Isaías sale hoy a nuestro encuentro para anunciarnos una restauración futura a modo de una nueva creación (Is 65,17-21). Dios viene a nuestro encuentro para hacer nuevas todas las cosas, colmándonos de vida, de alegría, de reconciliación. Es aquí donde aparece por primera vez en la Escritura el tema del «cielo nuevo» y la «tierra nueva» que surgirán como fruto de una poderosa intervención de Dios. El hecho de que Dios actúe así muestra que una felicidad tan grande y duradera, sólo puede ser obra suya. La razón de ser de la Cuaresma —nos ha recordado el Papa Francisco— es que «solo Dios nos puede dar la verdadera felicidad... y es inútil perder nuestro tiempo buscándola en otra parte: en las riquezas, en el placer, en el poder, en la carrera… El Reino de Dios, es la realización de todas nuestras aspiraciones, porque es, al mismo tiempo, salvación del hombre y gloria de Dios» (Ángelus del domingo 18 de febrero de 2018). En Cuaresma tenemos muchas oportunidades de alcanzar la felicidad. En nuestro proceso de renovación interior siguen siendo válidos los consejos de la Iglesia: Intensificar la vida del espíritu a través de las prácticas del el ayuno, la oración y la limosna.
La felicidad, la plenitud, ¡cuántos hablan de ello en el mundo actual! Miles escritores, de blogueros, de lectores de cartas, adivinos, chamanes... dicen ofrecer la solución mágica prometiendo felicidad. Y quizá esa es la argucia más inteligente del diablo: hacer creer que la felicidad es algo fácil que se adquiere al instante y sin ningún esfuerzo. En el interior de todo hombre existe un afán de felicidad y de realización, que es parte de la naturaleza humana, pero nosotros, como discípulos–misioneros de Cristo, sabemos que únicamente el amor de Dios puede llenar nuestro corazón completamente. Sabemos que únicamente Jesucristo es quien puede llenar el corazón del hombre de una auténtica y duradera felicidad. Sabemos que en Él podemos palpar la bondad de Dios y su amor infinito al hombre que colma el corazón. La cuaresma nos ayuda a unirnos a Cristo y a vivir en amistad con Él, para participar del camino que nos lleva a la felicidad plena en la Pascua. Solamente en Cristo, con Él y en Él, se puede alcanzar la felicidad, que es la plenitud en su amor misericordioso. Él, entre situaciones que a veces son adversas o incomprensibles, manifiesta siempre la esperanza que trae felicidad.
Pero el mundo es sensacionalista, quiere ver signos y prodigios que, además de ser instantáneos sean llamativos y admirables para creer en la felicidad «Si no ven prodigios y signos, no creen» (Jn 4,48) dice Jesús hoy. ¿Qué nos quiere enseñar el Evangelio? Hay que creer que la felicidad viene del Señor sin exigir prodigios; no hay que exigir a Dios pruebas de su amor por nosotros (Jn 4,43-54). Ante una situación difícil o adversa, aunque nuestros ruegos al Señor, en medio de la aparente infelicidad no fueran escuchados al instante, hay que perseverar en la acción de gracias, en la alabanza y en la amistad con Él. Dios escucha a los sencillos, se descubre a los humildes, y «da entendimiento a los pequeños» (Sal 118, 130), alumbra a las almas puras y esconde le felicidad a los curiosos y soberbios. En medio de su impotencia ante la enfermedad el funcionario real que aparece en el Evangelio se enteró de que Jesús estaba en Galilea, fue a él y le rogaba que bajase. En su encuentro con Jesús hay una búsqueda de la felicidad. El hombre quiere ver sano a su hijo. Sin embargo, Jesús no fue a su casa; simplemente le comunicó que su hijo estaba vivo. No necesitó signos extraordinarios o admirables. Le bastó a aquel hombre la palabra y la fe. Se fio de la palabra de Jesús, y al regresar a su casa se llenó de felicidad, encontrando a su hijo vivo. Sin embargo, aquel hombre habrá de entender que la felicidad plena estará en «creer» y se convirtió con todos los de su casa. Sigamos nuestro andar en la Cuaresma hacia la felicidad de la Pascua como peregrinos de esperanza, de la mano de la Santísima Virgen María. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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