lo hondo del mar" (Miq 7,19), es decir, los olvida por completo cuando nos arrepentimos y volvemos a la casa del Padre. Es la percepción de Dios que nos deja el Evangelio de hoy en el pasaje más que conocido para todos de "El hijo pródigo" (Lc 15,1-3.11-32).
San Juan Pablo II en su Exortación Apóstolica Reconciliatio et Paenitentia (2 de diciembre de 1984) nos recuerda que todo hombre es este hijo pródigo. Aunque seré más largo que de costumbre -al fin es sábado- no puedo dejar de compartir algunos trozos de este valioso documento: "La azarosa marcha de la casa paterna, el despilfarro de todos sus bienes llevando una vida disoluta y vacía, los tenebrosos días de la lejanía y del hambre, pero más aún, de la dignidad perdida, de la humillación y la vergüenza y, finalmente, la nostalgia de la propia casa, la valentía del retorno... todo hombre es este hijo pródigo: hechizado por la tentación para vivir independientemente la propia existencia; caído en la tentación; desilusionado por el vacío; solo, deshonrado, explotado mientras buscaba construirse un mundo todo para sí; atormentado incluso desde el fondo de la propia miseria por el deseo de volver a la comunión con el Padre. Como el padre de la parábola, Dios anhela el regreso del hijo, lo abraza a su llegada y adereza la mesa para el banquete del nuevo encuentro, con el que se festeja la reconciliación (cf. RP 5). San Juan Pablo nos recuerda también que la parábola pone en escena al hermano mayor que rechaza el banquete. "Este reprocha al hermano más joven sus descarríos y al padre la acogida dispensada al hijo pródigo mientras que a él, sobrio y trabajador, fiel al padre y a la casa, nunca se le ha permitido -dice- celebrar una fiesta con los amigos. Señal de que no ha entendido la bondad del padre. Hasta que este hermano, demasiado seguro de sí mismo y de sus propios méritos, celoso y displicente, lleno de amargura y de rabia, no se convierta y no se reconcilie con el padre y con el hermano, el banquete no será aún en plenitud la fiesta del encuentro y del hallazgo. El hombre -todo hombre- es también este hermano mayor. El egoísmo lo hace ser celoso, le endurece el corazón, lo ciega y lo hace cerrarse a los demás y a Dios" (RP 6). Así, san Juan Pablo II nos ayuda a ver que la parábola del hijo pródigo es, ante todo, la manifestación del amor del Padre Dios que ofrece a todos el don de la reconciliación plena. A la luz de esta inagotable parábola de la misericordia y de la invitación de Miqueas, les propongo hacer un buen examen de conciencia en esta Cuaresma y acercarse al sacramento de la Reconciliación. Hoy que es sábado se le puede pedir una ayuda especial a María, Madre de la Reconciliación entre Dios y el hombre, que nos eche una manita. Te dejo aquí el enlace a mi blog en donde encontrarás una buena guía para este examen: Para hacer un buen examen de conciencia.¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo
No hay comentarios:
Publicar un comentario