La Pascua judía, unida indisolublemente a la liberación del pueblo que era esclavo en Egipto, nos lleva en pleno al Antiguo Testamento (Ex 12,1-8.11-14) para captar, por este medio, la continuidad entre la Pascua judía y la Pascua cristiana que celebramos con especial solemnidad congregados este día con la Cena del Señor, donde se instituyó la Eucaristía, el sacramento del orden sacerdotal y el mandamiento el amor (Jn 13,1-15), para vivir la expresión más hermosa de la Iglesia en la celebración de la Santa Misa (1 Cor 11,23-26). «La Eucaristía hace la Iglesia», decían los santos Padres y Benedicto XVI nos lo recuerda en Ecclesia de Eucharistia 26, afirmando que «la Eucaristía edifica la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía». La Eucaristía, sacrificio y banquete, es lo más valioso que la Iglesia tiene en su camino como peregrina en el tiempo y en la historia; es el don más valioso recibido de su Señor, «el don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad, así como de su obra de salvación» (cf. Ecclesia de Eucharistia 11), porque es «fuente y cima de toda la vida cristiana» (Lumen gentium, 11; cf., 1).
Pero antes de instituir la Eucaristía Jesús se ciñe la cintura para confirmar ese movimiento de la «kénosis» de Dios que se abaja, se vacía de sí mismo, para agraciar y enriquecer la humana condición, poniéndose a sus pies, a su servicio. Jesús de aquel modo, nos dibujó el icono de la entrega: «Les he dado ejemplo para que lo que Yo he hecho con ustedes, ustedes también lo hagan» (Jn 13,15). ¿Qué más puede darnos o decirnos Jesús? Pues el don de su sacerdocio. Jesús nos amó hasta el extremo ofreciéndose Él mismo y perpetuando su entrega en los sacerdotes, que año con año, nos hacen vivir plenamente este día, por la mañana —ordinariamente hoy u otro día de esta Semana Santa— con el Obispo del lugar, la Misa Crismal en donde renuevan sus promesas sacerdotales y el Obispo bendice los óleos santos. ¡Qué grande es el Jueves Santo y cuántos tesoros nos deja! En medio del espeso silencio sobre Dios que quiere imponer la cultura actual, el Jueves Santo nos alienta a no esconder nuestro mejor tesoro.
Ante el oscurecimiento de la esperanza en la vida eterna en que vive sumida la cultura de hoy, el Jueves Santo nos da la Eucaristía como fuente de esperanza y prenda de la vida futura. Ante una cultura que está perdiendo la memoria de sus raíces cristianas, el Jueves Santo nos invita a hacer memoria del misterio del amor de Cristo en la celebración eucarística que cada día los sacerdotes presiden. Ante una cultura que tiene miedo a afrontar el futuro, el Jueves Santo nos hace voltear hacia Aquél que es el «Camino, Verdad y Vida» (cf. Jn 14,6) en sus sacerdotes que nos traen la Palabra y los sacramentos. Ante una cultura en la que muchos viven cada vez más sumidos en una profunda soledad, el Jueves Santo nos regala el consuelo del mandamiento el amor, en el que Cristo nos invita a servirnos unos a otros. Ante una cultura en la que la existencia aparece cada vez más fragmentada, multiplicándose las crisis familiares, la violencia, el terrorismo y los conflictos, el Jueves Santo se hace anuncio del misterio sacrosanto de la Eucaristía, vínculo de comunión y fuente de unidad y de paz. Ante la cultura de la globalización que descarta a muchos y difunde el individualismo egoísta, el Jueves Santo nos impulsa a trabajar por la globalización de la caridad y la implantación de la nueva civilización del amor. Ante la cultura de la muerte, en la que se desprecia la vida humana, el Jueves Santo celebra el misterio eucarístico, verdadero pan de vida que se parte y se reparte en todos los puntos cardinales de la tierra. Así, en medio de este mundo que pretende saciar su sed de esperanza y felicidad con realidades efímeras y frágiles que no sacian el corazón del hombre, proclamemos en todas partes a Aquel que, oculto en las especies eucarísticas, nos dice: «El que viene a mí nunca tendrá hambre y el que cree en mí jamás tendrá sed» (Jn 6,35). Vivamos este Jueves Santo intensamente y Junto a Cristo Sacerdote pensemos en María su Madre, que nos invita siempre a ir hacia su Hijo para hacer lo que Él nos diga (Jn 2,5) y nos contagia su fuerza para vivir amando nuestra fe con dinamismo y alegría en esta coyuntura histórica, en la que sigue resonando la palabra intemporal de Jesucristo que nos dice: «Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Así sea.
Padre Alfredo.
P.D. Hoy cumple años mi madre. Desde esta selva de cemento me uno espiritualmente al gozo de un día más de vida. ¡Felicidades doña Blanca Margarita!
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